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Obtener la licencia de exportación de la obra maestra no había resultado difícil, ya que pocas instituciones o museos estaban en condiciones de reunir los sesenta millones de dólares necesarios para impedir que el cuadro saliera del país, sobre todo después de que las National Galleries de Escocia no pudieran conseguir los siete millones y medio de libras para evitar que el estudio de una Mujer de luto, de Miguel Ángel, abandonase las islas y pasara a formar parte de una colección privada de Estados Unidos.

El día anterior el señor Andrews, el mayordomo de Wentworth Hall, telefoneó para comunicarle que por la mañana el cuadro estaría a punto para que lo recogiese. Ruth organizó todo para que una de sus camionetas de máxima seguridad se presentase en la mansión a las ocho en punto y poco después de las diez deambulaba de un lado a otro de la pista, a la espera de que el vehículo hiciese acto de presencia.

Una vez descargado el cuadro, Ruth supervisó hasta el último detalle del embalaje y de su envío seguro a Nueva York, tarea que normalmente habría delegado. Vigiló al embalador jefe mientras envolvía la obra en papel transparente libre de ácidos y la introducía en la caja forrada de espuma que había construido durante la noche para que estuviese listo a tiempo. Luego colocó los pernos de sujeción para evitar que alguien la abriese si no disponía de herramientas especiales. En el exterior colocó indicadores especiales que se teñirían de rojo en el caso de que alguien intentara abrirla durante el vuelo. El embalador jefe escribió la palabra «frágil» a uno y otro lado del embalaje y anotó el número 47 en cada una de las cuatro esquinas. El agente de aduanas frunció las cejas al ver los documentos de embarque pero, dado que la caja tenía la preceptiva licencia de exportación, no pudo decir ni mu.

Ruth condujo hasta el 747 que esperaba y vio que el embalaje rojo desaparecía en el interior de la inmensa bodega. No volvió a su despacho hasta que comprobó que la pesada puerta estaba cerrada a cal y canto. Miró la hora y sonrió. El avión había despegado a las 13.40.

Se puso a pensar en el cuadro que esa noche llegaría, procedente del Rijksmuseum de Amsterdam, para formar parte de la exposición sobre las mujeres de Rembrandt que organizaba la Royal Academy. Ante todo tenía que llamar a Fenston Finance para comunicar que el Van Gogh estaba de camino.

Marcó el número de Anna en Nueva York y se preparó para oír su voz cuando cogiese el teléfono.

10

Se oyó una sonora explosión y el edificio empezó a balancearse.

Anna se vio arrojada al otro extremo del pasillo y acabó tumbada en la moqueta, como si un peso pesado la hubiese noqueado. Las puertas del ascensor se abrieron y vio que, en busca de oxígeno, una bola de fuego salía disparada por el hueco. La ráfaga ardiente le golpeó el rostro como si alguien hubiese abierto la puerta de un horno. Atontada, Anna permaneció tumbada en el suelo.

Lo primero que pensó fue que un rayo había alcanzado el edificio, pero descartó la idea en el acto porque en el cielo no había una sola nube. Se impuso un silencio tan sobrecogedor que Anna se preguntó si se había quedado sorda. No tardó en percibir exclamaciones de sorpresa mientras ante sus ojos, al otro lado de las ventanas, volaban grandes trozos de cristal serrado y retorcidos muebles metálicos de oficina.

A continuación Anna pensó que había estallado otra bomba. Los que habían estado en el edificio en 1993 referían anécdotas de lo que les había ocurrido aquella tarde terriblemente fría de febrero. Algunas historias eran apócrifas y otras pura invención, si bien los hechos resultaban bastante sencillos. Habían aparcado un camión lleno de explosivos en el garaje subterráneo del edificio. Cuando estalló, murieron seis personas y hubo más de mil heridos. Desaparecieron cinco plantas subterráneas y los servicios de emergencia necesitaron varias horas para evacuar el edificio. Desde entonces, todos los que trabajaban en el World Trade Center estaban obligados a participar regularmente en simulacros de incendio. Anna intentó recordar lo que tenía que hacer ante una emergencia de esas características.

Recordó las instrucciones claramente impresas en rojo en la puerta de salida al hueco de la escalera de cada planta: «En caso de emergencia no vuelva a su escritorio ni use el ascensor. Proceda a salir por la escalera más próxima». En primer lugar, tenía que averiguar si estaba en condiciones de ponerse de pie, ya que una parte del techo se había desplomado sobre ella y el edificio no había dejado de oscilar. Intentó incorporarse y, pese a que tenía unos cuantos golpes y cortes en distintos lugares, tuvo la impresión de que no se había roto nada. Se estiró unos segundos, como siempre hacía antes de iniciar una carrera larga.

Anna abandonó lo que quedaba de la caja de cartón y avanzó dando tumbos hacia la escalera C, situada en el centro del edificio. Algunos compañeros comenzaron a recuperarse de la sorpresa inicial y uno o dos se acercaron a sus escritorios para recoger objetos personales.

Mientras caminaba por el pasillo, Anna oyó una serie de preguntas para las que no tuvo respuesta.

– ¿Qué tenemos que hacer? -quiso saber una secretaria.

– ¿Debemos subir o bajar? -inquirió una limpiadora.

– ¿Hay que esperar a que nos rescaten? -preguntó un encargado de comprar y vender bonos.

Se trataba de preguntas dirigidas al jefe de seguridad, pero Barry no estaba a la vista.

En cuanto llegó a la escalera, Anna se unió a un grupo de seres azorados, algunos enmudecidos y otros llorosos, que no sabían lo que debían hacer. Al parecer, nadie tenía ni la más remota idea de lo que había desencadenado la explosión ni los motivos por los que el edificio seguía meciéndose. Aunque varias luces de la escalera se habían apagado como velas, la tira fotoluminiscente que cubría el borde de cada escalón brillaba intensamente.

Algunos de los que la rodeaban intentaron contactar con el exterior gracias a los móviles, pero muy pocos lo consiguieron. Una chica que lo logró se puso a charlar con su novio y le explicó que el jefe le había dicho que podía volver a casa y tomarse el resto de la jornada libre. Un hombre transmitió a los que tenía cerca la conversación que sostenía con su esposa y anunció:

– Un avión ha chocado con la Torre Norte. -Varios preguntaron simultáneamente dónde se había producido la colisión. El hombre repitió la pregunta a su esposa y replicó-: Más arriba, en el piso noventa y pico.

– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó el jefe de contabilidad, que no se había movido del primer escalón.

El joven repitió la pregunta a su esposa y aguardó la respuesta.

– El alcalde ha pedido que abandonemos el edificio lo más rápido posible.

Al oírlo, todos los que se encontraban en la escalera iniciaron el descenso hacia la planta ochenta y dos. Anna miró hacia atrás a través de la puerta de cristal y se sorprendió al ver que muchas personas permanecían en sus escritorios, como si estuvieran en el teatro una vez que ha bajado el telón y optasen por esperar a que salieran los más apresurados.

Anna siguió el consejo del alcalde. Se dedicó a contar los escalones a medida que bajaba: dieciocho por planta, lo que, según sus cálculos, significaba un mínimo de mil quinientos para llegar al vestíbulo. La escalera se llenó cada vez más a medida que infinidad de personas abandonaban sus despachos y se sumaban en cada piso a la marea humana, por lo que parecía el metro atiborrado en la hora punta. La experta en arte se sorprendió por la serenidad con la que todos bajaban.

La escalera no tardó en dividirse en dos carriles, la vía lenta por el interior mientras los últimos modelos adelantaban por la rápida. Al igual que en cualquier autopista, no todos respetaban el código de circulación, de modo que de forma periódica el tráfico se paraba hasta reanudar una vez más la marcha a trancas y barrancas. Cada vez que llegaban a un nuevo tramo de escalera, alguien se detenía en el rellano mientras los demás continuaban rodando.