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– ¿Qué hay del pasaporte?

El dueño metió de nuevo la mano en la bolsa, y, como un prestidigitador que saca un conejo de la chistera, sacó un pasaporte ruso. Se lo entregó a Krantz.

– Se ha tomado tres días de permiso, así que probablemente no descubrirá la falta hasta el viernes.

– Habrá cumplido su función mucho antes -le aseguró Krantz, mientras hojeaba el documento.

Sasha Prestakavich era tres años más joven que ella, ocho centímetros más alta, y sin ninguna marca visible. La altura era un problema de fácil solución con unos zapatos de tacón alto, a menos que algún funcionario muy estricto decidiera hacerla desnudarse y se encontrara con una reciente herida de bala en el hombro derecho.

El propietario fue incapaz de reprimir una expresión relamida, cuando Krantz llegó a la página donde había estado la foto de Sasha Prestakavich. Sacó de debajo de la mesa una cámara Polaroid.

– Sonría.

Krantz no lo hizo.

Unos segundos más tarde apareció la foto. El hombre cogió unas tijeras y recortó la foto a la medida marcada por el rectángulo en la página tres del pasaporte. Luego, puso una gota de pegamento en el rectángulo y pegó la foto. El último paso fue añadir hilo y aguja al contenido de la bolsa. Krantz se dio cuenta de que no era la primera vez que ofrecía estos servicios. Guardó el uniforme y el pasaporte en la bolsa, antes de darle ochocientos dólares.

El dueño contó los billetes.

– Dijo que me pagaría mil -protestó.

– Llegó media hora tarde -le recordó Krantz. Recogió la bolsa y se volvió dispuesta a marcharse.

– No dude en visitarnos la próxima vez que esté de paso por Moscú -manifestó el hombre; Krantz no se molestó en explicarle por qué, en su profesión, nunca veía a nadie dos veces, a menos que fuese para asegurarse de que no la verían una tercera vez.

Salió de la tienda y un par de calles más allá encontró una zapatería. Compró unos zapatos negros de tacón alto, que cumplirían perfectamente su función. Pagó en rublos y se marchó cargada con las dos bolsas.

Cogió un taxi, le dijo adónde iba y le indicó la entrada donde quería que la dejara. Cuando el taxi aparcó delante de una puerta lateral con un cartel que decía «Solo empleados», le pagó la carrera, entró en el edificio y fue directamente al lavabo de señoras. Se encerró en uno de los cubículos, donde pasó los siguientes cuarenta minutos, durante los que subió el dobladillo de la falda e hizo un par de pinzas en la cintura, que no se verían debajo de la chaqueta. Se desnudó antes de probarse el uniforme; le iba un poco grande, pero afortunadamente la compañía para la que se proponía trabajar no destacaba por la elegancia del vestuario. Después se quitó las zapatillas de deporte y se calzó los zapatos de tacón alto, antes de guardar las viejas prendas en la bolsa.

Salió del lavabo y fue a buscar a su nuevo empleador. La falta de costumbre hacía que caminara con un paso un tanto inseguro. Vio detrás de un mostrador a una mujer que vestía un uniforme idéntico al suyo y se acercó.

– ¿Tienes algún asiento libre en cualquiera de nuestros vuelos a Londres? -le preguntó.

– Por supuesto. ¿Me das el pasaporte?

Krantz se lo dio. La empleada buscó el nombre de Sasha Prestakavich en la base de datos de la compañía. Allí constaba que tenía un permiso de tres días.

– Todo en orden -dijo, y le entregó un pase de tripulante-. Espera al final para embarcar, por si se presenta alguien en el último momento.

Krantz fue a la terminal de vuelos internacionales, y después de pasar la aduana, se entretuvo mirando los escaparates de las tiendas libres de impuestos hasta que escuchó la última llamada para el vuelo 413 a Londres. Los últimos tres pasajeros se disponían a embarcar cuando ella llegó a la puerta. Le controlaron de nuevo el pasaporte y después el empleado le dijo:

– Tenemos plazas disponibles en todas las clases, así que puedes escoger.

– La última fila de la clase turista -pidió Krantz, sin vacilar.

El empleado la miró sorprendido, pero imprimió la tarjeta de embarque y se la dio.

Krantz le dio las gracias y cruzó la puerta para subir al vuelo 413 de Aeroflot con destino a Londres.

53

Anna bajó lentamente la soberbia escalera de mármol. Hacía una pausa cada dos o tres escalones para admirar otra obra maestra. Nunca se cansaba de mirarlos. Escuchó un ruido a su espalda, y al volverse vio que Andrews salía de su habitación cargado con un cuadro. Sonrió mientras el mayordomo se alejaba rápidamente por el pasillo en dirección a la escalera de servicio.

Anna continuó contemplando las pinturas en su lento descenso. Cuando llegó al vestíbulo dirigió otra mirada de admiración al retrato de Catherine, lady Wentworth, antes de cruzar el suelo de cuadros de mármol negros y blancos para ir al salón.

Lo primero que vio al entrar fue a Andrews que colocaba el Van Gogh en un caballete instalado en el centro del salón.

– ¿Qué opinas? -preguntó Arabella, que se apartó un paso para admirar el autorretrato.

– ¿No crees que al señor Nakamura le podría parecer un tanto…? -dijo Anna, que no quería ofender a la anfitriona.

– ¿Vulgar, descarado, obvio? ¿Cuál es la palabra que buscas, querida? -replicó Arabella mientras se volvía para mirar a Anna. La joven se echó a reír-. Seamos sinceras, necesito el dinero con urgencia y se me acaba el tiempo, así que no tengo mucho donde elegir.

– Nadie lo creería con tu aspecto -afirmó Anna. Arabella llevaba un magnífico vestido de seda rosa y un collar de diamantes, que hacía que Anna se sintiera mal vestida con su vestido negro corto de Armani.

– Es muy amable de tu parte, querida, pero si tuviese tu belleza y tu figura, no tendría necesidad de cubrirme de la cabeza a los pies con cosas que distraigan la atención.

Anna sonrió, admirada por la manera como Arabella había calmado sus temores.

– ¿Cuándo crees que tomará una decisión? -preguntó Arabella, que intentó no parecer desesperada.

– Como todos los grandes coleccionistas, se decidirá casi en el acto. Un reciente estudio científico afirma que los hombres tardan ocho segundos en decidir acostarse con una mujer.

– ¿Tanto?

– El señor Nakamura tardará más o menos lo mismo en decidir si quiere esta pintura -afirmó Anna, con la mirada puesta en el Van Gogh.

– Bebamos para que así sea -propuso Arabella.

Andrews se adelantó con una bandeja de plata donde había tres copas.

– ¿Una copa de champán, señora?

– Gracias. -Anna cogió una de las copas. Cuando el mayordomo se apartó, vio un jarrón turquesa y negro que no había visto antes-. Es magnífico.

– Es el regalo del señor Nakamura. Todo un compromiso. Por cierto, espero no haber cometido un error al exhibirlo mientras el señor Nakamura todavía es un huésped. Si es así, Andrews puede retirarlo inmediatamente.

– Desde luego que no. El señor Nakamura se sentirá halagado al ver que has colocado su regalo entre tantos otros maestros.

– ¿Estás segura?

– Por supuesto. La pieza resplandece en este salón. Hay una única regla cuando se trata del verdadero talento -añadió Anna-. Cualquier obra de arte no está fuera de lugar siempre que esté entre iguales. El Rafael en la pared, el collar de diamantes que llevas, la mesa Chippendale donde lo has colocado, la chimenea Nash y el Van Gogh han sido creados por maestros. No tengo idea de quién fue el artesano que hizo esta pieza -admitió Anna, asombrada por la forma en que el turquesa entraba en el negro, como si fuese cera fundida-, pero no tengo ninguna duda de que en su país lo consideran un maestro.

– No exactamente un maestro -comentó una voz detrás de ellas.