Me quedé mirándolos, con la mano aún aferrada a la llave que estaba girando, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Sentí algo en mi garganta, algo muy dentro de mí, y los ojos y la nariz parecían congestionarse por momentos, a punto de estallar. Me quedé inmóvil y lloré dejando que las lágrimas me resbalaran por las mejillas y me llenaran la boca con su sabor a sal. Me puse a moquear y sorbí y resoplé y sentí que me faltaba aire en el pecho y que la mandíbula me temblaba descontroladamente. Me olvidé completamente de Eric y de mi padre, me olvidé de todo excepto de mí y de lo que había perdido.
Me llevó un rato recobrar el ánimo y no lo conseguí enfadándome conmigo mismo ni convenciéndome de que no debía actuar como una niña tonta, sino calmándome del modo más natural y distendido posible hasta que un cierto peso se descargó de mi cabeza y fue a asentarse en mi estómago. Me enjugué las lágrimas con la camisa y me soné los mocos tranquilamente. A continuación empecé a rebuscar metódicamente por toda la habitación ignorando aquel frasco que estaba sobre el escritorio. Quizá no había más secreto que aquel, pero quería estar seguro.
La mayoría de las cosas eran trastos inservibles. Trastos y productos químicos. Los cajones de la mesa y del escritorio estaban llenos de viejas fotografías y papeles. Había antiguas cartas, billetes y facturas de otro tiempo, escrituras y formularios y pólizas de seguros (ninguna que me concerniera y todas expiradas hacía mucho tiempo), páginas de un cuento o de una novela, plagada de correcciones, que alguien había estado escribiendo en una vieja máquina de escribir y que seguía siendo horrible (algo relacionado con hippies en una comuna en mitad del desierto que establecen contacto con extraterrestres); había algunos pisapapeles de cristal, unos guantes, unas insignias psicodélicas, unos viejos singles de los Beatles, unos ejemplares de Oz y de IT, unas plumas secas y lápices rotos. Basura, nada más que basura.
Entonces llegué a la parte del escritorio que estaba cerrada: era una sección que el escritorio ocultaba con su cierre de persiana, justo abajo, y tenía una cerradura en el borde superior. Saqué las llaves de la cerradura y, para mi sorpresa, una de las llaves encajaba. La compuerta se abrió hacia abajo, saqué el conjunto de cuatro pequeños cajones que había detrás y los coloqué sobre la mesa de trabajo del escritorio.
Me quedé mirando el contenido hasta que las piernas empezaron a temblarme y tuve que sentarme en la pequeña banqueta que estaba medio oculta bajo el escritorio. Dejé caer la cabeza hasta las manos y empecé a temblar de nuevo. ¿Qué más tendría que soportar aquella noche?
Metí las manos en uno de aquellos pequeños cajones y saqué una caja azul de tampones. Con dedos temblorosos extraje la otra caja del cajón. Llevaba una etiqueta que ponía «Hormonas masculinas». Dentro había cajitas más pequeñas, y en cada una de ellas había una fecha escrita con bolígrafo negro. La última fecha expiraba en seis meses. En otra caja de un cajón diferente ponía «KBr»,y aquellas siglas me sonaban a algo, pero no podía decir a qué. Los dos cajones restantes contenían rollos apretados de billetes de cinco y diez libras y bolsitas de plástico con pequeños trozos de papel en su interior. Pero ya no me quedaba valor para tratar de averiguar de qué podía tratarse aquello; mi cabeza estaba ocupada con una idea estremecedora que acababa de considerar. Me quedé allí sentado, mirando todo aquello fijamente, con la boca abierta y pensando. No levanté la vista hasta el frasco.
Pensé en aquel rostro delicado y en aquellos brazos casi sin vello. Intenté pensar si había visto alguna vez a mi padre desnudo hasta la cintura, pero no recordaba nada parecido en toda mi vida. El secreto. No podía ser. Sacudí la cabeza pero no podía apartar aquella idea. Angus. Agnes. Tan solo contaba con su palabra para certificar todo lo que había ocurrido. No tenía idea de hasta qué punto se podía confiar en la señora Clamp, ni de qué tipo de información tenían el uno del otro. Pero… ¡No podía ser! ¡Era algo tan monstruoso, tan espeluznante! Me levanté de un salto dejando que la silla cayera de espaldas y golpeara contra el suelo enmaderado. Agarré la caja de tampones y las hormonas, con las llaves abrí la puerta que había cerrado por dentro y salí como una furia escaleras arriba metiéndome las llaves en un bolsillo y desenvainando mi cuchillo de su funda. «Te las verás con Frank», mascullé con rabia.
Irrumpí en el dormitorio de mi padre y encendí la luz. Estaba tendido en la cama con la ropa puesta. Tenía un pie descalzo y el zapato estaba caído en el suelo bajo su pie, que colgaba al borde de la cama. Estaba boca arriba, roncando. Se removió y se puso un brazo sobre la cara, apartándose de la luz. Me fui hacia él, le agarré el brazo y le di dos bofetones en la cara, con ganas. Sacudió la cabeza y pegó un grito. Abrió un ojo y después el otro. Llevé el cuchillo frente a sus ojos y observé cómo trataba de enfocarlos en la hoja con la imprecisión de un borracho. El olor a alcohol que despedía era asqueroso.
—¿Frang? —pronunció débilmente. Entonces acerqué el cuchillo a su cara dejando el filo casi tocando el puente de su nariz.
—Eres despreciable —le solté en la cara—. ¿Qué coño es esto? —le dije mientras con la otra mano le mostraba los tampones y las hormonas. Profirió un gemido y cerró los ojos—. ¡Dímelo! —le grité volviendo a abofetearle con el dorso de la mano en la que sostenía e! cuchillo. Intentó escabullirse rodando por la cama, bajo la ventana abierta, pero lo agarré a tiempo apartándolo de aquella noche caliente y silenciosa que se veía afuera.
—No, Frang, no —dijo él meneando la cabeza y tratando de apartar mis manos. Dejé caer las cajas y lo agarré por un brazo con fuerza. Lo acerqué hacia mí y le puse el cuchillo en la garganta.
—Me lo vas a decir o te juro por Dios que… —dejé que las palabras se quedaran en el aire. Le solté el brazo y llevé las manos hasta sus pantalones. De un tirón le arranqué el cinturón de las trabillas de tela alrededor de su cintura. Intentó detenerme con torpes aspavientos pero le aparté las manos de un golpe y le pinché la garganta con el cuchillo. Le desabroché el cinturón y le bajé la cremallera sin quitarle la vista de encima, tratando de no imaginar lo que podría encontrar, lo que podría no encontrar. Le desabroché el botón que tenía encima de la cremallera. Le abrí los pantalones y le levanté la camisa. Tendido en la cama, me miró con ojos enrojecidos y brillantes y sacudió la cabeza.
—¿Qué vas’ hacer, Frangie?…siento, de veras que lo siento. Era na más qu’un experimento. Solo un experimen… No me hagas nada, por favor, Frangie… Por favor…
—¡Eres una puta, una mala puta! —le dije, sintiendo que empezaban a empañárseme los ojos y a flaquearme la voz. De un tirón, con rencor, le bajé los pantalones a él/ella.
Algo gritó afuera, en la noche que entraba por la ventana. Me quedé mirando la polla y los huevos de mi padre, rodeados de pelo oscuro, grandes, de aspecto grasiento, y algo animal, allí afuera, en el paisaje de la isla, gritó. Las piernas de mi padre temblaban. Entonces apareció una luz, naranja y ondulante, donde no debería haber ninguna luz, allí afuera, sobre las dunas, y se oyeron más alaridos.
—Por el amor de Dios, ¿qué es eso? —resopló mi padre volviendo su cabeza temblorosa hacia la ventana. Yo me levanté, rodeé el pie de la cama y observé por la ventana. Los horribles sonidos y la luz en el extremo de las dunas parecían acercarse. La luz aparecía rodeada de un halo sobre la duna grande que hay detrás de la casa, donde están los Territorios de la Calavera; centelleaba destellos amarillos con jirones de humo. El sonido era el que haría un perro en llamas, pero amplificado, repetido una y otra vez, y con un tono distinto. La luz se fue haciendo más intensa y algo vino corriendo por la cima de la gran duna, algo en llamas, gritando y corriendo por la ladera que da al mar en la duna de los Territorios de la Calavera. Era una oveja y venía seguida por otras. Primero otras dos, y después media docena de animales aparecieron en estampida sobre la hierba y la arena. En unos segundos la ladera se vio cubierta de ovejas ardiendo, con el vellón en llamas, balando salvajemente y corriendo ladera abajo, prendiendo la hierba y los matojos que crecían entre la arena y dejándolos ardiendo en su flamígera estela.