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– Me sentiré más tranquilo cuando la tengan entre rejas -manifestó Jack.

– Me han dicho que tienes cierta experiencia en el tema -dijo Macy.

Jack iba a responderle, cuando Macy añadió:

– ¿Por qué no te tomas libre el resto de la semana? Te lo has ganado.

– Hoy es sábado -le recordó Jack.

– Entonces nos veremos a primera hora del lunes.

Jack le envió un mensaje de texto a Anna. «Dice Sam que vuelve a casa. ¿Es su único otro hombre en su vida?». Esperó un par de minutos, pero no recibió respuesta. Llamó a su madre.

– ¿Vendrás a cenar esta noche? -le preguntó ella secamente. Jack casi olía la carne que se estofaba en la cocina.

– ¿Crees que me lo perdería, mamá?

– Lo hiciste la semana pasada.

– Ah, sí. Iba a llamarte, pero salió algo.

– ¿Traerás a ese algo esta noche? -Jack vaciló, un error imperdonable-. ¿Es una buena chica católica? -añadió su madre.

– No, mamá. Es divorciada, tres ex maridos, dos de ellos muertos en circunstancias sospechosas. Tiene cinco hijos, no todos de los tres maridos, pero te alegrará saber que solo cuatro de los chicos son drogadictos; el otro está en la cárcel.

– ¿Tiene un trabajo fijo?

– Claro que sí, mamá. Dinero contante y sonante. Atiende a la mayoría de sus clientes los fines de semana, pero me asegura que siempre se puede tomar una hora libre para saborear un plato de estofado irlandés.

– ¿Qué hace en realidad?

– Es ladrona de cuadros. Se especializa en obras de Van Gogh y Picasso. Gana una fortuna en cada faena.

– Eso habla mucho a su favor. No como la última que era una especialista en gastar tu dinero.

– Adiós, mamá. Te veré esta noche.

Acabó la llamada, y vio que tenía un mensaje de Anna, que utilizaba su identificación para Jack.

«Haga funcionar el cerebro, Sombra. Sé la R obvia. Es muy lento para mí.»

– Condenada mujer -exclamó Jack. Llamó a Tom en Londres, pero le respondió el contestador automático: «Tom Crasanti. No estoy pero no tardaré en volver. Por favor deje su mensaje».

Jack no lo hizo. El taxi aparcó delante de la puerta de su edificio de apartamentos.

– Son treinta y dos dólares.

Jack le dio cuatro billetes de diez. No pidió el cambio y no le dieron las gracias.

Las cosas habían vuelto a la normalidad en Nueva York.

Los hombres del turno de noche se presentaron puntualmente a las diez. Los seis nuevos guardias se pasearon por el pasillo durante las dos primeras horas para dar testimonio de su presencia. Cada pocos minutos, uno de ellos abría la puerta de la habitación, encendía la solitaria bombilla que colgaba del techo sobre la cama y comprobaba que ella estaba «presente», antes de apagar la luz y cerrar la puerta. Pasadas las dos horas, las visitas se hacían cada media hora.

A las cuatro y cinco de la mañana, cuando dos de los guardias se fueron a comer, Krantz apretó el timbre que tenía junto a la cama. Aparecieron dos guardias: el rezongón con problemas de dinero y el fumador en cadena. Ambos la acompañaron hasta el baño, bien sujeta por los codos. Cuando ella entró, uno se quedó en el pasillo y el otro montó guardia delante de la puerta del cubículo. Krantz sacó otros dos billetes del condón y tiró de la cadena. El guardia le abrió la puerta. Ella le sonrió al tiempo que le deslizaba los billetes en la mano. El hombre les echó un vistazo, y se apresuró a guardárselos en el bolsillo, antes de que su compañero se diese cuenta. Ambos la escoltaron de regreso a la habitación y la encerraron.

Veinte minutos más tarde, regresaron los dos guardias que habían ido a cenar. Uno de ellos abrió la puerta, encendió la luz y, como ella era tan delgada, tuvo que acercarse a la cama para asegurarse de que se encontraba allí. Acabado el ritual, salió al pasillo, cerró la puerta, y fue a jugar una partida de backgammon con su colega.

Krantz llegó a la conclusión de que la única oportunidad para fugarse la tendría entre las cuatro y las cuatro y veinte, mientras los dos guardias veteranos iban a cenar; el tenorio, el fumador y el dormilón estarían ocupados, y su involuntario cómplice se mostraría encantado de acompañarla al baño.

Jack aún tenía que ducharse cuando comenzó a buscar en la guía de teléfonos de Nueva York las entidades cuyos nombres podían corresponder a las iniciales NYRC. Aparte de las tres que había mencionado antes, fue incapaz de dar con la «obvia» de Anna. Encendió el ordenador portátil y escribió «new york racquet club», en el buscador. En la pantalla apareció una muy resumida historia de la institución, juntos con varias fotografías de un soberbio edificio en Park Avenue y una foto del actual presidente, Darius T. Mablethorpe III. Jack no dudó de que la única manera de cruzar la puerta principal era si aparentaba ser un socio. No podía avergonzar al FBI.

Deshizo la maleta, se duchó, y luego escogió un traje oscuro, una camisa azul y la corbata de Columbia como el atuendo más adecuado para la ocasión. Salió del apartamento y tomó un taxi para ir al 370 de Park Avenue. Ya en el lugar, dedicó unos minutos a contemplar el edificio. Admiró la magnífica casona de estilo Renacentista que le recordó los palazzos, tan populares entre los italianos de Nueva York de principios de siglo. Subió la escalinata hasta la puerta de cristal donde aparecían las iniciales NYRC.

El portero saludó a Jack con un «Buenas tardes, señor», y le abrió la puerta, como si fuese un socio de toda la vida. Entró en un elegante vestíbulo con las paredes cubiertas de grandes retratos de los antiguos presidentes todos convenientemente vestidos con pantalón largo blanco y americana azul, y la paleta en una mano. Jack miró las amplias escaleras curvas donde había más retratos de presidentes todavía más antiguos; solo la paleta parecía no haber cambiado. Se acercó a la recepción.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor? -le preguntó el joven recepcionista.

– No estoy muy seguro de que pueda -señaló Jack.

– Inténtelo.

Jack sacó la réplica de la llave y la dejó sobre el mostrador.

– ¿Alguna vez ha visto una de estas?

El joven recogió la llave, le dio la vuelta, y miró las iniciales durante unos segundos antes de responder:

– No, señor. Podría ser la llave de una taquilla, pero no de las nuestras. -Se volvió para coger una pesada llave de bronce del tablero que tenía detrás. La llave tenía escrito el nombre de uno de los socios, y las iniciales «NYRC» en rojo.

– ¿Alguna idea? -preguntó Jack, que intentó ocultar cualquier tono de desesperación.

– No, señor. A menos que lo hubiese sido antes de estar yo aquí. Solo llevo aquí once años, pero quizá Abe pueda ayudarlo. Ya trabajaba aquí cuando la mayoría jugaba a la paleta y no al tenis.

– Los caballeros solo jugaban a la paleta -afirmó un hombre mayor que salió de un despacho para unirse a su colega-. ¿Qué es en lo que quizá pueda ayudarlo?

– Una llave -contestó el joven-. El caballero desea saber si alguna vez has visto una de estas -añadió y le dio la llave a Abe.

– Desde luego no es una de las nuestras -dijo Abe en el acto-, y nunca lo ha sido, pero sí sé a qué corresponde la «R», -añadió con un tono de triunfo-, porque tuvo que haber sido, sí, hará unos veinte años atrás, cuando Dinkins era el alcalde. -Hizo una pausa y miró a Jack-. Vino un joven que a duras penas hablaba una palabra de inglés y preguntó si este era el Club Rumano.

– Por supuesto -murmuró Jack-. Soy un idiota.

– Recuerdo la desilusión que se llevó -prosiguió Abe, sin hacer caso de la autocrítica de Jack-, al descubrir que la «R» correspondía a «Racquet». Como no podía leer inglés, tuve que buscarle la dirección en la guía. La única razón para que recuerde todo esto después de tanto tiempo es porque el club estaba en Lincoln. -Recalcó el nombre de la calle, y miró a Jack, que decidió no volver a interrumpirlo-. Llevo su nombre, ¿no? -Jack le sonrió y Abe le devolvió la sonrisa-. Creo que estaba en Queens, pero no recuerdo exactamente dónde.