– Probablemente a la Casa Blanca -indicó la doctora Petrescu y levantó la cabeza al ver en la pantalla al presidente.
Bush habló desde la base de la fuerza aérea Barksdale, en Luisiana: «Que no se equivoquen, Estados Unidos perseguirá y castigará a los culpables de estos actos cobardes».
A continuación pasaron imágenes del segundo avión, el que chocó con la Torre Sur.
– ¡Dios mío! -exclamó Anna-. Ni se me ocurrió pensar en los pasajeros inocentes que viajaban en esos aviones. ¿Quién es responsable de esta atrocidad? -inquirió mientras Tina servía el café.
– El departamento de Estado se muestra muy cauteloso y los sospechosos habituales como Rusia, Corea del Norte, Irán e Irak se han apresurado a declarar que no han tenido nada que ver y se han comprometido a hacer cuanto esté en sus manos para dar con los culpables.
– ¿Qué dicen los periodistas, que no tienen motivos para mostrarse tan cautelosos?
– La CNN señala a Afganistán y, en concreto, a un grupo terrorista llamado al-Qaida… creo que se dice así, aunque me parece que jamás oí hablar de ellos -repuso Tina y se sentó frente a Anna.
– Creo que son un grupo de fanáticos religiosos, a los que, por lo que tengo entendido, solo les interesa tomar Arabia Saudí para apoderarse del petróleo.
Anna volvió a concentrarse en la tele y prestó atención al comentarista, que intentó imaginar lo que debieron de sentir los que estaban en la Torre Norte cuando colisionó el primer avión. A Anna le habría gustado decirle que incluso imaginarlo era imposible. Cien minutos se convirtieron en pocos segundos y los repitieron al infinito, como un anuncio archiconocido. Cuando vio por la televisión que la Torre Sur se desplomaba y el humo ascendía en espiral hacia el cielo, la experta en arte comenzó a toser sin poderse controlar y desparramó ceniza a su alrededor.
– ¿Estás bien? -preguntó Tina y se levantó de un salto.
– Sí, me recuperaré -contestó Anna y terminó el café-. ¿Me permites apagar la tele? Me parece que no estoy en condiciones de recordar constantemente lo que ha significado estar allí.
– Tienes toda la razón -confirmó Tina, cogió el mando a distancia y apagó el aparato, por lo que las imágenes desaparecieron de la pantalla.
– No hago más que pensar en los amigos que estaban en el edificio -reconoció Anna mientras Tina servía más café-. Me pregunto si Rebecca…
– No he sabido nada de ella. Barry es la única persona que, de momento, ha dado señales de vida.
– Claro, estoy segura de que Barry fue el primero en bajar la escalera y que pisoteó a cuantos se interpusieron en su camino. ¿A quién llamó Barry?
– A Fenston. Se puso en contacto con él a través del móvil.
– ¿A Fenston? -Anna estaba sorprendida-. ¿Cómo consiguió escapar? Yo salí de su despacho pocos minutos antes de que el primer avión chocara contra el edificio.
– Para entonces ya había llegado a Wall Street, pues tenía una cita con un cliente potencial cuyo único bien es un Gauguin. Por lo tanto, era imposible que Fenston se retrasase.
– ¿Y Leapman? -quiso saber Anna y bebió otro sorbo de café.
– Como de costumbre, iba un paso por detrás del jefe.
– Claro, por eso mantuvieron abiertas las puertas de los ascensores.
– ¿Las puertas de los ascensores? -repitió Tina.
– No tiene importancia -aseguró Anna-. ¿Por qué no fuiste a trabajar esta mañana?
– Porque tenía hora con el dentista. Hace semanas que figura en mi agenda. -Hizo una pausa y miró a su amiga-. Desde el instante en el que me enteré no dejé de llamar a tu móvil, pero nadie contestó. ¿Dónde estabas?
– Me escoltaron mientras abandonaba el edificio.
– ¿Te acompañó un bombero?
– No, fue el gorila de Barry.
– ¿Por qué? -preguntó Tina, alterada.
– Porque Fenston acababa de despedirme -explicó Anna.
– ¿Te despidió? -preguntó Tina con gran incredulidad-. No lo entiendo, ¿por qué te despidió precisamente a ti?
– Porque en mi informe a la junta propuse que Victoria Wentworth vendiera el Van Gogh, lo que no solo le permitiría saldar su descubierto con el banco, sino conservar el resto de los bienes.
– Pero si el Van Gogh es el único motivo por el que Fenston accedió a cerrar ese trato -puntualizó Tina-. Supuse que lo sabías. Hace años que va detrás de un Van Gogh. Lo último que se le ocurriría es vender el cuadro para sacar a Victoria del atolladero. De todos modos, no es razón suficiente para despedirte. ¿Qué pretexto…?
– También envié a la clienta una copia de mis recomendaciones, ya que lo considero ni más ni menos que una práctica bancaria ética.
– No creo que las prácticas bancarias éticas sean lo que impide que Fenston concilie el sueño. Por otro lado, sigo sin entender por qué se deshizo tan rápido de ti.
– Porque yo estaba a punto de viajar a Inglaterra y comunicar a Victoria Wentworth que incluso tengo un posible comprador. Se trata de Takashi Nakamura, un famoso coleccionista japonés que, en mi opinión, estaría encantado de llegar rápidamente a un acuerdo si pidiéramos una cifra razonable.
– Con Nakamura te has equivocado -opinó Tina-. Cualquiera que sea el precio, por nada del mundo a Fenston se le ocurriría hacer negocios con él. Hace años que ambos quieren un Van Gogh y suelen ser los dos últimos postores en cualquier subasta impresionista que valga la pena.
– ¿Por qué no me lo dijo?
– Porque no siempre le conviene que sepas lo que trama.
– Estamos en el mismo equipo.
– Anna, tu ingenuidad es pasmosa. ¿Todavía no te has dado cuenta de que el equipo de Fenston está formado por una sola persona?
– No conseguirá que Victoria entregue el Van Gogh a no ser que…
– Yo no estaría tan segura -la interrumpió Tina.
– ¿Por qué lo dices?
– Ayer Fenston telefoneó a Ruth Parish y le ordenó que recogiera el cuadro sin más tardanza. Lo oí repetir varias veces la palabra «inmediatamente».
– Antes de que Victoria pudiese guiarse por mis recomendaciones.
– Lo cual también explicaría los motivos por los que se vio obligado a despedirte antes de que subieras al avión y trastocases sus planes. Cuidado, no eres la primera persona que se atreve a recorrer ese camino trillado.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Anna.
– En cuanto alguien descubre qué se propone realmente Fenston, esa persona no tarda en acabar en la calle.
– En ese caso, ¿por qué no te ha despedido?
– Porque me abstengo de hacer recomendaciones que no está dispuesto a seguir y, en consecuencia, no me considera una amenaza. -Tina hizo una pausa-. Bueno, al menos de momento no represento una amenaza.
Colérica, Anna dio un golpe en la mesa y desencadenó una pequeña nube de polvo.
– Soy tan tonta… -se lamentó la experta en arte-. Tendría que haberlo visto venir. Ahora ya no puedo hacer nada.
– Yo no estaría tan segura -la contradijo Tina-. No sabemos con certeza si Ruth Parish ha ido a buscar el cuadro a Wentworth Hall. En el caso de que no se haya presentado, aún dispones de tiempo para telefonear a Victoria y aconsejarle que retenga el autorretrato hasta que te pongas en contacto con el señor Nakamura… Así saldará sus deudas con Fenston y él no podrá hacer nada -acotó Tina. En ese momento en su móvil sonó el tono de «California Here I Come». La muchacha consultó la pantalla e identificó la llamada: «jefe». Se llevó un dedo a los labios y advirtió-: Es Fenston. Probablemente quiere saber si te has puesto en contacto conmigo -apostilló y abrió el móvil.
– ¿Sabe quién ha quedado en medio de los escombros? -preguntó Fenston antes de que Tina pudiese abrir la boca.
– ¿Anna?
– No -repuso Fenston-. Petrescu ha muerto.
– ¿Ha muerto? -repitió Tina y miró a su amiga, sentada al otro lado de la mesa-. Pero…
– Así es. Cuando dio señales de vida, Barry confirmó que la última vez que la vio estaba tendida en el suelo, por lo que es imposible que haya sobrevivido.