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– En la frontera rusa.

– Muy bien, porque no puede regresar a Estados Unidos mientras continúe apareciendo en el New York Times.

– Por no mencionar que también estoy en la lista de las diez personas más buscadas del FBI -señaló Krantz.

– Son sus quince minutos de fama. Tengo otro encargo para usted.

– ¿Dónde?

– Wentworth Hall.

– No podría arriesgarme a aparecer por allí una segunda vez.

– ¿Incluso si doblo la tarifa?

– Sigue siendo demasiado riesgo.

– Quizá no piense lo mismo cuando le diga la garganta que quiero que corte.

– Le escucho -dijo Krantz, y cuando Fenston le reveló el nombre de la siguiente víctima, ella añadió-: ¿Me pagará dos millones por hacerlo?

– Tres, si consigue también matar a Petrescu al mismo tiempo. Ella estará allí mañana por la noche.

Krantz titubeó.

– Cuatro, si ella presencia la primera muerte -manifestó Fenston.

– Quiero dos millones por adelantado -dijo Krantz, tras una larga pausa.

– ¿En el lugar de siempre?

– No -respondió ella, y le dio el número de una cuenta en Moscú.

Fenston colgó el teléfono y llamó a Leapman.

– Ven aquí inmediatamente.

Mientras esperaba a Leapman, Fenston escribió una lista de las cosas que quería tratar: Van Gogh, dinero, propiedades de Wentworth, Petrescu. Aún escribía cuando llamaron a la puerta.

– Ha escapado -dijo Fenston al ver a Leapman.

– Así que la noticia en el New York Times era correcta -señaló Leapman, que intentó mostrarse sereno.

– Sí, pero no saben que va camino de Moscú.

– ¿Tiene la intención de regresar a Nueva York?

– Por ahora no. Sería muy arriesgado mientras mantengan unas medidas de seguridad tan estrictas.

– Eso tiene sentido -admitió Leapman, que procuró no mostrar su alegría ante la noticia.

– Mientras tanto, le he encargado otro trabajo.

– ¿Quién será esta vez? -preguntó Leapman.

Escuchó incrédulo mientras Fenston le decía a quién había seleccionado como la próxima víctima de Krantz y por qué le sería imposible cortarle la oreja izquierda.

– ¿Ya han enviado la falsificación a Wentworth Hall? -le preguntó Fenston a Leapman que miraba la foto del presidente y George W. Bush que se daban la mano después de visitar la Zona Cero. La imagen colgaba de nuevo en el lugar de honor en la pared detrás de la mesa de Fenston.

– Sí. Art Locations recogió la tela esta tarde, y mañana por la tarde la llevarán a Wentworth Hall. También hablé con nuestro abogado en Londres. El miércoles pedirá al juez una orden de embargo, así que si ella no devuelve el original, todas las propiedades pasarán automáticamente a ser suyas. Entonces podremos comenzar la venta del resto de la colección hasta liquidar la deuda. Será cosa de años.

– Si Krantz hace bien su trabajo mañana por la noche, la deuda no se liquidará -afirmó Fenston-. Por eso mismo quería hablar contigo. Quiero que saques a subasta toda la colección Wentworth lo antes posible. Divide las obras por partes iguales entre Christie's, Sotheby's, Phillips y Bonhams, y asegúrate de que las vendan al mismo tiempo.

– Eso inundaría el mercado, con la consecuencia de una bajada de precios.

– Es exactamente lo que quiero. Si no recuerdo mal, Petrescu tasó el resto de la colección en unos treinta y cinco millones de dólares. Me daré por satisfecho si reúno entre quince y veinte.

– En ese caso le quedarán diez por cobrar.

– ¡Qué pena! -Fenston sonrió-. Si es así, no me quedará más alternativa que poner Wentworth Hall a la venta y liquidarlo todo, hasta la última armadura. -Hizo una pausa-. Ocúpate de encargarle la venta a las tres agencias inmobiliarias londinenses más distinguidas. Diles que impriman folletos a todo color, que pongan anuncios en las revistas e incluso una media página en un par de periódicos nacionales, algo que dará lugar a más de un editorial. Cuando acabe con lady Arabella, no solo estará sin un céntimo sino que además, a la vista de cómo las gastan los diarios británicos, la humillarán a placer.

– ¿Qué pasará con Petrescu?

– Tendrá la mala fortuna de encontrarse en el lugar equivocado en el momento erróneo -respondió Fenston, con un tono de burla.

– Así que Krantz podrá matar dos pájaros de un tiro.

– Por eso mismo quiero que te concentres en acabar con Wentworth Hall. Para que lady Arabella tenga una muerte lenta.

– Pondré manos a la obra ahora mismo -prometió Leapman-. Buena suerte con el discurso -añadió al llegar a la puerta.

– ¿Mi discurso?

Leapman se volvió para mirarlo.

– ¿No es esta noche cuando pronunciarás tu discurso en la cena anual de los banqueros en el Sherry Netherland?

– Demonios, tienes razón. ¿Dónde diablos dejó Tina mi discurso?

Leapman sonrió, pero no lo hizo hasta después de cerrar la puerta. Fue a su despacho, se sentó a su mesa y pensó en todo lo que Fenston le había dicho. En cuanto el FBI se enterara con todo lujo de detalles dónde estaría Krantz al día siguiente por la noche, y quién sería la próxima víctima, no dudaba que el fiscal no podría ninguna pega para reducir aún más la sentencia. Si además les entregaba las pruebas que relacionaban a Fenston con Krantz, incluso podrían recomendar la suspensión de la condena.

Leapman sacó del bolsillo la pequeña cámara que le había dado el FBI. Comenzó a calcular cuántos documentos podría fotografiar mientras Fenston pronunciaba su discurso en la cena de banqueros.

48

A las 19.16, Leapman apagó la luz del despacho y salió al pasillo. No cerró con llave. Caminó hacia los ascensores, atento a que la única luz encendida era la del despacho del presidente. Entró en el ascensor y apretó el botón de la planta baja. Cruzó sin prisas el vestíbulo hasta el mostrador de la recepción y firmó la salida a las 19.19. La mujer que lo seguía en la cola se adelantó para firmar en el registro al mismo tiempo que Leapman retrocedía un paso, sin apartar la mirada de los dos guardias detrás del mostrador. Uno controlaba a los empleados que salían del edificio, mientras que el otro firmaba el albarán de una entrega. Leapman continuó retrocediendo hasta que llegó al ascensor. Entró de espaldas y se puso a un lado de la cabina donde quedaba oculto de los guardias. Apretó el botón del piso treinta y uno. En menos de un minuto, salió a otro pasillo desierto.

Caminó hasta el final, abrió la puerta de la escalera de incendio y subió hasta el piso siguiente. Abrió la puerta sigilosamente, para no hacer el más mínimo ruido. Después caminó de puntillas por la gruesa moqueta hasta que llegó delante de su despacho. Vio que aún había luz en el despacho de Fenston. Abrió la puerta, entró y la cerró con llave. Se sentó en la silla detrás de la mesa y se guardó la cámara en el bolsillo, sin encender la luz.

Sentado en la oscuridad, esperó pacientemente.

Fenston estudiaba una solicitud de crédito presentada por un tal Michael Karraway, que pedía catorce millones de dólares para invertirlos en una cadena de teatros de provincia. Era un actor en paro que nunca había destacado mucho. Pero tenía una madre indulgente que le había regalado un Matisse, Paisaje desde un dormitorio, y una granja de doscientas cincuenta hectáreas en Vermont. Fenston miró la diapositiva de una joven desnuda que miraba a través de la ventana de un dormitorio y decidió que le diría a Leapman que redactara el contrato.

Dejó la solicitud a un lado y comenzó a hojear el último catálogo de Christie's. Se detuvo al llegar a la página donde aparecía un Degas, Bailarina delante de un espejo, pero pasó la página después de leer el precio de salida. Pierre de Rochelle le había conseguido un Degas, La profesora de baile, a un precio mucho más razonable.