Tal vez no me creyera si le dijera que en estos momentos tal tristeza me puebla y tal congoja, que por asegurarle estoy que mi arrepentimiento no menor debe ser que el de un santo; tal vez no me creyera, porque demasiado malos han de ser los informes que de mí conozca y el juicio que de mí se haya formado a estas alturas, pero sin embargo… Yo se lo digo, quizás nada más que por eso de decírselo, quizás nada más que por eso de no quitarme la idea de las mientes de que usted sabrá comprender lo que, le digo, y creer lo que por mi gloria no le juro porque poco ha de valer jurar ya sobre ella… El amargor que me sube a la garganta es talmente como si el corazón me fabricara acíbar en vez de sangre; me sube y me baja por el pecho, dejándome un regusto ácido en el paladar; mojándomela lengua con su aroma, secándome los dentros con su aire pesaroso y maligno como el aire de un nicho.
He parado algún tiempo de escribir; quizás hayan sido veinte minutos, quizás una hora, quizás dos… Por el sendero -¡qué bien se veían desde mi ventana!- cruzaban unas personas. Probablemente ni pensaban en que yo les miraba, de naturales como iban. Eran dos hombres, una mujer y un niño; parecían contentos andando por el sendero. Los hombres tendrían treinta años cada uno; la mujer algo menos; el niño no pasaría de los seis. Iba descalzo, triscando como las cabras alrededor de las matas, vestido con una camisolina que le dejaba el vientre al aire. Trotaba unos pasitos adelante, se paraba, tiraba alguna piedra al pájaro que pasaba… No se parecía en nada, y sin embargo, ¡cómo me recordaba a mi hermano Mario!
La mujer debía ser la madre, tenía la color morena, como todas, y una alegría en todo el cuerpo que mismo uno se sentía feliz al mirar para ella. Bien distinta era de mi madre y sin embargo, ¿por qué sería que tanto me la recordaba?
Usted me perdonará, pero no puedo seguir. Muy poco me falta para llorar… Usted sabe, tan bien como yo, que un hombre que se precie no debe dejarse acometer por los lloros como una mujer cualquiera.
Voy a continuar con mi relato; triste es, bien lo sé, pero más triste todavía me parecen estas filosofías, para las que no está hecho mi corazón: esa máquina que fabrica la sangre que alguna puñalada ha de verter…
VII
M is relaciones con Lola siguieron por los derroteros que a usted no se le ocultarán, y al andar de los tiempos y aún no muy pasados los cinco meses del entierro del hermano muerto me vi sorprendido -ya ve lo que son las cosas- con la noticia que menos debiera haberme sorprendido.
Fue el día de san Carlos, en el mes de noviembre. Yo había ido a casa de Lola, como todos los días desde meses atrás; su madre, como siempre, se levantó y se marchó. A mi novia la encontré un poco pálida y como rara, después me di cuenta; parecía como si hubiera llorado, como si la agobiase una pena profunda. La conversación -que nunca entre los dos había sido demasiado corrida- se espantaba aquel día a nuestra voz, como los grillos a las pisadas, o como las perdices al canto del caminante; cada intento que hacía para hablar tropezaba al salirme en la garganta, que se quedaba tan seca como un muro.
– Pues no hables si no quieres.
– ¡Sí, quiero!
– Pues habla. ¿Yo te lo impido?
– ¡Pascual!
– ¡Qué!
– ¿Sabes una cosa?
– No.
– ¿Y no te la figuras?
– No.
Ahora me da risa de pensar que tardara tanto tiempo en caer. -¡Pascual!
– ¡Qué!
– ¡Estoy preñada!
Al principio no me enteré. Me quedé como aplastado, tan ajeno estaba a la novedad; jamás había pensado que aquello que me decían, que aquello que era tan natural, pudiera suceder. No sé en qué estaría pensando.
La sangre me calentaba las orejas, que se me pusieron rojas como brasas; los ojos me escocían como si tuvieran jabón…
Quizás llegaran a pasar lo menos diez minutos de un silencio de muerte. El corazón se me notaba por las sienes, con sus golpes cortados como los de un reló; tardé algún tiempo en notarlo.
La respiración de Lola parecía como que pasara por una flauta.
– ¿Que estás preñada?
– ¡Sí!
Lola se echó a llorar. A mí no se me ocurría nada para consolarla.
– No seas tonta. Unos se mueren…, otros nacen…
Quizás quiera Dios librarme de alguna pena en los infiernos por lo tierno que aquella tarde me sentí.
– ¿Pues qué tiene de particular? También tu madre lo estuvo antes de parirte…, y la mía también…
Hacía unos esfuerzos inauditos por decir algo. Había notado un cambio en Lola; parecía como que la hubieran vuelto del revés.
– Es lo que pasa siempre, ya se sabe. ¡No tienes por qué apurarte!
Yo miraba para el vientre de Lola; no se le notaba nada. Estaba hermosa como pocas veces, con la color perdida y la madeja de pelo revuelta.
Me acerqué hasta ella y la besé en la mejilla; estaba fría como una muerta. Lola se dejaba besar con una sonrisa en la boca que mismo parecía la sonrisa de una mártir de los tiempos antiguos.
– ¿Estás contenta?
– ¡Sí! ¡Muy contenta!
Lola me habló sin sonreír.
– ¿Me quieres…, así?
– Sí, Lola…, así.
Era verdad. En aquellos momentos era así como la quería: joven y con hijo en el vientre; con un hijo mío, a quien -por entonces- me hacía la ilusión de educar y de hacer de él un hombre de provecho.
– Nos vamos a casar, Lola; hay que arreglar los papeles. Esto no puede quedar así…
– No.
La voz de Lola parecía como un suspiro.
Y le quiero demostrar a tu madre que sé cumplir como un hombre.
– Ya lo sabe…
– ¡No lo sabe! Cuando se me ocurrió marcharme era ya noche cerrada.
– Llama a tu madre.
– ¿A mi madre?
– Sí.
– ¿Para qué?
– Para decírselo.
– Ya lo sabe.
– Lo sabrá… ¡Pero quiero decírselo yo!
Lola se puso de pie -¡qué alta era!- y salió. Al pasar el quicio de la cocina me gustó más que nunca.
La madre entró al poco rato:
– ¿Qué quieres?
– Ya lo ve usted.
– ¿Has visto cómo la has dejado?
– Bien la dejé.
– ¿Bien?
– Sí. ¡Bien! ¿O es que no tiene edad?
La madre callaba; yo nunca creí verla tan mansa.
– Quería hablarla a usted.
– ¿De qué?
– De su hija. Me voy a casar con ella.
– Es lo menos. ¿Estás decidido del todo?
– Sí que lo estoy.
– ¿Y lo has pensado bien?
– Sí; muy bien.
– ¿En tan poco tiempo?
– Tiempo hubo sobrado.
– Pues espera; la voy a llamar.
La vieja salió y tardó mucho tiempo en venir; estarían forcejeando. Cuando volvió traía a Lola de la mano.
– Mira; que se quiere casar. ¿Te quieres casar tú?
– Sí.
– Bueno, bueno… Pascual es un buen muchacho, ya sabía yo lo que había de hacer… Andar, ¡datos un beso!
– Ya nos lo hemos dado.
– Pues daros otro. Andar, que yo os vea.
Me acerqué a la muchacha y la besé; la besé intensamente, con todas mis fuerzas, muy apretada contra mis hombros, sin importarme para nada la presencia de la madre. Sin embargo, aquel primer beso con permiso me supo a poco, a mucho menos que aquellos primeros del cementerio que tan lejanos parecían.
– ¿Me puedo quedar?
– Sí, quédate.
– No, Pascual, no te quedes; todavía no te quedes.
– Sí, hija, sí, que se quede. ¿No va a ser tu marido?
Me quedé y pasé la noche con ella.
Al día siguiente, muy de mañana, me acerqué hasta la parroquial; entré en la sacristía. Allí estaba don Manuel preparándose para decir la misa, esa misa que decía para don Jesús, para el ama y para dos o tres viejas más. Al verme llegar se quedó como sorprendido.
– ¿Y tú por aquí?
– Pues ya ve usted, don Manuel, a hablar con usted venía.
– ¿Muy largo?
– Sí, señor.
– ¿Puedes esperar a que diga la misa?
– Sí, señor. Prisa no tengo.
– Pues espérame, entonces.
Don Manuel abrió la puerta de la sacristía y me señaló un banco de la iglesia, un banco como el de todas las iglesias, de madera sin pintar, duro y frío como la piedra, pero en los que tan hermosos ratos se pasan algunas veces.
– Siéntate allí. Cuando veas que don Jesús se arrodilla, te arrodillas tú; cuando veas que don Jesús se levanta, te levantas tú; cuando veas que don Jesús se sienta, te sientas tú también…
– Sí, señor.
La misa duró, como todas, sobre la media hora, pero aquella media hora se me pasó en un vuelo.
Cuando acabó, me volví a la sacristía. Allí estaba don Manuel desvistiéndose.
– Tú dirás.
– Pues ya ve usted… Me querría casar.
– Me parece muy bien, hijo, me parece muy bien; para eso ha creado Dios a los hombres y a las mujeres, para la perpetuación de la especie humana.
– Sí, señor.
– Bien, bien. ¿Y con quién? ¿Con la Lola?
– Sí, señor.
– ¿Y lo llevas pensando mucho tiempo?
– No, señor; ayer…
– ¿Ayer, nada más?
– Nada más. Ayer me dijo ella lo que había.
– ¿Había algo?
– Sí.
– ¿Embarazada?
– Sí, señor. Embarazada.
– Pues sí, hijo; lo mejor es que os caséis. Dios os lo perdonará todo y, ante la vista de los hombres, incluso, ganáis en consideración. Un hijo habido fuera del matrimonio es un pecado y un baldón. Un hijo nacido de padres cristianamente casados es una bendición de Dios. Yo te arreglaré los papeles. ¿Sois primos?
– No, señor.
– Mejor. Vuelve dentro de quince días por aquí; yo te lo tendré ya todo preparado. -Sí, señor.
– ¿A dónde vas ahora?
– Pues ya ve usted. ¡A trabajar!
– ¿Y no te querrías confesar antes?
– Sí… Me confesé, y me quedé suave y aplanado como si me hubieran dado un baño de agua caliente.