Dejé que el desprecio que sentía se transmitiera a mi voz.
—Sí, papá, soy yo. ¿Qué ocurre?
—…toy en el pueblo, hijo —me informó lentamente, como si estuviera a punto de ponerse a llorar. Le oí inspirar profundamente—. Frang, sabes que siempre te he querido… te… te estoy llamando desde el pueblo, hijo. Quiero que vengas aquí, hijo, quiero que vengas… que vengas aquí. Han cogido a Eric, hijo.
Me quedé helado. Me quedé mirando fijamente el papel pintado sobre la pequeña mesa que hay en la esquina de las escaleras donde está el teléfono. El dibujo mostraba unas formas vegetales, verde sobre blanco, con una especie de enrejado de fondo que aparecía entre el follaje por algunos lados. Estaba ligeramente torcido. No le había prestado atención a aquel papel en años, desde luego no desde que contestaba al teléfono. Era horrible. Mi padre tenía que estar loco para haberlo elegido.
—¿Frang? —dijo aclarándose la garganta—. ¿Frang, hijo? —volvió a decirme, casi sin tartamudear, para volver a caer en lo mismo—: ¿Frang,…tas ahí? Di algo, hijo. Algo. Dim’algo, hijo.Te’ dicho qu’an cogío’a Eric. ¿M’oyes, hijo? ¿Frang,…tas ahí?
—Ya… —la boca seca me impedía hablar, y la frase murió. Me aclaré la garganta varias veces y volví a empezar—.Ya te he oído, papá. Han detenido a Eric. Te he oído. Enseguida voy. ¿Dónde nos encontramos? ¿En la comisaría?
—Na, na, hijo. Na,…vemos fuera de… fuera de… la bilioteca. Sí, la bilioteca. Nos vemos allí.
—¿La biblioteca? —le dije—. ¿Por qué allí?
—Bien,…vemos ’seguida, hijo. Date prisa, ¿eh? —Le oí trastear con el aparato unos instantes hasta que la línea se cortó. Bajé el teléfono lentamente, sintiendo con intensidad los pulmones y una sensación fuerte que provenía del retumbar de mi corazón y del ligero mareo que sentía.
Me quedé quieto un momento y después subí hasta el desván para cerrar el tragaluz y apagar la radio. Me di cuenta de que tenía las piernas doloridas y cansadas; quizá me había excedido un poco últimamente.
Los claros entre las nubes que cubrían el cielo se iban moviendo lentamente hacia el interior mientras caminaba de vuelta por el sendero hacia el pueblo. Estaba bastante oscuro para ser las siete y media, una penumbra veraniega de luz tenue que inundaba todo el paisaje. Algunos pájaros se despertaban agitándose a mi paso. Unos pocos estaban posados en los cables del teléfono que llegaban zigzagueando hasta la isla colgados en postes raquíticos. Las ovejas emitían sus desagradables y ásperos sonidos, y los carneritos les respondían balando. Había pájaros posados en las cercas de alambre de espino que se alzaban más adelante, donde los enredados mechones de lana sucia delataban las huellas de las ovejas que pasaban por allí. A pesar de toda el agua que había bebido durante el día, la cabeza empezaba a dolerme otra vez. Suspiré y seguí caminando por aquellas dunas que se iban haciendo más pequeñas tras las tierras baldías y los pastizales dispersos.
Poco antes de abandonar las dunas me senté con la espalda contra la arena y me sequé el sudor de la frente. Me sacudí un poco de sudor de los dedos y observé las ovejas estáticas y los pájaros posados en los cables. En el pueblo se podían oír campanas, probablemente de la iglesia católica. O quizá había corrido la voz de que sus jodidos perros ya estaban seguros. Esbocé una mueca de desprecio, resoplé por la nariz con una media sonrisa y miré más allá de los matorrales y la maleza hacia el campanario de la Iglesia de Escocia. Desde donde me encontraba casi podía divisar la biblioteca. Mis pies se resentían y me di cuenta de que no debía haberme sentado. Me dolerían cuando volviera a caminar. Sabía perfectamente que lo que estaba haciendo era retrasar mi llegada al pueblo, igual que había retrasado mi salida de casa tras la llamada de mi padre.Volví a mirar a los pájaros, colocados como notas de música en los mismos cables que me habían traído la noticia. Pero evitaban una sección. Lo noté.
Fruncí el ceño, miré con más atención, y volví a fruncirlo. Me llevé la mano a los prismáticos, pero lo único que noté fue mi pecho; me los había olvidado en la casa. Me levanté y comencé a caminar por la tierra baldía, apartándome del sendero, hasta iniciar una leve carrera; entonces empecé a correr y acabé a toda velocidad por encima de la maleza y los matojos, cruzando de un salto la cerca hasta el pastizal donde estaban las ovejas, que se levantaron y se dispersaron entre sonidos de queja.
Estaba sin aliento cuando llegué hasta la línea telefónica.
Y estaba cortada. El cable recién cortado colgaba apoyado contra la madera del poste. Miré hacia arriba, me aseguré de no estar imaginándome aquello. Algunos de los pájaros que estaban por allí salieron volando y se pusieron a dar vueltas en lo alto, piando con sus tonos estridentes en la quietud del aire, sobre los pastos dispersos. Me fui corriendo hacia el otro poste en dirección a la isla. Una oreja, cubierta de un corto pelaje negro y blanco, estaba clavada en la madera. La toqué y sonreí. Miré alrededor con furia y traté de calmarme. Giré el rostro hacia el pueblo, donde el campanario apuntaba como un dedo acusador.
—Cabrón mentiroso —dije casi sin aliento, y dirigí de nuevo mis pasos hacia la isla, cogiendo ritmo mientras avanzaba, dando pisotones y rasgando la tierra, golpeando el suelo hasta llegar al Salto y dejándome ir cuesta abajo al llegar allí. Grité y solté los peores insultos; después me callé y reservé mi preciado aliento para correr.
Volví a la casa, una vez más, y subí como una exhalación hasta el desván, cubierto de sudor, deteniéndome brevemente ante el teléfono para comprobarlo. La línea estaba cortada, no había duda. Corrí hasta el desván y me encaramé al tragaluz, eché un vistazo a los alrededores con los prismáticos y a continuación traté de recomponerme, armándome y comprobando que todo funcionara. Volví a la silla, conecté de nuevo la radio, y continué vigilando.
Estaba por alguna parte allí afuera. Gracias a Dios por los pájaros. Mi estómago se estremecía enviando una oleada de intensa emoción por todo mi cuerpo, haciéndome tiritar a pesar del calor. El viejo mentiroso de mierda, intentado apartarme de la casa con engaños solo porque él estaba demasiado asustado de tener que enfrentarse con Eric. Dios mío, qué estúpido había que ser para no haber notado aquel completo embuste que desvelaba su voz pastosa. Y tenía las agallas de gritarme porque bebía. Por lo menos yo lo hacía cuando sabía que me lo podía permitir, no cuando sabía que necesitaba todas mis facultades para afrontar una crisis. El cabrón. ¡Y llamarse hombre!
Me serví unos cuantos tragos de la jarra aún fría de zumo de naranja, me comí una manzana y un poco de pan y queso, y seguí escudriñando los alrededores. La noche se fue oscureciendo con la caída del sol y la cerrazón de las nubes. Las corrientes térmicas que habían abierto claros sobre la tierra fueron desapareciendo y aquella manta colgada sobre los montes y el llano se asentó, gris e indefinida. Al rato volví a oír truenos y algo en el aire se volvió intenso y amenazador. Me encontraba muy excitado y en el fondo estaba deseando que sonara el teléfono, aunque sabía que era imposible. ¿Cuánto tardaría mi padre en darse cuenta de que empezaba a retrasarme demasiado? ¿Esperaba que fuera en mi bicicleta? ¿Se habría caído en alguna cuneta, o estaría encabezando una partida de ciudadanos enarbolando antorchas en dirección a la isla para aprehender al Asesino de Perros?
No importaba. Podría distinguir a cualquiera que se acercara, aún con aquella luz, y podría salir a recibir a mi hermano o escapar de la casa para esconderme en la isla si aparecieran los ciudadanos vengativos. Apagué la radio para poder oír cualquier grito que pudiera venir de tierra firme y entorné los ojos para forzar la vista bajo aquella luz que se desvanecía. Después de un rato salí corriendo a la cocina y me preparé una ración de comida que introduje en la bolsa de lona que tenía en el desván. Era para el caso que tuviera que salir y encontrara a Eric. Quizá tendría hambre. Me instalé en la silla y seguí escrutando las sombras sobre el paisaje que iba oscureciéndose. En la distancia, al pie de los montes, se desplazaban luces por la carretera, relumbrando en el crepúsculo, destellando como faros irregulares a través de los árboles, por las curvas, sobre los montes. Me restregué los ojos y me desperecé tratando de quitarme el cansancio del cuerpo.