Cuando barría con los prismáticos la zona sur vi de repente a mi padre. Salí instintivamente hacia él, pero enseguida me volví atrás. El desapareció y volvió a aparecer. Iba por el sendero, en dirección al pueblo. Estaba mirando en dirección a donde está el Salto cuando vi cómo mi padre subía la ladera de la duna por donde me gusta coger velocidad cuesta abajo con la bicicleta; lo divisé cuando había coronado el mismo Salto. Mientras lo observaba pareció tropezar en el sendero justo antes de llegar a la cima de la colina, pero recuperó el equilibrio y siguió andando. Su sombrero desapareció por el extremo de la duna. Me dio la impresión de que vacilaba al caminar, como si estuviera borracho.
Bajé los prismáticos y me froté la barbilla ligeramente rasposa. No había duda de que aquello no era muy normal. No había mencionado que iba a ir al pueblo. Me preguntaba qué estaría tramando.
Bajé corriendo la duna, salté el arroyo y volví a la casa corriendo a toda velocidad. Pude oler el whisky al entrar por la puerta trasera. Traté de recordar cuánto tiempo había pasado desde que comimos y se marchó la señora Clamp. Alrededor de una hora, una hora y media. Entré en la cocina, donde el olor del whisky era más intenso, y sobre la mesa descansaba una botella vacía de whisky de malta y un vaso vacío al lado. Miré en el fregadero en busca de otro vaso, pero solo había vasos sucios. Fruncí el ceño.
No era propio de mi padre salir dejando las cosas sin fregar. Agarré la botella y busqué una marca negra hecha con bolígrafo en la etiqueta, pero no había nada. Aquello podría significar que se trataba de una botella nueva. Sacudí la cabeza de incredulidad, me enjugué la frente con un trapo de cocina. Me quité el chaleco de bolsillos que llevaba puesto y lo dejé sobre la silla.
Entré en el recibidor. Al mirar hacia las escaleras me di cuenta enseguida de que el teléfono estaba descolgado y pendía al lado del aparato. Corrí enseguida a donde estaba y lo agarré. Emitía un extraño ruido. Lo volví a colgar en su sitio, esperé unos segundos, lo descolgué y oí el tono habitual de llamada. Lo solté y salí corriendo hacia arriba en dirección al despacho, giré el picaporte y empujé con todo mi cuerpo. Estaba atrancada.
—¡Mierda! —solté.
Podía imaginarme lo que había ocurrido y lo único que me preocupaba era que mi padre se hubiera dejado abierta la puerta de su despacho. Eric debió de llamar. Papá contesta la llamada, se alarma, y se emborracha. Probablemente se dirigía al pueblo a conseguir más bebida. Habría ido a algún sitio sin licencia para comprar alcohol o, miré mi reloj, ¿no sería esta la semana en que inauguraban el Rob-Roy con licencia para vender alcohol las veinticuatro horas? Sacudí la cabeza; aquello era lo de menos. Eric debió de llamar. Mi padre se emborracha. Seguramente iba al pueblo a por más bebida, o a visitar a Diggs. O quizá Eric había concertado un encuentro entre ambos. No, no era algo probable; seguramente se pondría primero en contacto conmigo.
Corrí arriba, me metí en el agobiante calor del desván, abrí el tragaluz de nuevo y observé los accesos con los prismáticos Volví a bajar, salí de la casa, cerré la puerta detrás de mí, y me puse a trotar por el puente, ascendiendo por el sendero, desviándome de nuevo por atajos para evitar las dunas más altas. Todo parecía normal. Me detuve en el lugar en donde vi por última vez a mi padre, justo en la cima del monte que lleva a la cuesta del Salto. Me rasqué la entrepierna lleno de exasperación, preguntándome qué debía hacer. No me sentía a gusto con la idea de abandonar la isla, pero tenía la sospecha de que lo que tenía que ocurrir pasaría en el pueblo o cerca de allí.
Pensé en llamar a Jamie, pero seguramente no estaría en condiciones de ponerse a buscar por Porteneil a mi padre ni de mantener despierto el olfato para oler un perro en llamas.
Me senté en el sendero y traté de pensar. ¿Cuál sería el siguiente paso de Eric? Podría esperar a que cayera la noche para acercarse a la casa (estaba seguro de que vendría; no iba a hacer todo este viaje para volverse en el último momento, ¿no?), o quizá se había arriesgado demasiado llamando y ahora pensaría que no arriesgaría mucho encaminándose directamente a la casa. Pero estaba claro que lo mismo podría haber hecho ayer, así que, ¿qué le impedía acercarse a la casa? Estaba planeando algo. O quizá fui demasiado brusco con él por teléfono. ¿Por qué le colgué? ¡Imbécil! ¡Quizá se iba a entregar, o a poner tierra por medio! ¡Y todo porque yo le había rechazado, su propio hermano!
Sacudí la cabeza enfadado conmigo mismo y me levanté. Todo aquello no me llevaba a ninguna parte. Había asumido que Eric iba a seguir en contacto conmigo. Eso significaba que debía regresar a la casa a donde, tarde o temprano, acabaría telefoneándome o llegando. Además, allí estaba el centro de mi poder y mi fuerza, y también era el lugar que necesitaba proteger con más atención. Una vez decidido, más tranquilo ahora que ya tenía un plan decidido —aunque fuera más un plan carente de acción que otra cosa— me volví a la casa corriendo.
En el tiempo que había estado fuera de casa el ambiente se había caldeado más aún. Me desplomé en una silla de la cocina y enseguida me levanté a lavar el vaso y tirar la botella de whisky. Me bebí un buen trago de zumo de naranja y llené una jarra de zumo y hielo, cogí un par de manzanas, media barra de pan y algo de queso y lo transporté todo al desván. Cogí la silla que tengo normalmente en la Fábrica y la puse encima de una pila de viejas enciclopedias, abrí el tragaluz que da a tierra firme y me fabriqué un cojín con unas viejas cortinas descoloridas. Me asenté en mi pequeño trono y me puse a observar por los prismáticos. Después de un rato cogí la vieja radio de baquelita y transistores de detrás de una caja de juguetes y la conecté al enchufe de la segunda luz con un transformador. Seleccioné Radio Tres, donde ponían una ópera de Wagner; pensé que era perfecto para mi estado de ánimo en aquel momento. Volví al tragaluz.
En el cielo encapotado se habían abierto unos cuantos claros; se desplazaban lentamente, proyectando manchas de sol refulgente en la tierra. A veces la luz brillaba en la casa; contemplé la sombra de mi cabaña moverse lentamente a su alrededor cuando el final de la tarde se iba transformando en la caída de la noche y el último sol se colaba por las deshilachadas nubes. Lentamente las ventanas de casas nuevas que se distinguían entre los árboles fueron relumbrando con el reflejo del sol, ligeramente encima de la parte vieja del pueblo. Gradualmente fue apagándose un conjunto de ventanas mientras otras comenzaban a refulgir, todo ello resaltado por ocasionales fulgores de ventanas que se abrían o se cerraban o de coches que pasaban por las calles del pueblo. Bebí un poco de zumo y me metí cubitos de hielo en la boca mientras la brisa cálida me abrazaba. Seguía barriendo regularmente el terreno con los prismáticos, de norte a sur, hasta donde podía sin caerme desde el tragaluz. La ópera se acabó y la siguió un horrible programa de música moderna que sonaba a grupos que podrían llamarse Hereje-a-la-parrilla o Perro Ardiendo, pero la dejé sonar porque con aquello era imposible dormirse.
Justo después de las seis sonó el teléfono. Salté de la silla, me dejé caer desde la puerta del desván, bajé los peldaños de las escaleras de dos en dos y descolgué el teléfono, llevándomelo a la boca con un rápido movimiento. Sentí un zumbido de emoción al verme actuar con movimientos tan coordinados, y contesté calmadamente:
—¿Sí?
—¿Frang? —se oyó la voz de mi padre, lenta y pastosa—. Frang, ¿eress tu?