Una vez, muy al sur, más allá incluso de la casa nueva, salí un día a construir unas presas entre la arena y los charcos de agua que se forman en las rocas que hay en esa parte de la costa. Era un día perfecto, calmado y luminoso. No había una línea que separara el mar y el cielo, y cualquier humareda ascendía en línea recta. El mar estaba en calma.
En los terrenos que se veían a lo lejos aparecían unos prados en la suave pendiente de una ladera. En uno de los prados había unas cuantas vacas y dos caballos marrones. Mientras estaba dedicado a la construcción apareció cruzando el prado una camioneta tirando de un remolque para transportar animales. Se paró en el portón de entrada del cercado, dio la vuelta y se quedó de espaldas a mí. Yo observaba con los prismáticos todo aquello que ocurría como a una milla y media. Dos hombres salieron. Abrieron la puerta trasera del remolque y sacaron una plataforma que servía de rampa hacia el interior. A los lados de la rampa colocaron unas vallas protectoras de tablas de madera. Los dos caballos se acercaron a husmear.
Me quedé en aquel charco entre las rocas, con mis botas de goma metidas en el agua, proyectando una sombra acuosa en la superficie. Los hombres se internaron en el prado y sacaron a uno de los caballos con una soga alrededor del cuello. El caballo salió sin protestar, pero cuando los hombres intentaron que subiera la rampa para meterlo en el remolque, entre las dos barandas de tablas de madera, se arrepintió y se negó a entrar, retrocediendo. El otro caballo empujaba la valla cerca de él. En aquel aire en calma sus relinchos me llegaron con unos segundos de retraso. El caballo no quería entrar. Algunas vacas que estaban en el prado levantaron la vista y después siguieron pastando.
Débiles olas, como transparentes arrugas de luz, inundaban la arena, las rocas y la maleza que me rodeaba, solapándose suavemente. Un pájaro cantó en aquella quietud. Los hombres trasladaron la camioneta un poco más lejos y llevaron allí al caballo, hasta un pequeño sendero que salía del camino. El caballo que seguía en el prado relinchaba y se puso a trotar en un absurdo círculo. Empecé a sentir cansancio en los ojos y los brazos y miré a otro sitio, a la línea de colinas y montañas que se iban desvaneciendo bajo la refulgente luz del norte. Cuando volví la vista al prado ya habían conseguido meter al caballo en el remolque.
La camioneta partió y sus ruedas patinaron brevemente en la arena. El caballo que había quedado solo, confundido de nuevo, comenzó a galopar de un extremo al otro del cercado, al principio siguiendo la camioneta, después no. Uno de los hombres se había quedado con él en el prado y, cuando la camioneta desapareció tras la ceja del monte, calmó al animal.
Más tarde, cuando volvía a casa, pasé junto al prado donde estaba el caballo, que pastaba tranquilamente en la hierba.
Estoy sentado en la duna que hay detrás del Bunker, en el fresco y la brisa de esta mañana de domingo, y recuerdo haber soñado anoche con el caballo.
Después de que mi padre me contara lo que tenía que contarme, de que yo pasara de la incredulidad y la ira a la estupefacta aceptación de lo que oía, y después de dar ambos una vuelta por los alrededores del jardín llamando a Eric, arreglando algunos desperfectos lo mejor que pudimos y de apagar los últimos rescoldos que quedaban, después de atrancar la puerta del sótano y volver a la casa, y de que él me dijera por qué había hecho lo que había hecho, nos fuimos a acostar. Yo cerré por dentro la puerta de mi dormitorio y estoy casi seguro de que él hizo lo mismo. Dormí, tuve un sueño en el que reviví aquella tarde de los caballos, me desperté temprano y salí en busca de Eric. Cuando salía vi a Diggs caminando por el sendero hacia la casa. Mi padre tenía mucho que contarle. Les dejé con sus cosas.
El tiempo se había aclarado. No había tormenta, ni truenos ni rayos, tan solo un viento que venía del este barriendo todas las nubes hacia el mar, y llevándose consigo lo peor del calor. Fue como un milagro, aunque lo más probable es que se tratara de un simple anticiclón sobre Noruega. Así que amaneció un día luminoso, claro y fresco.
Encontré a Eric tendido sobre la duna que hay encima del Bunker, dormido, con la cabeza entre las hierbas ondulantes, encogido como un niño pequeño. Me acerqué a él y me senté a su lado un rato; después pronuncié su nombre y le sacudí levemente el hombro. Él se despertó, me miró y sonrió.
—Hola Eric —le dije. Alzó una mano y la cerró. Meneó la cabeza de arriba abajo sin dejar de sonreír. Entonces cambió de posición y colocó su cabeza rizada sobre mi regazo, cerró los ojos y se durmió.
No soy Francis Leslie Cauldhame. Soy Francés Lesley Cauldlame. En eso se resume todo. Los tampones y las hormonas eran para mí.
Lo de vestir a Eric con ropa de niña por parte de mi padre no fue más que, como se confirmaría con el tiempo, un ensayo para lo que me esperaba a mí. Cuando el Viejo Saúl me atacó, mi padre vio aquello como la oportunidad ideal para realizar un pequeño experimento y como un modo de disminuir —quizá de eliminar por completo— la influencia de la hembra a su alrededor mientras yo crecía. Así que empezó a darme dosis de hormonas masculinas, y así ha seguido desde entonces. Por eso él siempre se ha encargado de preparar las comidas y por eso siempre pensé que lo que era el muñón de un pene era en realidad un clítoris agrandado. De ahí la barba, la ausencia de regla y todo lo demás.
Pero durante los últimos años tenía a mano las tampones sn caso de que mis propias hormonas llegaran a sobreponerse a las que él me metía en el cuerpo. Tenía el bromuro para evitar que el exceso de andrógenos me subiera la libido. Modeló unos genitales masculinos con la misma cera que encontré bajo las escaleras y con la que fabriqué mis velas. Si algún día yo llegaba a plantearle la situación de si estaba realmente castrado me enseñaría el frasco de muestras. Más pruebas; más mentiras. Hasta lo de los pedos era un engaño; hacía muchos años que era amigo de Duncan, el camarero, y le compraba bebida a cambio de una llamada informativa acerca de lo que yo había estado bebiendo en el pub. Incluso ahora no puedo estar seguro de que me haya contado toda la verdad, aunque parecía estar dominado por el ansia de confesarlo todo, y sus ojos estaban anoche inundados de lágrimas.
Cuando vuelvo a pensarlo, siento un nudo de rabia atenazándome el estómago, pero trato de evitarlo. Tras contarme todo y convencerme me entraron ganas de matarlo en ese mismo momento, allí mismo, en la cocina. Una parte de mí quería creer que se trataba de su última mentira, pero lo cierto es que sé que es verdad. Soy una mujer. Muslos con estrías, los labios exteriores un poco abultados, y soy consciente de que nunca seré atractiva, pero según papá soy una mujer normal, capaz de mantener relaciones sexuales y de dar a luz (la idea de ambas cosas me da escalofríos).
Miro hacia el mar fulgurante de luz mientras la cabeza de Eric descansa sobre mi regazo y vuelvo a pensar en aquel pobre caballo.
No sé lo que voy a hacer. No puedo quedarme aquí y me asusta la idea de irme a otro lugar. Pero supongo que tendré que marcharme. Qué rollo. Quizá consideraría la posibilidad del suicidio si no fuera porque algunos de mis parientes me lo han puesto difícil para superarlos.
Bajo la vista hacia la cabeza de Eric: tranquilo, sucio, dormido. Su rostro se ve calmado. No siente dolor.
Me quedé un rato observando cómo las pequeñas olas llegaban hasta la playa. En el mar, en esa lente de agua doblemente ondulada y bamboleante que envuelve la tierra, veo ahora un desierto combado cuando hace un rato lo veía tan plano como un lago salado. La geografía es diferente en todas partes; el mar se ondula; se mece y se abomba, se repliega en ondulaciones bajo refrescantes brisas, se amontona en repechos bajo los recios vientos alisios para retroceder finalmente coronado de blanco y azotado por rachas de viento en cadenas montañosas que se mueven en círculos embestidas por el viento que empuja la tormenta.