Oí, y después vi, unos pájaros que levantaron el vuelo; alguien se acercaba por el camino, pero sabía que era la señora Clamp. Subí a lo alto de una duna para comprobarlo y la divisé pedaleando por el puente en su vieja bicicleta de reparto. Cuando desapareció detrás de la duna que hay delante de la casa le eché otro vistazo a los prados y las dunas que hay más allá, pero no vi nada, tan solo ovejas y gaviotas. En el vertedero se distinguía una humareda y en ese momento pude oír el monótono traqueteo de una máquina de diesel por la vía férrea. El cielo seguía nublado, pero luminoso, y el viento pegajoso e inestable. En alta mar se podían distinguir esquirlas doradas por el sol cerca del horizonte, donde el agua relampagueaba bajo los claros de las nubes; pero estaban lejos, muy lejos.
Terminé la ronda de los Postes de Sacrificio y después me pasé como media hora cerca del viejo cabrestante dedicado tranquilamente a probar mi puntería. Coloqué unas cuantas latas sobre la vieja carcasa oxidada del tambor, me aparté unos treinta metros y las derribé todas con mi tirachinas, utilizando únicamente tres bolas de acero adicionales. Cuando recuperé todas las bolas de rodamientos excepto una volví a colocar las latas en su sitio, regresé a mi posición y lancé piedras a las latas, aunque esta vez tuve que tirar catorce pedradas hasta que las derribé todas. Acabé lanzando el cuchillo al tronco de un árbol que hay junto al viejo cercado de las ovejas y comprobé con satisfacción que calculaba bastante bien el número de vueltas que daba en el aire antes de clavarse en el mismo lugar de aquella corteza tan descascarillada.
Al volver a casa me lavé, me cambié de camisa y aparecí en la cocina a tiempo para que la señora Clamp me sirviera el primer plato que, no sé por qué extraña razón, era un caldo humeante. Lo abaniqué con una rebanada de suave pan blanco mientras la señora Clamp se inclinaba sobre su cuenco y sorbía ruidosamente al tiempo que mi padre desmigajaba pan integral, como si fueran virutas de madera, en su plato.
—¿Y cómo está usted, señora Clamp? —le pregunté cortés.
—Oh, estoy muy bien —dijo la señora Clamp iniciando un fruncimiento de ceño, como un hilo enganchado que se desenhebrara de un calcetín. Acabó de fruncir el entrecejo y con él señaló la cuchara chorreante que tenía bajo la barbilla, como dirigiéndose a ella—: Oh, sí, estoy muy bien.
—¿No está esto muy caliente? —le dije, y me puse a canturrear. Seguí abanicando la sopa mientras mi padre me lanzaba una mirada sombría.
—Es verano —me aclaró la señora Clamp.
—Ah, sí —dije yo—. Lo había olvidado.
—Frank —me dijo mi padre hablando de un modo en que apenas se le entendía, con la boca llena de verduras y de migas de pan—. Estoy seguro de que ya no te acuerdas de la capacidad de estas cucharas, ¿verdad?
—¿Un octavo de pinta? —sugerí inocentemente. Me lanzó una mirada furibunda y siguió sorbiendo su sopa. Yo no dejaba de abanicar la mía y tan solo me detenía para deshacer la capa marrón de grasa que se formaba en la superficie de mi caldo. La señora Clamp seguía sorbiendo.
—¿Y cómo van las cosas por el pueblo, señora Clamp? —le pregunté.
—Muy bien, por lo que yo sé —informó la señora Clamp a su sopa. Yo asentí. Mi padre estaba soplando su cuchara llena—. El perro de los Mackie ha desaparecido, o eso he oído yo —añadió la señora Clamp. Yo alcé las cejas levemente y esbocé una sonrisa que expresaba preocupación. Mi padre se detuvo y se quedó mirándome fijamente, y el sonido de la sopa que se le derramaba de su cuchara suspendida en el aire, cuyo extremo comenzó a inclinarse al oír las palabras de la señora Clamp, resonó en la cocina como las gotas finales de un pis en la taza de un váter.
—¿No me diga? —exclamé sin dejar de abanicar la sopa—. Qué pena. Menos mal que mi hermano no está aquí porque si no seguro que le echaban la culpa. —Sonreí, miré a mi padre y después volví a mirar a la señora Clamp, que me observaba con los ojos entornados a través del vaho que subía de su sopa. Finalmente la masa de la rebanada de pan con la que abanicaba mi sopa acabó sucumbiendo y se rompió en dos. Agarré a tiempo el trozo que se caía con la mano libre y lo dejé en el plato del pan, al tiempo que alzaba la cuchara llena de sopa para probar un sorbito del caldo.
—Humm —soltó la señora Clamp.
—La señora Clamp no ha podido conseguirte tus hamburguesas hoy —dijo mi padre tras aclararse la garganta en la primera sílaba de «podido»— así que hoy tienes carne estofada.
—¡Esos sindicatos! —murmuró la señora Clamp ásperamente, escupiendo sin querer en su sopa. Coloqué un codo en la mesa, apoyé la mejilla en un puño y la miré con extrañeza. Como si nada. Ni siquiera levantó la vista, y finalmente me encogí de hombros y seguí tomándome la sopa. Mi padre ya había dejado la cuchara en la mesa, se había enjugado el sudor del entrecejo con la manga y con una uña estaba intentando sacarse un pedazo de lo que parecía ser una viruta de madera de entre las paletas superiores.
—Señora Clamp, ayer vi un fuego muy extraño junto a la casa nueva; lo apagué, ¿sabe? Estaba por allí, lo vi y lo apagué —le dije.
—No presumas, muchacho —me dijo mi padre. La señora Clamp tenía la lengua fuera.
—Bueno, pues lo hice —dije sonriendo.
—Estoy seguro de que a la señora Clamp no le interesa.
—Oh, no, nada de eso —dijo la señora Clamp, moviendo la cabeza de arriba abajo con un énfasis un tanto extraño.
—¿Lo ves? —le dije, tarareando mientras miraba a mi padre y asentía con la cabeza en dirección a la señora Clamp, que sorbía ruidosamente.
No abrí la boca durante el segundo plato, que era un estofado, y tan solo en el postre de ruibarbo y natillas dejé caer que había notado un nuevo sabor en aquella mezcla de sabores, cuando de hecho estaba claro que la leche con que se había preparado estaba totalmente pasada. Sonreí, mi padre gruñó, y la señora Clamp siguió sorbiendo sus natillas y escupiendo los grumos de ruibarbo en la servilleta. Para ser sinceros, estaba poco hecho.
La cena me puso de buen humor y, aunque aquella tarde estaba resultando más calurosa que la mañana, me sentí más lleno de energía. No se veían ya manchas brillantes en alta mar y en la luz tamizada por las nubes había un cierto espesor que tenía que ver con el aire cargado y la caída del viento. Salí afuera y di una vuelta corriendo a la isla, sin esforzarme; vi cómo la señora Clamp volvía al pueblo, caminé en la misma dirección hasta sentarme en una duna alta que estaba a unos cien metros en el interior de tierra firme y me puse a barrer con los prismáticos aquel paisaje sofocado por el calor.
En cuanto me detuve el sudor me empapó todo el cuerpo y comencé a sentir un leve dolor de cabeza. Me había llevado un poco de agua, así que bebí y después rellené la cantimplora en un arroyo cercano. Mi padre aseguraba que la ovejas se suelen cagar en los arroyos, pero yo estaba convencido que a aquellas alturas ya estaba inmunizado de sobras contra cualquier cosa que pudiera coger en los arroyos locales después de haber bebido tantas veces de ellos mientras construía presas. Bebí más agua de la que realmente me apetecía y volví a la cima de la duna. Las ovejas se veían inmóviles en la distancia, tendidas sobre la hierba. Hasta las gaviotas estaban como ausentes, y solo las moscas seguían activas. El humo del vertedero seguía elevándose, y otra línea de difuminado azul surgió de las plantaciones de los montes, por el borde de un claro donde estaban cortando árboles para el molino de pulpa que hay más arriba de la orilla de la ensenada. Hice un esfuerzo con el oído para intentar distinguir el sonido de las sierras mecánicas, pero no oí nada.