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– Ya he escogido el lugar donde colgaré mi Van Gogh -añadió Fenston.

Miró la pared detrás de la mesa donde colgaba una enorme foto de George W. Bush que le estrechaba la mano durante la visita a la Zona Cero.

Anna esperaba con impaciencia emprender el viaje de regreso a Estados Unidos porque, entre otras cosas, representaba una oportunidad para conocer mejor a Jack durante las siete horas del vuelo. Incluso esperaba que él le respondiese unas cuantas preguntas más. ¿Cómo había descubierto la dirección de su madre? ¿Por qué sospechaba aún de Tina? ¿Había alguna prueba de que Fenston y Krantz se conocieran?

Jack la esperaba junto a la puerta de embarque. Anna tardó un poco en sentirse cómoda con un hombre que la había seguido durante los últimos nueve días y la había investigado durante ocho semanas, pero cuando subieron juntos la escalerilla del avión, Jack sabía que ella era seguidora de los Knicks y le gustaban los espaguetis y Dustin Hoffman, mientras que Anna se enteró de que él también era seguidor de los Knicks, que su artista moderno preferido era Fernando Botero y que nada superaba al estofado irlandés de su madre.

Anna se preguntó si le gustaban las mujeres gordas cuando él apoyó la cabeza en su hombro. Como ella había sido la causa de que Jack no hubiese dormido mucho la noche pasada, consideró que no estaba en condiciones de protestar. Le apartó la cabeza suavemente para no despertarlo. Preparaba una lista de las cosas que debería hacer en Nueva York, cuando Jack reclinó la cabeza de nuevo en su hombro. Anna desistió de apartarlo e intentó conciliar el sueño. Había leído una vez que la cabeza pesaba una séptima parte del peso del cuerpo; ahora no necesitaba ninguna prueba más para creerlo.

Se despertó una hora antes del aterrizaje. Jack continuaba durmiendo, pero ahora le había pasado un brazo por los hombros. Se incorporó somnolienta y aceptó la taza de té que le ofrecía la azafata.

– ¿Qué tal ha dormido? -preguntó Jack, que se despertó al notar el movimiento.

– Bien.

– ¿Qué es lo primero que hará, ahora que ha resucitado milagrosamente de entre los muertos?

– Llamaré a mi familia y a los amigos para hacerles saber lo viva que estoy, y después averiguaré si alguien está dispuesto a darme un empleo. ¿Qué hará usted?

– Hablaré con mi jefe para decirle que no he averiguado nada que nos permita detener a Fenston, y él me responderá con una de sus dos frases favoritas. «Apuesta fuerte, Jack», o «Ve a por todas».

– Eso no es justo -opinó Anna-, a la vista de que Krantz está entre rejas.

– No gracias a mí -señaló Jack-. Luego tendré que enfrentarme a una bronca mucho peor que la de mi jefe cuando intente explicarle a mi madre por qué no la llamé desde Londres para disculparme por no aparecer justo la noche que prepara estofado. No, la única posibilidad de redención es descubrir a qué corresponden las iniciales NYRC. -Jack acercó una mano a un bolsillo de la chaqueta-. Después de salir del Wentworth Arms, fui con Tom a la embajada, y gracias a la tecnología moderna, me facilitó una copia exacta de la llave, a pesar de que el original aún está en Rumania. -Sacó la copia del bolsillo y se la dio a Anna.

La joven miró la llave por los dos lados.

– NRYC 13. ¿Alguna idea? -preguntó.

– Solo las más obvias -contestó Jack.

– New York Racing Club, New York Rowing Club, ¿alguna más?

– New York Racket Club, pero si se le ocurren más, hágamelo saber, porque pienso dedicar el fin de semana a comprobar si corresponde a alguna de esas. Necesito obtener algún resultado positivo antes de enfrentarme a mi jefe el lunes.

– Quizá podría aminorar un poco la velocidad de su carrera matinal para informarme si ha conseguido descubrirlo.

– Yo esperaba poder decírselo esta noche mientras cenábamos.

– No puedo. Lo siento, Jack. Me encantaría, pero he quedado para cenar con Tina.

– ¿Sí? Vaya con cuidado.

– ¿Le parece bien a las seis de la mañana? -preguntó Anna, sin hacer caso de la advertencia.

– Eso significa que tendré que poner el despertador a las seis y media, si vamos a encontrarnos en mitad del recorrido.

– A esa hora ya habré salido de la ducha.

– Lamentaré perdérmelo -dijo Jack.

– Por cierto, ¿podría hacerme un favor?

Leapman entró en el despacho del presidente sin llamar.

– ¿Has visto esto? -preguntó al tiempo que dejaba sobre la mesa un ejemplar del New York Times y apoyaba el dedo en un artículo de la sección de internacional.

Fenston leyó el titular: la policía rumana detiene a una asesina, y luego dos veces la breve noticia.

– Averigua cuánto quiere el jefe de policía.

– Puede que no sea tan sencillo -señaló Leapman.

– Siempre es sencillo. -Fenston miró a su subordinado-. Lo difícil es ponerse de acuerdo en la cantidad.

Leapman frunció el entrecejo.

– Hay otro tema que deberías tener en cuenta.

– ¿Cuál?

– El Van Gogh. Después de lo que pasó con el Monet, tendrías que asegurar la pintura.

– Nunca aseguro mis pinturas. No quiero que Hacienda descubra cuánto vale mi colección, y en cualquier caso, no volverá a ocurrir.

– Ya ha ocurrido -manifestó Leapman.

Fenston torció el gesto y permaneció callado durante unos segundos.

– De acuerdo, pero solo el Van Gogh. Hazlo con el Lloyd's de Londres, y asegúrate de que el valor contable sea inferior a veinte millones.

– ¿Por qué una cantidad tan baja? -preguntó Leapman.

– Porque no me interesa en absoluto que valoren el Van Gogh en cien millones cuando aún espero poder hacerme con el resto de la colección Wentworth.

Leapman asintió y fue hacia la puerta.

– Una cosa más -dijo Fenston que miró de nuevo el artículo-. ¿Todavía tienes la segunda llave?

– Sí. ¿Por qué?

– Porque cuando ella se fugue, tendrás que hacer otro depósito.

Leapman sonrió. Una rareza que incluso Fenston advirtió.

Krantz se orinó en la cama, y después le explicó al médico que tenía problemas de incontinencia. Él le autorizó poder ir al baño periódicamente, pero solo acompañada por un mínimo de dos guardias.

Estas salidas hasta el lavabo le permitieron observar la disposición de la planta: una recepción al final del pasillo atendida por una única enfermera; una farmacia que solo se abría en presencia de un médico; un armario de ropa blanca; tres habitaciones individuales, un lavabo y, al otro extremo del pasillo, una sala de dieciséis camas, junto a una salida de incendios.

Pero las salidas también le servían para otro propósito mucho más importante, y ciertamente no era algo que el joven médico hubiese tenido ocasión de aprender en sus libros de texto ni en sus rondas.

Una vez en el interior del lavabo que carecía de ventana, Krantz se sentó en el inodoro, se metió dos dedos en el recto y sacó lentamente un condón. Abrió el grifo, lo lavó, desató el nudo y sacó un rollo de billetes de veinte dólares. Cogió dos billetes, los ocultó en el cabestrillo y luego repitió el procedimiento a la inversa.

Tiró de la cadena y la escoltaron de nuevo a su habitación. Durmió el resto del día. Necesitaba estar bien despierta durante el turno de noche.

Jack miraba a través de la ventanilla del taxi.

El manto gris del 11-S todavía flotaba sobre Manhattan, pero los neoyorquinos ya no miraban hacia las alturas con expresión incrédula. El terrorismo era otra cosa que la ciudad más frenética del mundo había aprendido a aceptar.

Jack pensó en el favor que le había prometido a Anna. Marcó el número que ella le había dado. Sam atendió la llamada. Jack le comunicó que Anna se encontraba sana y salva, que había ido a visitar a su madre en Rumania, y que la vería esa noche. Se dijo que era una buena manera de empezar el día hacer que alguien se sintiera bien, algo que no ocurriría con su segunda llamada. Llamó a su jefe para informarle que estaba de regreso en Nueva York. Macy le dijo que Krantz se encontraba en un hospital de Bucarest para ser sometida a una intervención quirúrgica en el hombro, y que media docena de policías la vigilaban las veinticuatro horas.