Seguí tomando precauciones y añadí unos analgésicos a la bolsa que me llevaría si saliera de la casa si fuera necesario. El tiempo que hacía podría provocar las migrañas de Eric y quizá necesitara un alivio. Esperaba que no sufriera una de las suyas.
Bostecé, abrí los ojos y me comí otra manzana. Las difusas sombras bajo las nubes se hicieron más oscuras.
Me desperté.
Había oscurecido completamente y yo seguía en la silla, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre el marco metálico del tragaluz. Y algo, un ruido en el interior de la casa, me había despertado. Me incorporé un segundo sintiendo cómo el corazón se me disparaba y la espalda se resentía de la posición en que me había quedado dormido. La sangre volvió a circular dolorosamente por aquellas partes de los brazos donde el peso de la cabeza había restringido su paso. Di la vuelta alrededor de la silla, rápida y silenciosamente. El desván estaba sumido en una oscuridad total, pero no noté nada. Apreté un botón en mi reloj y descubrí que pasaban de las once. Me había dormido varias horas. ¡Idiota! Entonces oí a alguien moviéndose abajo; pasos irreconocibles, una puerta que se cerraba, otros ruidos. Un cristal que se rompía. Sentí cómo se me erizaba el vello de la nuca; la segunda vez en una semana. Apreté fuertemente las mandíbulas y me prometí que no tendría miedo y que haría algo: Podría ser Eric o podría ser mi padre. Iría abajo y lo averiguaría. Para estar seguro me llevaría el cuchillo conmigo.
Salté de la silla y me dirigí lentamente hacia donde estaba la puerta, tanteando los ladrillos desnudos de la chimenea. Me detuve allí, me saqué el faldón de la camisa por fuera de los pantalones de pana y oculté el cuchillo que colgaba de mi cinturón. Me fui deslizando en silencio por la escala hasta llegar al rellano, que estaba a oscuras. Había una luz encendida en el recibidor, en la misma entrada, y proyectaba una serie de extrañas sombras, amarillas y tenues, en las paredes del rellano. Me acerqué hasta la baranda y miré por encima. No podía distinguir nada. Los ruidos habían cesado. Olí el aire.
Se percibía el olor a alcohol mezclado con humo del pub. Debía de ser mi padre. Me sentí aliviado. En ese instante lo oí salir del salón. Un sonido arrollador surgió tras de él, como un océano rugiente. Estaba tambaleándose, dándose contra las paredes y tropezando en las escaleras. Lo oí respirar pesadamente y farfullar algo. Me quedé escuchando, dejando que el olor y el sonido llegaran a mí. Me erguí y fui calmándome gradualmente. Oí cómo mi padre llegaba al primer rellano, donde estaba el teléfono. Después se oyeron pasos vacilantes.
—¡Frang! —gritó. Yo me quedé inmóvil, sin decir nada. Puro instinto, supongo, o un hábito aprendido de las innumerables veces que había fingido no estar donde realmente estaba, y de escuchar a la gente cuando cree estar sola. Respiré tranquilo.
—¡Frang! —volvió a gritar. Yo me dispuse a regresar al desván, girando sobre la punta de los pies y evitando los lugares en donde crujía el suelo de madera. Mi padre aporreó la puerta del cuarto de baño del primer piso y a continuación soltó una imprecación cuando se dio cuenta de que estaba abierta.
Oí cómo empezaba a subir las escaleras, hacia mí. Sus pasos resonaban, irregularmente, y gruñó al tropezar contra la pared y golpearse. Yo subí sigilosamente la escala de mano y con un impulso me encontré tendido en el suelo desnudo del desván, donde me quedé tal como estaba, con la cabeza a un metro, o así, de la trampilla abierta, apoyado con las manos en los ladrillos desnudos, preparado para agacharme bajo el cañón de la chimenea si mi padre intentaba echarle un vistazo al desván desde la trampilla. Parpadeé. Mi padre aporreó la puerta de mi habitación. La abrió.
—¡Frang! —gritó de nuevo. Y a continuación se oyó—: Ah… joder…
Mi corazón dio un salto mientras seguía tendido allí. Jamás en la vida le había oído soltar una palabrota como aquella. Sonaba obscena en su boca, no como algo ocasional como cuando Eric o Jamie lo decían. Le oía respirar allá abajo de la trampilla, por donde su olor ascendía hasta mí: whisky y tabaco.
De nuevo el sonido de los pasos vacilantes hasta el rellano de la escalera y la puerta de su dormitorio, que se cerró de un portazo. Volví a respirar y entonces me di cuenta que había estado aguantando la respiración. El corazón me palpitaba a punto de saltarme del pecho y casi me sorprendió que mi padre no lo hubiera oído retumbar a través de los paneles de madera encima de él. Esperé un rato, pero no oí nada más, tan solo aquel sonido distante que venía del salón. Era como si se hubiera dejado el televisor encendido mientras cambiaba de canal.
Me quedé allí tendido, le concedí cinco minutos, y después me levanté lentamente, me sacudí la ropa, me metí la camisa en los pantalones, recogí la bolsa en la oscuridad, me encajé el tirachinas eri el cinturón, tanteé el suelo en busca de mi chaleco y lo encontré; entonces con todo mi equipo a punto me deslicé por la escala hasta el rellano, lo crucé y bajé silenciosamente las escaleras.
En el salón el televisor destellaba su colorido siseo a una habitación vacía. Me acerqué y la apagué. Me di la vuelta para marcharme y entonces vi la chaqueta de tweed de mi padre tirada y arrugada en un sillón. La recogí y tintineó. Palpé los bolsillos con la nariz apretada ante el olor a alcohol y tabaco que despedía. Mi mano se cerró alrededor de un montón de llaves.
Las saqué del bolsillo y me quedé mirándolas. Estaba la llave de la puerta principal, la de la puerta de atrás, la de la bodega, la del cobertizo, un par de llaves más pequeñas que no reconocí, y otra llave, una llave que abría una de las habitaciones de la casa, como la llave de mi dormitorio, pero con los dientes diferentes. Sentí que la boca se me secaba y noté cómo la mano empezaba a temblarme. El sudor brillaba en mi mano y de repente comenzaron a formarse gotitas en las líneas de la palma. Podría ser la llave de su dormitorio o…
Subí corriendo los escalones, de tres en tres, rompiendo únicamente el ritmo en los tramos que sabía que crujían. Llegué al primer piso y pasé de largo el despacho para seguir subiendo hasta el dormitorio de mi padre. La puerta estaba entreabierta y la llave en la cerradura. Podía oír los ronquidos de mi padre. Cerré la puerta con cuidado y corrí abajo hacia el despacho. Metí la llave en la cerradura y dio una vuelta con engrasada facilidad. Me quedé quieto un par de segundos, giré el picaporte y abrí la puerta.
Encendí la luz. El despacho.
Estaba atestado y desordenado, el ambiente sobrecargado y caliente. La luz en mitad del techo no tenía pantalla y era muy brillante. Había dos mesas, un escritorio y un catre con un montón de sábanas retorcidas tiradas encima. Había una estantería, dos mesas grandes unidas llenas de variadas botellas y componentes de experimentación química; tubos de ensayo y frascos y un condensador en espiral que desaguaba en un fregadero en una esquina. El sitio olía a algo parecido al amoniaco. Me di la vuelta, saqué la cabeza al pasillo, escuché atentamente, y oí el sonido distante de un ronquido; a continuación cogí la llave y cerré la puerta, encerrándome por dentro y dejando la llave puesta.
Fue al volverme tras cerrar la puerta cuando lo vi. Un frasco de muestras que estaba colocado encima del escritorio situado justamente al lado de la puerta y que siempre quedaría escondido a la vista desde el pasillo cuando estaba abierta. El frasco estaba lleno de un líquido transparente: supuse que sería alcohol. En el alcohol flotaban unos pequeños genitales masculinos desgarrados.