– Maldita sea -exclamó Arabella-. Solo la he rozado. -Salió corriendo de la habitación, bajó la escalera al tiempo que gritaba-: Otros dos cartuchos, Andrews.
El mayordomo abrió la puerta principal con la mano derecha y con la izquierda le pasó a su ama los dos cartuchos. Arabella recargó la escopeta antes de bajar la escalinata y echar a correr a través del jardín. Alcanzó a ver la silueta que había cambiado de dirección y ahora corría hacia la reja abierta, pero Arabella acortó la distancia rápidamente. En cuanto se convenció de que tenía a Krantz a tiro, se detuvo para apuntar con mucho cuidado. Iba a apretar el gatillo cuando, como por arte de magia, tres coches de policía y una ambulancia cruzaron la reja a gran velocidad. Los faros deslumbraron a Arabella y le hicieron perder a su presa.
El primer coche frenó bruscamente delante de ella, y al ver quién se apeaba, bajó el arma.
– Buenas noches, superintendente jefe -dijo, con una mano en la frente para protegerse los ojos de la potente luz de los faros.
– Buenas noches, Arabella -respondió el policía, como si hubiese llegado unos minutos tarde a uno de sus cócteles-. ¿Todo en orden?
– Hasta que usted se presentó para meter las narices en los asuntos de otras persona. ¿Puedo preguntarle cómo ha hecho para llegar tan rápido?
– Tiene que agradecérselo a su amigo norteamericano, Jack Delaney. Nos avisó de que quizá necesitaría nuestra ayuda, así que hemos estado vigilando el lugar desde hace una hora.
– Pues no necesitaba que nadie me ayudara -replicó Arabella, y levantó el arma-. Si me hubiese dado un par de minutos más, hubiese acabado con ella, y al diablo con las consecuencias.
– No sé de qué me habla -afirmó el superintendente, mientras se acercaba a su coche para apagar los faros. La ambulancia y los otros dos coches habían desaparecido.
– Ha dejado que se escapara -protestó Arabella, que levantó el arma por tercera vez, en el momento en que el señor Nakamura aparecía a su lado vestido con bata.
– Creo que Anna…
– Oh, Dios mío. -Arabella se volvió y, sin molestar a esperar la respuesta del superintendente, corrió de regreso a la casa. Entró como una tromba, subió los escalones de dos en dos, y no se detuvo hasta entrar en el dormitorio Van Gogh. Encontró a Andrews arrodillado en el suelo, muy ocupado en vendar el muslo de Anna.
El señor Nakamura apareció un par de segundos más tarde. Esperó a recuperar el aliento y después dijo:
– Durante muchos años, Arabella, me he preguntado qué pasaba en las fiestas de las mansiones rurales inglesas. Bueno, ahora ya lo sé.
Arabella soltó la carcajada, y se volvió hacia Nakamura, que miraba la pintura mutilada que yacía en el suelo junto a la cama.
– Oh, Dios mío -repitió Arabella, al ver lo que había quedado de su herencia-. Al final, el malnacido de Fenston se ha salido con la suya. Ahora comprendo por qué estaba tan seguro de que me vería obligada a vender el resto de mi colección, e incluso renunciar a la propiedad de Wentworth Hall.
Anna se levantó poco a poco y se sentó a los pies de la cama.
– No lo creo -manifestó. Al ver la expresión de extrañeza en el rostro de su anfitriona-. Pero tendrás que agradecérselo a Andrews.
– ¿Andrews?
– Así es. Me advirtió de que el señor Nakamura marcharía a primera hora de la mañana si no quería llegar tarde a su reunión con Corus Steel y sugirió que si no quería que me molestasen a una hora intempestiva, quizá lo mejor sería que él retirara la pintura antes de la cena. De esa manera el personal tendría tiempo para colocar la pintura en el marco original y de embalarla antes de su marcha. -Anna hizo una pausa-. Le comenté a Andrews que quizá te molestaría descubrir que él había frustrado tus deseos, mientras que yo había abusado claramente de tu hospitalidad. Recuerdo las palabras exactas de Andrews: «Si me permite usted reemplazar el original con la falsificación, estoy seguro de que milady no se dará cuenta».
Fue una de las contadas ocasiones durante los últimos cuarenta y nueve años que Andrews vio enmudecer a lady Arabella.
– Creo que debería usted despedirlo de inmediato por insubordinación -señaló Nakamura-, y así yo podré ofrecerle un empleo. -Miró a Andrews-. Si acepta, estoy dispuesto a doblarle el salario.
– Ni lo sueñe -dijo Arabella, antes de que el mayordomo pudiese responder-. Andrews es un tesoro nacional del que jamás me desprenderé.
26 S
57
El señor Nakamura se despertó pocos minutos después de las seis, al escuchar que se cerraba la puerta del dormitorio. Dedicó unos momentos a pensar en los acontecimientos de la velada e intentó convencerse de que no había sido un sueño.
Apartó la sábana y la manta y apoyó los pies en la alfombra. Vio las zapatillas y la bata junto a la cama. Se calzó las zapatillas, se puso la bata y fue hasta los pies de la cama, donde había dejado el esmoquin, la camisa y el resto de las prendas en una silla, con la intención de guardarlas en la maleta antes de desayunar, pero no estaban. Intentó recordar si ya las había guardado. Abrió la maleta y se encontró con la camisa lavada y planchada; que también habían planchado el esmoquin, que ahora estaba en el portatrajes.
Entró en el baño. Habían llenado la bañera hasta un poco más de la mitad. Metió una mano en el agua: la temperatura era templada. Entonces recordó que alguien había cerrado la puerta. Sin duda con la fuerza suficiente para despertarlo, sin molestar a ninguno de los ocupantes de los demás dormitorios. Se quitó la bata y se sumergió en la bañera.
Anna salió del baño y comenzó a vestirse. Se estaba poniendo el reloj de Tina cuando vio un sobre en la mesa de noche. ¿Lo había dejado Andrews mientras ella se duchaba? No había sobre alguno cuando se despertó. Su nombre aparecía escrito en el sobre con la letra inconfundible de Arabella.
Se sentó en el borde de la cama y rasgó el sobre.
Wentworth Hall
26 de septiembre de 2001
Querida Anna:
¿Cómo darte las gracias? Hace diez días me dijiste que deseabas demostrar que no tenías nada que ver con la trágica muerte de Victoria. Desde entonces, has hecho mucho más, y has acabado salvando los garbanzos de la familia.
Anna se echó a reír ante la curiosa expresión, y al hacerlo dos trozos de papel cayeron del sobre al suelo. Se agachó para recogerlos. El primero era un talón de Coutts a nombre de Anna Petrescu por un millón de libras esterlinas. El segundo…
Nakamura acabó de vestirse, cogió el móvil de la mesa de noche y marcó un número de Tokio. Le ordenó a su director financiero que hiciera una transferencia de cuarenta y cinco millones de dólares a su banco en Londres. No necesitaría llamar a sus abogados, a quienes había dado instrucciones expresas para que transfirieran todo el dinero al banco Coutts & Co, en el Strand, donde la familia Wentworth tenía una cuenta desde hacía más de doscientos años.
Antes de salir de la habitación para ir a desayunar, el señor Nakamura se detuvo durante un momento delante del retrato de Wellington. Dedicó un saludo al Duque de Hierro, convencido de que hubiese disfrutado con la refriega de la noche anterior.
Mientras bajaba la escalera, vio a Andrews en el vestíbulo. Supervisaba el traslado de la caja roja, que contenía el Van Gogh con el marco original. Su segundo colocó la caja junto a la puerta principal para cargarla en el coche del señor Nakamura en cuanto llegara el chófer.
Arabella salió del comedor de diario en el momento en que su invitado bajaba el último escalón.