– Pero ya la habían arrestado por asesinar a Sergei -puntualizó Arabella.
– Así es -admitió Jack-. Sin embargo, no lo supe hasta que anoche me encontré con Tom.
– ¿Así que el FBI me vigilaba? -le preguntó Anna a Jack, que untaba mantequilla en una tostada.
– Desde hacía tiempo -respondió Jack-. Hubo un momento en el que incluso llegamos a plantearnos si no sería la asesina contratada.
– ¿Cómo pudieron llegar a planteárselo?
– Una experta en arte sería una buena tapadera para alguien que trabajase para Fenston, sobre todo si también era una atleta y además nacida en Rumania.
– ¿Durante cuánto tiempo me han estado investigando?
– Durante dos meses -reconoció Jack. Bebió un sorbo de café-. La verdad es que estábamos a punto de cerrar su expediente cuando robó el Van Gogh.
– No lo robé -negó Anna vivamente.
– Ella lo recuperó en mi nombre -declaró Arabella-, y lo que es más, con mi bendición.
– ¿Todavía espera que Fenston acepte vender la pintura para que usted pueda liquidar la deuda? Si lo hiciera, sería algo insólito.
– No -se apresuró a responder Arabella-. Eso es lo último que deseo.
Jack la miró, intrigado.
– Al menos hasta que la policía aclare el misterio de quién mató a su hermana -precisó Anna.
– Todos sabemos quién asesinó a mi hermana -manifestó Arabella con un tono cortante-, y si alguna vez ella se cruza en mi camino, me sentiré muy feliz de volarle los sesos. -Los perros irguieron las orejas.
– Saberlo no es lo mismo que probarlo -dijo Jack.
– Así que Fenston se librará de la acusación de asesinato -dijo Anna.
– No será la primera vez -admitió Jack-. El FBI lo investiga desde hace tiempo. Hay cuatro -hizo una pausa-, ahora cinco asesinatos en diferentes partes del mundo que llevan la marca de Krantz, pero nunca hemos podido relacionarla directamente con Fenston.
– Krantz asesinó a Victoria y Sergei -dijo Anna.
– Sin la más mínima duda -confirmó Jack.
– Además el coronel Sergei Slatinaru era el comandante de su padre, y su amigo -recordó Tom.
– Haré lo que sea por ayudar -prometió Anna, con lágrimas en los ojos-. Cualquier cosa.
– Puede que tengamos una pequeña oportunidad -añadió Tom-, aunque no hay ninguna seguridad de que nos conduzca a alguna parte. Cuando llevaron a Krantz al hospital para sacarle la bala del hombro, la única cosa que llevaba, aparte del cuchillo y algo de dinero, era una llave.
– ¿Que seguramente abre alguna cerradura en Rumania? -sugirió Anna.
– No lo creemos -dijo Jack, en cuanto acabó de comerse una seta-. Tiene estampada una leyenda: NYRC. No es mucho, pero si conseguimos encontrar qué abre, puede que vincule a Krantz con Fenston.
– ¿Quiere que me quede en Inglaterra mientras continúa su investigación? -preguntó Anna.
– No. Necesito que regrese a Nueva York, que todos sepan que está sana y salva. Me interesa que actúe con toda normalidad, incluso que busque un trabajo. No hay que darle a Fenston ningún motivo para que sospeche.
– ¿Mantengo el contacto con mis antiguos colegas en su despacho? Lo pregunto porque la secretaria de Fenston, Tina, es una de mis mejores amigas.
– ¿Está bien segura de eso? -replicó Jack. Dejó los cubiertos.
– ¿Adónde quiere ir a parar? -preguntó Anna.
– ¿Cómo explica el hecho de que Fenston siempre supiese exactamente dónde estaba usted, si Tina no se lo decía?
– No puedo, pero sé que detesta a Fenston tanto como yo.
– ¿Puede probarlo?
– No necesito pruebas -afirmó Anna rotundamente.
– Yo sí -dijo Jack, con voz calma.
– Tenga cuidado, Jack, porque si se equivoca, entonces la vida de Tina también correrá peligro.
– Si es así, razón de más para que usted regrese a Nueva York e intente ponerse en contacto con ella lo antes posible -opinó Tom, en un intento por relajar la tensión.
Jack asintió.
– Tengo reservado un pasaje para el vuelo de esta tarde -dijo Anna.
– Yo también -manifestó Jack-. ¿Heathrow?
– No, Stansted.
– Pues en ese caso, alguno de los dos tendrá que cambiar de vuelo -indicó Tom.
– A mí no me mire. No estoy dispuesto a que me detengan una segunda vez por acoso.
– Antes de que tome una decisión respecto a si cambiaré el vuelo -señaló Anna-, necesito saber si todavía estoy siendo investigada. Porque si lo estoy, entonces podrá continuar vigilándome.
– No -respondió Jack-. Cerré su expediente hace unos días.
– ¿Qué lo convenció para que lo hiciera? -preguntó Anna.
– Cuando asesinaron a la hermana de Arabella, usted tenía el mejor de los testigos para confirmar su coartada.
– ¿Quién era, si puedo preguntarlo?
– Yo. Dado que la seguía por Central Park, no podía encontrarse en Inglaterra.
– ¿Usted corre por Central Park?
– Todas las mañanas, y los domingos alrededor del Reservoir.
– Yo también. Todos los días.
– Lo sé -dijo Jack-. La adelanté varias veces durante las últimas seis semanas.
Anna lo miró fijamente.
– El hombre de la camiseta verde esmeralda. No lo hace mal. -Usted tampoco se…
– Lamento interrumpir este encuentro entre dos aficionados a correr por Central Park -manifestó Tom, mientras se levantaba-, pero debo ir a mi despacho. Tengo una pila de expedientes del 11-S sobre la mesa que todavía no he abierto. Gracias por el desayuno -le dijo a Arabella-. Siento mucho que el embajador tuviese que despertarla a una hora tan intempestiva.
– Eso me recuerda -dijo Arabella, y se levantó-, que debo escribir varias cartas muy amables para darle las gracias al embajador y disculparme con la policía de Surrey.
– ¿Qué pasa conmigo? -protestó Jack-. Tengo la intención de demandar a la propiedad Wentworth, a la policía de Surrey y al Ministerio del Interior, con Tom como testigo.
– Ni lo sueñes -afirmó Tom-. No me interesa en lo más mínimo tener a Arabella como enemiga.
– En ese caso -dijo Jack, con una sonrisa-, tendré que conformarme con que me lleven hasta el Wentworth Arms.
– Hecho -manifestó Tom.
– Ahora que sé que estaré segura si voy a Heathrow con usted, ¿dónde nos encontraremos? -preguntó Anna.
– No se preocupe -respondió Jack-. Yo la encontraré.
43
Leapman fue al aeropuerto Kennedy a recoger la pintura una hora antes de la llegada del avión. Eso no impidió que Fenston lo llamase cada diez minutos durante el viaje de ida, que se convirtieron en cinco en el momento en que la limusina hacía el viaje de regreso a Wall Street con el cajón rojo guardado en el maletero.
Fenston se paseaba por su despacho como una fiera enjaulada, cuando Leapman se bajó delante del edificio, y ya esperaba en el pasillo cuando Barry y el chófer salieron del ascensor.
– Abridlo -ordenó Fenston, mucho antes de que dejaran el cajón apoyado contra la pared del despacho. Barry y el chófer abrieron las abrazaderas especiales y luego comenzaron a quitar los clavos, mientras Fenston, Leapman y Tina los miraban. Retiraron la tapa y las protecciones en las esquinas que mantenían el cuadro en posición; Leapman se encargó de sacarlo con mucho cuidado y lo dejó apoyado en la mesa del presidente. Fenston se acercó rápidamente y comenzó a arrancar la tela plástica que lo envolvía, ansioso por ver aquello por lo que había estado dispuesto a matar.
Dio un paso atrás y soltó una exclamación ahogada.
Los demás esperaron en silencio a que diera su opinión. Las palabras salieron de su boca como un torrente.
– Es mucho más impresionante de lo que había esperado -declaró-. Los colores absolutamente vivos, y las pinceladas tan osadas… Una verdadera obra maestra.
Leapman decidió no hacer ningún comentario.