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– No, Pascual, no te quedes; todavía no te quedes.

– Sí, hija, sí, que se quede. ¿No va a ser tu marido?

Me quedé y pasé la noche con ella.

Al día siguiente, muy de mañana, me acerqué hasta la parroquial; entré en la sacristía. Allí estaba don Manuel preparándose para decir la misa, esa misa que decía para don Jesús, para el ama y para dos o tres viejas más. Al verme llegar se quedó como sorprendido.

– ¿Y tú por aquí?

– Pues ya ve usted, don Manuel, a hablar con usted venía.

– ¿Muy largo?

– Sí, señor.

– ¿Puedes esperar a que diga la misa?

– Sí, señor. Prisa no tengo.

– Pues espérame, entonces.

Don Manuel abrió la puerta de la sacristía y me señaló un banco de la iglesia, un banco como el de todas las iglesias, de madera sin pintar, duro y frío como la piedra, pero en los que tan hermosos ratos se pasan algunas veces.

– Siéntate allí. Cuando veas que don Jesús se arrodilla, te arrodillas tú; cuando veas que don Jesús se levanta, te levantas tú; cuando veas que don Jesús se sienta, te sientas tú también…

– Sí, señor.

La misa duró, como todas, sobre la media hora, pero aquella media hora se me pasó en un vuelo.

Cuando acabó, me volví a la sacristía. Allí estaba don Manuel desvistiéndose.

– Tú dirás.

– Pues ya ve usted… Me querría casar.

– Me parece muy bien, hijo, me parece muy bien; para eso ha creado Dios a los hombres y a las mujeres, para la perpetuación de la especie humana.

– Sí, señor.

– Bien, bien. ¿Y con quién? ¿Con la Lola?

– Sí, señor.

– ¿Y lo llevas pensando mucho tiempo?

– No, señor; ayer…

– ¿Ayer, nada más?

– Nada más. Ayer me dijo ella lo que había.

– ¿Había algo?

– Sí.

– ¿Embarazada?

– Sí, señor. Embarazada.

– Pues sí, hijo; lo mejor es que os caséis. Dios os lo perdonará todo y, ante la vista de los hombres, incluso, ganáis en consideración. Un hijo habido fuera del matrimonio es un pecado y un baldón. Un hijo nacido de padres cristianamente casados es una bendición de Dios. Yo te arreglaré los papeles. ¿Sois primos?

– No, señor.

– Mejor. Vuelve dentro de quince días por aquí; yo te lo tendré ya todo preparado. -Sí, señor.

– ¿A dónde vas ahora?

– Pues ya ve usted. ¡A trabajar!

– ¿Y no te querrías confesar antes?

– Sí… Me confesé, y me quedé suave y aplanado como si me hubieran dado un baño de agua caliente.

VIII

A l cabo de poco más de un mes, el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, que aquel año cuadró en miércoles, y después de haber cumplido con todos los requisitos de la ley de la Iglesia, Lola y yo nos casamos.

Yo andaba preocupado y como pensativo, como temeroso del paso que iba a dar -¡casarse es una cosa muy seria, qué caramba!- y momentos de flaqueza y desfallecimiento tuve, en los que le aseguro que no me faltó nada para volverme atrás y mandarlo todo a tomar vientos, cosa que si no llegué a hacer fue por pensar que como la campanada iba a ser muy gorda y, en realidad, no me había de quitar más miedo, lo mejor sería estarme quieto y dejar que los acontecimientos salieran por donde quisieran: los corderos quizás piensen lo mismo al verse llevados al degolladero… De mí puedo decir que lo que se avecinaba momento hubo en que pensé que me había de hacer loquear. No sé si sería el olfato que me avisaba de la desgracia que me esperaba. Lo peor es que ese mismo olfato no me aseguraba mayor dicha si es que quedaba soltero.

Como en la boda me gasté los ahorrillos que tenía -que una cosa fuera casarse a contrapelo de la voluntad y otra el tratar de quedar como me correspondía-, nos resultó, si no lucida, sí al menos tan rumbosa, en lo que cabe, como la de cualquiera. En la iglesia mandé colocar unas amapolas y unas matas de romero florecido, y el aspecto de ella era agradable y acogedor quizás por eso de no sentir tan frío al pino de los bancos y a las losas del suelo. Ella iba de negro, con un bien ajustado traje de lino del mejor, con un velo todo de encaje que le regaló la madrina, con unas varas de azahar en la mano y tan gallarda y tan poseída de su papel, que mismamente parecía una reina; yo iba con un vistoso traje azul con raya roja que me llegué hasta Badajoz para comprar, con una visera de raso negro que aquel día estrené, con pañuelo de seda y con leontina. ¡Hacíamos una hermosa pareja, se lo aseguro, con nuestra juventud y nuestro empaque! ¡Ay, tiempos aquellos en que aún quedaban instantes en que uno parecía como sospechar la felicidad, y qué lejanos me parecéis ahora!

Nos apadrinaron el señorito Sebastián, el de don Raimundo el boticario, y la señora Aurora, la hermana de don Manuel, el cura que nos echó la bendición y un sermoncete al acabar, que duró así como tres veces la ceremonia, y que si aguanté no por otra cosa fuera -¡bien lo sabe Dios!- que por creerlo de obligación; tan aburrido me llegó a tener. Nos habló otra vez de la perpetuación de la especie, nos habló también del Papa León XIII, nos dijo no sé qué de san Pablo y los esclavos… ¡A fe que el hombre se traía bien preparado el discurso!

Cuando acabó la función de iglesia -cosa que nunca creí que llegara a suceder- nos llegamos todos, y como en comisión, hasta mi casa, donde, sin grandes comodidades, pero con la mejor voluntad del mundo, habíamos preparado de comer y de beber hasta hartarse para todos los que fueron y para el doble que hubieran ido. Para las mujeres había chocolate con tejeringos, y tortas de almendra, y bizcochada, y pan de higo, y para los hombres había manzanilla y tapitas de chorizo, de morcón, de aceitunas, de sardinas en lata… Sé que hubo en el pueblo quien me criticó por no haber dado de comer; allá ellos. Lo que sí le puedo asegurar es que no más duros me hubiera costado el darles gusto, lo que, sin embargo, preferí no hacer, porque me resultaba demasiado atado para las ganas que tenía de irme con mi mujer. La conciencia tranquila la tengo de haber cumplido -y bien- y eso me basta; en cuanto a las murmuraciones… ¡más vale ni hacerles caso!

Después de haber hecho el honor a los huéspedes, y en cuanto que tuve ocasión para ello, cogí a mi mujer, la senté a la grupa de la yegua, que enjaecé con los arreos del señor Vicente, que para eso me los había prestado, y pasito a pasito, y como temeroso de verla darse contra el suelo, cogí la carretera y me acerqué hasta Mérida, donde hubimos de pasar tres días, quizás los tres días más felices de mi vida. Por el camino hicimos alto tal vez hasta media docena de veces, por ver de refrescarnos un poco, y ahora me acuerdo con extrañeza y mucho me da que vacilar el pararme a pensar en aquel rapto que nos diera a los dos de liarnos a cosechar margaritas para ponérnoslas, uno al otro, en la cabeza. A los recién casados parece como si les volviera de repente todo el candor de la infancia.

Cuando entrábamos, con un trotillo acompasado y regular, en la ciudad, por el puente romano, tuvimos la negra sombra de que a la yegua le diera por espantarse -quién sabe si a la vista del río y a una pobre vieja que por allí pasaba tal manotada le dio que la dejó medio descalabrada y en un tris de irse al Guadiana de cabeza. Yo descabalgué rápido por socorrerla, que no fuera de bien nacidos pasar de largo, pero como la vieja me dio la sensación de que lo único que tenía era mucho resabio, la di un real -porque no dijese- y dos palmaditas en los hombros y me marché a reunirme con la Lola. Ésta se reía y su risa, créame usted, me hizo mucho daño; no sé si sería un presentimiento, algo así como una corazonada de lo que habría de ocurrirle. No está bien reírse de la desgracia del prójimo, se lo dice un hombre que fue muy desgraciado a lo largo de su vida; Dios castiga sin palo y sin piedra y, ya se sabe, quien a hierro mata… Por otra parte, y aunque no fuera por eso, nunca está de más el ser humanitario.