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En Madrid no estuve muchos días, no llegaron a quince, y el tiempo que en él paré lo dediqué a divertirme lo más barato que podía y a comprar algunas cosillas que necesitaba y que encontré a buen precio en la calle de Postas y en la plaza Mayor; por las tardes, a eso de la caída del sol, me iba a gastar una peseta en un café cantante que había en la calle de la Aduana -el Edén Concert se llamaba- y ya en él me quedaba, viendo las artistas, hasta la hora de la cena, en que tiraba para la buhardilla del Estévez, en la calle de la Ternera. Cuando llegaba, ya allí me lo encontraba por regla general; la mujer sacaba el cocido, nos lo comíamos, y después nos liábamos a la baraja acompañados de dos vecinos que subían todas las noches, alrededor de la camilla, con los pies bien metidos en las brasas, hasta la madrugada. A mí aquella vida me resultaba entretenida y si no fuera porque me había hecho el firme propósito de no volver al pueblo, en Madrid me hubiera quedado hasta agotar el último céntimo.

La casa de mi huésped parecía un palomar, subida como estaba en un tejado, pero como no la abrían ni por hacer un favor y el braserillo lo tenían encendido día y noche, no se estaba mal, sentado a su alrededor con los pies debajo de las faldas de la mesa. La habitación que a mí me destinaron tenía inclinado el cielo raso por la parte donde colocaron el jergón y en más de una ocasión, hasta que me acostumbré, hube de darme con la cabeza en una traviesa que salía y que yo nunca me percataba de que allí estaba. Después, y cuando me fui haciendo al terreno tomé cuenta de los entrantes y salientes de la alcoba y hasta a ciegas ya hubiera sido capaz de meterme en la cama. Todo es según nos acostumbramos.

Su mujer que, según ella misma me dijo, se llamaba Concepción Castillo López, era joven, menuda, con una carilla pícara que la hacía simpática y presumida y pizpireta como es fama que son las madrileñas; me miraba con todo descaro, hablaba conmigo de lo que fuese, pero pronto me demostró -tan pronto como yo me puse a tiro para que me lo demostrase- que con ella no había nada que hacer, ni de ella nada que esperar. Estaba enamorada de su marido y para ella no existía más hombre que él; fue una pena, porque era guapa y agradable como pocas, a pesar de lo distinta que me parecía de las mujeres de mi tierra, pero como nunca me diera pie absolutamente para nada y, de otra parte, yo andaba como acobardado, se fue librando y creciendo ante mi vista hasta que llegó el día en que tan lejos la vi que ya ni se me ocurriera pensar siquiera en ella. El marido era celoso como un sultán y poco debía fiarse de su mujer porque no la dejaba ni asomarse a la escalera; me acuerdo que un domingo por la tarde, que se le ocurrió al Estévez convidarme a dar un paseo por el Retiro con él y con su mujer, se pasó las horas haciéndola cargos sobre si miraba o si dejaba de mirar a éste o a aquél, cargos que su mujer aguantaba incluso con satisfacción y con un gesto de cariño en la faz que era lo que más me desorientaba por ser lo que menos esperaba. En el Retiro anduvimos dando vueltas por el paseo de al lado del estanque y en una de ellas el Estévez se lió a discutir a gritos con otro que por allí pasaba, y a tal velocidad y empleando unas palabras tan rebuscadas que yo me quedé a menos de la mitad de lo que dijeron; reñían porque, por lo visto, el otro había mirado para la Concepción, pero lo que más extrañado me tiene todavía es cómo, con la sarta de insultos que se escupieron, no hicieron ni siquiera ademán de llegar a las manos. Se mentaron a las madres, se llamaron a grito pelado chulos y cornudos, se ofrecieron comerse las asaduras, pero lo que es más curioso, ni se tocaron un pelo de la ropa. Yo estaba asustado viendo tan poco frecuentes costumbres pero, como es natural, no metí baza, aunque andaba prevenido por si había de salir en defensa del amigo. Cuando se aburrieron de decirse inconveniencias se marcharon cada uno por donde había venido y allí no pasó nada.

¡Así da gusto! Si los hombres del campo tuviéramos las tragaderas de los de las poblaciones, los presidios estarían deshabitados como islas.

A eso de las dos semanas, y aun cuando de Madrid no supiera demasiado, que no es ésta ciudad para llegar a conocerla al vuelo, decidí reanudar la marcha hacia donde había marcado mi meta, preparé el poco equipaje que llevaba en una maletilla que compré, saqué el billete del tren, y acompañado de Estévez, que no me abandonó hasta el último momento, salí para la estación -que era otra que por la que había llegado- y emprendí el viaje a La Coruña que, según me asesoraron, era un sitio de cruce de los vapores que van a las Américas. El viaje hasta el puerto fue algo más lento que el que hice desde el pueblo hasta Madrid, por ser mayor la distancia, pero como pasó la noche por medio y no era yo hombre a quien los movimientos y el ruido del tren impidieran dormir, se me pasó más de prisa de lo que creí y me anunciaban los vecinos y a las pocas horas de despertarme me encontré a la orilla de la mar, que fuera una de las cosas que más me anonadaron en esta vida, de grande y profunda que me pareció.

Cuando arreglé los primeros asuntillos me di perfecta cuenta de mi candor al creer que las pesetas que traía en el bolso habrían de bastarme para llegara América. ¡Jamás hasta entonces se me había ocurrido pensar lo caro que resultaba un viaje por mar! Fui a la agencia, pregunté en una ventanilla, de donde me mandaron a preguntar a otra, esperé en una cola que duró, por lo bajo, tres horas, y cuando me acerqué hasta el empleado y quise empezar a inquirir sobre cuál destino me sería más conveniente y cuánto dinero habría de costarme, él -sin soltar ni palabra- dio media vuelta para volver al punto con un papel en la mano.

– Itinerarios…, tarifas… Salidas de La Coruña los días 5 y 20.

Yo intenté persuadirle de que lo que quería era hablar con él de mi viaje, pero fue inútil. Me cortó con una sequedad que me dejó desorientado.

– No insista.

Me marché con mi itinerario y mi tarifa y guardando en la memoria los días de las salidas. ¡Qué remedio!

En la casa donde vivía, estaba también alojado un sargento de artillería que se ofreció a descifrarme lo que decían los papeles que me dieron en la agencia, y en cuanto me habló del precio y de las condiciones del pago se me cayó el alma a los pies cuando calculé que no tenía ni para la mitad. El problema que se me presentaba no era pequeño y yo no le encontraba solución; el sargento, que se llamaba Adrián Nogueira, me animaba mucho -él también había estado allá- y me hablaba constantemente de La Habana y hasta de Nueva York. Yo -¿para qué ocultarlo?- lo escuchaba como embobado y con una envidia como a nadie se la tuve jamás, pero como veía que con su charla lo único que ganaba era alargarme los dientes, le rogué un día que no siguiera porque ya mi propósito de quedarme en el país estaba hecho; puso una cara de no entender como jamás la había visto, pero, como era hombre discreto y reservado como todos los gallegos, no volvió a hablarme del asunto ni una sola vez.

La cabeza la llegué a tener como molida de lo mucho que pensé en lo que había de hacer, y como cualquier solución que no fuera volver al pueblo me parecía aceptable, me agarré a todo lo que pasaba, cargué maletas en la estación y fardos en el muelle, ayudé a la labor de la cocina en el hotel Ferrocarrilana, estuve de sereno una temporadita en la fábrica de Tabacos, e hice de todo un poco hasta que terminé mi tiempo de puerto de mar viviendo en casa de la Apacha, en la calle del Papagayo, subiendo a la izquierda, donde serví un poco para todo, aunque mi principal trabajo se limitaba a poner de patitas en la calle a aquellos a quienes se les notaba que no iban más que a alborotar.