– Señora, póngase de pie y siga avanzando.
Anna se incorporó, caminó a trompicones y de pronto se dio cuenta de que los agentes a cargo de la evacuación no establecían contacto ocular con los que huían del edificio ni intentaban responder a preguntas individuales. Llegó a la conclusión de que actuaban así porque, de lo contrario, el desalojo se volvería más lento y frenaría el avance de los que todavía intentaban abandonar la torre.
Al pasar frente a la librería Borders, Anna vio que en el escaparate exhibían Valhalla Rising, el éxito de ventas número uno.
– Señora, no deje de moverse -repitió una voz con tono casi ensordecedor.
– ¿Adónde quiere que vaya? -preguntó desesperada.
– A donde quiera, pero no deje de moverse.
– ¿En qué dirección?
– Da igual, siempre y cuando se aleje todo lo que pueda de la torre.
Anna escupió restos de vómito y siguió alejándose del edificio.
Llegó a la entrada de la plaza y se topó con camiones de bomberos y ambulancias que se ocupaban de los heridos que estaban en condiciones de caminar y los que, lisa y llanamente, no podían dar un paso más. No les hizo perder un segundo. Finalmente llegó a la calle, levantó la cabeza y vio un letrero con una flecha cubierta de mugre negra. Apenas distinguió la palabra «ayuntamiento». Por primera vez empezó a correr. Corrió a toda velocidad y adelantó a varios de los que habían salido antes de los pisos inferiores. A continuación percibió a sus espaldas otro ruido desconocido. Se semejó a un trueno y a cada segundo que pasó pareció volverse más intenso. No quería mirar hacia atrás, pero lo hizo.
Quedó horrorizada al ver que, como si fuera de bambú, la Torre Sur se desplomaba ante sus ojos. En cuestión de segundos los restos del edificio cayeron estrepitosamente al suelo, levantaron polvo y cascajos que subieron hacia el cielo como un hongo, provocaron una densa montaña de llamas y vapores que durante unos segundos permanecieron en suspensión y que por último avanzaron indiscriminadamente por las calles atestadas, envolviendo a todo y a todos los que se interpusieron en su camino.
Aunque supo que era inútil, Anna echó a correr como nunca antes lo había hecho. Estaba convencida de que en cuestión de segundos esa serpiente gris e implacable la alcanzaría y asfixiaría su avance. No tuvo la menor duda de que estaba a punto de morir. Solo albergó la esperanza de que fuera rápido.
Desde la seguridad de un despacho de Wall Street, Fenston contempló el World Trade Center.
Con toda la incredulidad del mundo vio que un segundo avión se dirigía en línea recta hacia la Torre Sur.
Mientras la inmensa mayoría de los neoyorquinos se preocupaban por cómo podían ayudar a sus amigos, parientes y colegas en esa trágica situación y los demás se planteaban qué representaba para Estados Unidos, Fenston solo pensaba en una cosa.
El presidente y Leapman habían llegado a Wall Street para celebrar una reunión con un futuro cliente y segundos después el primer avión chocó con la Torre Norte. Fenston faltó a la cita y pasó la siguiente hora en un teléfono público del pasillo. Intentó ponerse en contacto con alguien del despacho, le daba igual con quien fuese, pero nadie respondió a sus llamadas. A otras personas les habría gustado usar el teléfono, pero Fenston no cedió. Leapman hizo lo propio desde su móvil.
Al oír la segunda explosión, Fenston dejó el teléfono colgando y corrió a la ventana. Leapman se reunió rápidamente con él. Ambos permanecieron en silencio y vieron cómo se desplomaba la Torre Sur.
– No tardará en ocurrir lo mismo con la Torre Norte -auguró Fenston.
– En ese caso, podemos dar por supuesto que Petrescu no sobrevivirá -dijo Leapman con tono realista.
– Petrescu me importa un bledo -replicó Fenston-. Si la Torre Norte cae perderé mi Monet, que no está asegurado.
12
Anna echó a correr sin parar y, a cada paso que dio, tuvo cada vez más conciencia de que a su alrededor el silencio crecía a pasos agigantados. Los gritos cesaron y se dio cuenta de que sería la próxima. Experimentó la sensación de que a sus espaldas no había nadie y por primera vez en la vida deseó que alguien la adelantara, le daba igual quien fuese, para no sentirse como la última persona sobre la tierra. Comprendió lo que significaba ser perseguida por una avalancha que se desplazaba a una velocidad diez veces mayor que la que puede alcanzar un ser humano. Ese alud particular era negro.
Anna respiró hondo y obligó a su cuerpo a alcanzar velocidades que hasta entonces jamás había experimentado. Se levantó la blusa de seda blanca, que a esa altura se había vuelto negra y estaba empapada y arrugada, y la usó para taparse la boca segundos antes de que la atrapase la nube gris e implacable que lo abarcó todo.
Un siseo de aire incontrolado la impulsó hacia delante y la arrojó al suelo. A pesar de todo, hizo denodados esfuerzos por seguir avanzando. Había cubierto unos pocos metros cuando empezó a toser sin poder evitarlo. Dio tres zancadas y otras tres hasta que repentinamente su cabeza chocó con algo sólido. La doctora Petrescu apoyó la mano sobre una pared e intentó moverse a tientas. Se preguntó si se alejaba de la nube gris o se internaba en ella. Tenía ceniza, tierra y polvo en la boca, los ojos, las orejas, la nariz y el pelo, que además se le adherían a la piel. Tuvo la sensación de que estaba a punto de morir quemada. Pensó en las personas que había visto saltar de la torre porque pensaban que era una manera más fácil de morir. Comprendió sus sentimientos, pero no tenía edificio desde el que saltar, por lo que solo pudo preguntarse cuánto tiempo tardaría en asfixiarse. Dio el último paso, se arrodilló en el suelo y se puso a rezar.
Padre nuestro… Se sintió en paz y estaba a punto de cerrar los ojos y entregarse al sueño profundo cuando en medio de la nada avistó una luz intermitente… que estás en los cielos… Hizo un último esfuerzo por ponerse nuevamente de pie y dirigirse hacia la luz azul. Santificado sea tu nombre… pero el coche pasó de largo y nadie reparó en su quejumbroso grito de auxilio. Venga a nosotros tu reino… Anna cayó nuevamente y se cortó la rodilla con el borde de la acera. Hágase tu voluntad… pero no sintió nada. Así en la tierra como en el cielo… Con la mano derecha agarró el borde de la acera y consiguió avanzar unos centímetros. Estaba a punto de dejar de respirar cuando le pareció que tocaba algo calentito y se preguntó si estaba vivo.
– Socorro -murmuró débilmente y no esperó respuesta.
– Deme la mano -respondieron en el acto. El hombre la aferró con firmeza-. Intente ponerse de pie. -Anna logró incorporarse con la ayuda del desconocido-. ¿Ve aquel triángulo de luz? -preguntó la voz, pero Anna no vio hacia dónde apuntaba.
La experta en arte trazó un círculo completo y contempló trescientos sesenta grados de noche cerrada. De repente lanzó un chillido de alegría al detectar un rayo de sol que intentaba atravesar el grueso manto de la penumbra.
Anna cogió la mano del desconocido y juntos caminaron lentamente hacia la luz, que a cada paso se tornó más intensa, hasta que por fin abandonaron el infierno y entraron en Nueva York.
La experta en arte se volvió hacia la figura envuelta en ceniza gris que acababa de salvarle la vida. El uniforme estaba tan cubierto de tierra y polvo que, de no haber llevado la conocida gorra con visera y la placa, la doctora Petrescu no se habría enterado de que era policía. El hombre sonrió y en su cara aparecieron grietas, como si estuviera embadurnado en capas y más capas de maquillaje.