Cuando alquiló la planta treinta y dos del edificio de Wall Street, Leapman no mostró el menor interés por el despacho de la secretaria. Su única preocupación consistió en instalar al presidente en el espacio más grande mientras él ocupaba el despacho de la otra punta del pasillo. Tina no había hecho el menor comentario sobre esos extras, aunque sabía que con el tiempo alguien descubriría que era posible oír y ver lo que hacía el presidente; puede que para entonces ya hubiera recogido la información que le permitiría asegurarse de que Fenston sufriría una suerte incluso más horrible que la que le había infligido.
En cuanto colgó después de hablar con Ruth Parish, Fenston pulsó el botón situado a un lado del escritorio. Tina cogió cuaderno y bolígrafo y se dirigió al despacho del presidente.
Sin dar tiempo a que Tina cerrase la puerta, Fenston dijo:
– Lo primero que tiene que hacer es averiguar con cuántos trabajadores sigo contando. Cerciórese de que sepan que estamos en otros despachos para que se presenten a trabajar sin dilaciones.
– He visto que el jefe de seguridad ha sido uno de los primeros en presentarse esta mañana -comentó Tina.
– Sí, tiene razón -replicó Fenston-. Ya ha confirmado que ordenó al personal que evacuara el edificio pocos minutos después de que el primer avión se estrellase contra la Torre Norte.
– Por lo que me han contado, predicó con el ejemplo -comentó Tina cáusticamente.
– ¿Quién se lo ha dicho? -inquirió Fenston furioso y levantó la cabeza.
Tina se arrepintió en el acto de lo que acababa de decir, se volvió rápidamente para salir y añadió:
– A mediodía tendrá la lista en su escritorio.
La muchacha dedicó el resto de la mañana a tratar de contactar con los cuarenta y tres empleados que trabajaban en la Torre Norte. A las doce había localizado a treinta y cuatro. Hizo una lista provisional con los nombres de los nueve que seguían desaparecidos y presuntamente estaban muertos y la dejó sobre el escritorio de Fenston antes de que el jefe saliera a comer.
Anna Petrescu ocupaba el sexto lugar de la lista.
A la misma hora en la que Tina dejó la lista en el escritorio de Fenston, Anna había logrado llegar al muelle 11 en taxi, autobús, a pie y en otro taxi. Allí encontró una larga cola que aguardaba pacientemente para embarcar en el transbordador a New Jersey. Ocupó su sitio al final de la fila, se puso las gafas de sol y bajó la visera de la gorra de béisbol hasta que casi le tapó los ojos. Permaneció con los brazos firmemente cruzados, el cuello de la chaqueta levantado y la cabeza inclinada, por lo que únicamente al individuo más insensible se le habría ocurrido darle charla.
La policía comprobaba la documentación de todos los que salían de Manhattan. Anna vio que llevaban a un aparte a un joven de pelo oscuro y de piel atezada. El pobre se mostró desconcertado cuando tres policías lo rodearon. Uno lo acribilló a preguntas y otro lo cacheó.
Transcurrió casi una hora hasta que por fin la espera concluyó. Se quitó la gorra de béisbol y dejó al descubierto su cabellera rubia y su piel cremosa.
– ¿Por qué va a New Jersey? -preguntó el policía mientras revisaba su documentación.
– Una amiga mía trabajaba en la Torre Norte y sigue desaparecida. -Anna dejó transcurrir unos segundos-. He decidido pasar el día con sus padres.
– Lo siento, señora -dijo el agente-. Espero que la encuentren.
– Muchas gracias -repuso Anna y se apresuró a arrastrar sus bártulos por la plancha y subir al transbordador.
Se sintió tan culpable por mentir que fue incapaz de mirar al policía a la cara. Se apoyó en la borda y clavó la mirada en la nube gris que todavía rodeaba el solar del World Trade Center y varias manzanas a uno y otro lado. Se preguntó cuántos días, semanas e incluso meses tendrían que transcurrir para que el espeso manto de humo se dispersara. ¿Qué harían finalmente con ese terreno desolado y cómo honrarían a los muertos? Alzó la mirada y contempló el cielo azul y despejado. Faltaba algo. Aunque solo se encontraban a unos pocos kilómetros de los aeropuertos Kennedy y La Guardia, en el cielo no había ni un solo avión, como si de repente hubieran emigrado a otra zona del mundo.
El viejo motor se puso en marcha y el transbordador se alejó lentamente del muelle en su corto recorrido por el Hudson hasta New Jersey.
El reloj de la torre del muelle dio la una. Ya había transcurrido la mitad de un día.
– Los primeros vuelos del aeropuerto Kennedy no despegarán hasta dentro de un par de días -dijo Tina.
– ¿Eso incluye los aviones privados? -quiso saber Fenston.
– No hay excepciones -aseguró Tina.
– A la familia real saudí le permiten salir mañana -terció Leapman, que permanecía de pie junto al presidente-. Por lo visto, son la única excepción.
– Mientras tanto intentaré apuntarlo en lo que la prensa describe como la lista de prioridades -apostilló Tina, que decidió eludir el comentario de que las autoridades portuarias no consideraban que su deseo de recoger un Van Gogh en Heathrow entrase en la categoría de emergencias.
– ¿Tenemos algún amigo en el aeropuerto Kennedy? -inquirió Fenston.
– Tenemos varios, pero de repente todos han adquirido un montón de parientes ricos -contestó Leapman.
– ¿Se les ocurre alguna otra posibilidad? -preguntó el presidente y miró a sus subalternos.
– Podría plantearse cruzar en coche la frontera de México o de Canadá y desde allí coger un vuelo comercial -propuso Tina, que sabía perfectamente que su jefe ni lo tendría en cuenta.
Fenston meneó la cabeza, se volvió hacia Leapman y añadió:
– Intente convertir a alguno de nuestros amigos en un pariente… en alguien que quiera algo. Siempre hay alguien dispuesto.
17
– Cogeré el coche que tengan -dijo Anna.
– De momento no tengo un solo vehículo disponible -admitió el joven de aspecto fatigado que se encontraba tras el mostrador de la Happy Hire Company, en cuya placa identificativa de plástico se leía el nombre de Hank-. No está previsto que me devuelvan un coche hasta mañana por la mañana -agregó y fue incapaz de cumplir el lema de la empresa, exhibido sobre el mostrador: «Nadie se va sin sonreír de Happy Hire». A Anna le resultó imposible disimular su desilusión-. ¿Se atreve a conducir una furgoneta? No es precisamente el último modelo, pero si está muy desesperada…
– La alquilaré -aseguró Anna, muy consciente de la larga cola que tenía detrás.
Llegó a la conclusión de que los demás clientes estaban deseosos de que la rechazase. Hank apoyó en el mostrador un formulario por triplicado y se dedicó a rellenar las casillas. Anna le entregó su carnet de conducir, que había guardado con el pasaporte, lo que permitió que el empleado rellenase más casillas.
– ¿Cuánto tiempo necesita el vehículo? -preguntó Hank.
– Un día, tal vez dos… lo dejaré en el aeropuerto de Toronto.
En cuanto terminó de rellenar casillas, Hank giró el formulario para que Anna firmase.
– Son sesenta dólares y tendrá que dejar doscientos de depósito. -Aunque frunció el ceño, Anna pagó los doscientos sesenta dólares-. También necesito su tarjeta de crédito.
Anna dejó otro billete de cien dólares encima del mostrador y se dio cuenta de que era la primera vez que intentaba sobornar a alguien.
Hank se guardó el dinero en el bolsillo, le entregó la llave del vehículo y dijo:
– Es la furgoneta blanca que está en el aparcamiento treinta y ocho.
En cuanto localizó el aparcamiento, Anna comprendió por qué la pequeña furgoneta blanca de dos asientos era el único vehículo disponible. Abrió la puerta trasera e introdujo la maleta y el ordenador portátil. Se dirigió a la parte delantera y se instaló en el asiento del conductor, cubierto de plástico. Miró el salpicadero. El cuentakilómetros marcaba 158.674 kilómetros y el velocímetro apuntaba a un máximo de ciento cincuenta kilómetros por hora, pero Anna tuvo sus dudas. Estaba claro que el vehículo se acercaba al final de su vida útil en alquiler y cabía la posibilidad de que seiscientos cincuenta kilómetros más lo rematasen. Incluso se preguntó si la furgoneta valía trescientos sesenta dólares.