Los primeros conejos aturdidos comenzaron a salir; dos de ellos sangraban por el hocico y, aunque no parecían estar heridos, iban tambaleándose, casi cayéndose. Apreté la botella de plástico y les rocié con un chorro de gasolina que hice pasar por la llama del mechero, mantenida a cierta distancia mediante una varilla de aluminio para sostener tiendas de campaña. La gasolina se inflamó en una llamarada al pasar por encima del mechero encendido, bramó en el aire y cayó entre destellos por encima y alrededor de los conejos. El fuego prendió en los conejos, que salieron corriendo envueltos en llamas, tropezándose y cayendo. Miré alrededor por si había otros, mientras los dos primeros desprendían llamaradas cerca del centro de los Territorios, y caían finalmente sobre la hierba, con los miembros rígidos pero retorciéndose, chisporroteando con el viento. Una pequeña llama centelleó alrededor de la boquilla de mi lanzallamas; la expulsé apretando la botella. Apareció otro pequeño conejo. Lo alcancé con el chorro de llamas y se fue zigzagueando hasta que lo perdí de vista en dirección al arroyo que hay al lado de la colina en donde me atacó el macho salvaje. Rebusqué en la Mochila de Guerra y saqué la pistola de aire comprimido, la amartillé y disparé en un solo movimiento. Fallé el disparo y el conejo siguió dejando un rastro de humo alrededor de la colina.
Me cargué a otros tres conejos con el lanzallamas antes de guardarlo en la bolsa. Lo último que hice fue dirigir la llamarada de gasolina al macho, que seguía sentado, relleno, muerto, y rezumando sangre a la entrada de los Territorios. Las llamas cayeron a su alrededor de manera que el enorme conejo desapareció entre jirones de humo negro y llamaradas naranjas. Tras unos segundos se prendió la mecha y aquella bola de fuego hizo explosión lanzando algo negro y humeante por el aire del atardecer y esparciendo toda clase de restos por los Territorios. La explosión, mucho mayor que las de las madrigueras, y sin nada que amortiguara el sonido, se expandió por las dunas como un latigazo, me dejó un pitido en los oídos y hasta me levantó del suelo.
Lo que quedó del macho aterrizó lejos, detrás de mí. Seguí el olor a chamusquina hasta encontrarlo. No quedaba prácticamente más que la cabeza, una pegajosa tira de la columna y las costillas y como la mitad de la piel. Rechiné los dientes y recogí los restos humeantes, me los llevé hasta los Territorios, y los lancé allí desde lo alto del terraplén.
Me quedé quieto bajo los últimos rayos de sol, cálidos y amarillentos a mi alrededor, con un hedor a carne y hierba quemada en el aire, con el humo elevándose desde madrigueras y cadáveres, gris y negro, con el dulce olor de la gasolina desparramada sin quemar que provenía de donde había dejado el lanzallamas, y respiré hondo.
Con la gasolina que quedaba rocié el tirachinas y la botella usada del lanzallamas que estaban sobre la arena y les prendí fuego. Me senté con las piernas cruzadas junto a las llamas, mirándolas fijamente con el viento a mi favor hasta que aquello se extinguió y tan solo quedó la estructura metálica del Destructor Negro. Después recogí aquel esqueleto requemado y lo enterré en donde había sido vencido, al pie de la colina. Ahora tendría un nombre. La colina del Destructor Negro.
Había fuego por todas partes; la hierba era demasiado verde y húmeda para prenderse. No es que me importara que todo hubiera salido ardiendo. Pensé en prenderle fuego a las retamas, pero cuando les salen las flores se ponen preciosas y además huelen mejor frescas que quemadas, así que no lo hice. Ya había causado suficiente caos en un solo día. El tirachinas había sido vengado, el macho —o lo que fuera, quizá su espíritu— había sido deshonrado y degradado, le había dado una buena lección, y me sentía orgulloso de ello. Si la escopeta hubiera escapado sin que le entrara arena en el punto de mira ni en ningún otro sitio difícil de limpiar, casi habría valido la pena. El presupuesto de Defensa podría permitir la compra de otro tirachinas mañana mismo; la compra de mi ballesta se podría posponer otra semana más o menos.
Imbuido en aquella maravillosa sensación de hartazgo, fui metiendo mis cosas en la Mochila de Guerra y me fui a casa fatigado, pensado en todo lo que me había pasado por la cabeza, tratando de averiguar las causas y motivos, ver las lecciones que tenía que aprender, los signos que debía descifrar en todo aquello.
De camino a casa me encontré con el conejo que creía que había escapado tirado junto a la burbujeante agua dulce del arroyo; renegrido y contorsionado, agazapado e inmóvil en una extraña torsión, con sus secos ojos muertos mirándome fijamente al pasar, acusadores.
De una patada lo tiré al agua.
Mi otro tío muerto se llamaba Harmsworth Stove, un medio tío por parte de la madre de Eric. Era un hombre de negocios de Belfast, y él y su mujer se hicieron cargo de Eric durante casi cinco años, cuando mi hermano era un bebé. Harmsworth acabó suicidándose con una taladradora eléctrica y una broca de un cuarto de pulgada. Se la insertó por un lado del cráneo y, al ver que seguía vivo a pesar de sentir cierto dolor, cogió el coche y se fue a un hospital cercano, en donde acabó muriendo poco después. Puede que yo haya tenido algo que ver con esa muerte, pues ocurrió menos de un año después de perder a su única hija, Esmerelda. Aunque no lo sabían —como no lo sabía nadie—, ella fue una de mis víctimas.
Aquella noche me quedé en la cama esperando que volviera mi padre y que sonara el teléfono mientras pensaba sobre lo ocurrido. Quizá el gran macho era un conejo de fuera de los Territorios, una bestia salvaje que llegó a las conejeras desde otro lugar para aterrorizar a los habitantes de aquel paraje y convertirse en el único jefe, sin saber que moriría en un encuentro con un ser superior al cual no podía llegar a imaginar.
En cualquier caso, era una Señal. De eso estaba seguro. Todo aquel episodio preñado de señales debía de significar algo. Mi respuesta instintiva consistiría en relacionarlo con el fuego que había presagiado la Fábrica, pero en el fondo yo estaba seguro de que eso no era todo, de que todavía no había pasado lo peor. La señal no se limitaba únicamente a la inesperada ferocidad del macho que había matado; también estaba en mi furibunda y casi impensable reacción y en el destino de los pobres conejos inocentes que mi ira se llevó por delante.
Pero si tenía algún significado en el presente, también lo tenía en el pasado. La primera vez que asesiné fue para ver cómo unos conejos acababan muriendo achicharrados, y aquella muerte flameante causada por la boquilla de mi lanzallamas era virtualmente idéntica a la que había provocado para vengarme de las conejeras. Eran demasiadas coincidencias, demasiado parecidas y perfectas. Los acontecimientos se estaban desarrollando peor y más rápidamente de lo que esperaba. Los Territorios del Conejo —ese coto de caza supuestamente idílico— habían demostrado lo que podía pasar.
Y pasando de lo particular a lo universal hay que reconocer que las repeticiones siempre acaban convirtiéndose en una verdad, y que la Fábrica me había enseñado a prestarles atención y a respetarlas.
Aquella primera vez que maté lo hice por lo que mi primo Blyth Cauldhame le hizo a nuestros conejos, a los de Eric y a los míos. Eric fue quien inventó el lanzallamas y fue mi primo, que había venido con sus padres a pasar el fin de semana con nosotros acompañado de sus padres, quien entró en nuestro cobertizo de las bicicletas (ahora mi cobertizo) y decidió que sería divertido montar en la bici de Eric por el barro blando que hay al final de la isla. Y así lo hizo mientras Eric y yo estábamos volando cometas. Después volvió y llenó el lanzallamas con gasolina. Se sentó en el patio trasero, a resguardo de las ventanas del salón (en donde estaban sus padres y mi padre), junto a la ropa tendida que se agitaba con la brisa, encendió el lanzallamas y roció nuestras dos jaulas de conejos con llamas, incinerando nuestros animalitos.