Allí llegué a parar hasta un año y medio, que unido al medio año que llevaba por el mundo y fuera de mi casa, hacia que me acordase con mayor frecuencia de la que llegué a creer en lo que allí dejé; al principio era sólo por las noches, cuando me metía en la cama que me armaban en la cocina, pero poco a poco se fue extendiendo el pensar horas y horas hasta que llegó el día en que la morriña -como decían en La Coruña- me llegó a invadir de tal manera que tiempo me faltaba para verme de nuevo en la choza sobre la carretera. Pensaba que había de ser bien recibido por mi familia -el tiempo todo lo cura- y el deseo crecía en mí como crecen los hongos en la humedad. Pedí dinero prestado que me costó algún trabajo obtener, pero que, como todo, encontré insistiendo un poco, y un buen día, después de despedirme de todos mis protectores, con la Apacha a la cabeza, emprendí el viaje de vuelta, el viaje que tan feliz término le señalaba si el diablo -cosa que yo entonces no sabía- no se hubiera empeñado en hacer de las suyas en mi casa y en mi mujer durante mi ausencia. En realidad no deja de ser natural que mi mujer, joven y hermosa por entonces, notase demasiado, para lo poco instruida que era, la falta del marido: mi huida, mi mayor pecado, el que nunca debí cometer y el que Dios quiso castigar quién sabe si hasta con crueldad…
XV
S iete días desde mi retorno habían transcurrido, cuando mi mujer, que con tanto cariño, por lo menos por fuera, me había recibido, me interrumpió los sueños para decirme:
– Estoy pensando que te recibí muy fría.
– ¡No, mujer!
– Es que no te esperaba, ¿sabes?, que no creí verte llegar…
– Pero ahora te alegras, ¿no?
– Sí; ahora me alegro… Lola estaba corno traspasada; se la notaba un gran cambio en todo lo suyo.
– ¿Te acordaste siempre de mí?
– Siempre, ¿por qué crees que he vuelto?
Mi mujer volvía a estar otro rato silenciosa.
– Dos años es mucho tiempo…
– Mucho. Y en dos años el mundo da muchas vueltas…
– Dos; me lo dijo un marinero de La Coruña.
– ¡No me hables de La Coruña!
– ¿Por qué?
– Porque no. ¡Ojalá no existiese La Coruña!
Ahuecaba la voz para decirme esto, y su mirar era como un bosque de sombras.
– ¡Muchas vueltas!
– ¡Muchas! Y una piensa: en dos años que falta, Dios se lo habrá llevado.
– ¿Qué más vas a decir?
– ¡Nada!
Lola se echó a llorar amargamente. Con un hilo de voz me confesó:
– Voy a tener un hijo.
– ¿Otro hijo?
– Sí.
Yo me quedé como asustado.
– ¿De quién?
– ¡No preguntes!
– ¿Que no pregunte? ¡Yo quiero preguntar! ¡Soy tu marido!
Ella soltó la voz.
– ¡Mi marido que me quiere matar! ¡Mi marido que me tiene dos largos años abandonada! ¡Mi marido que me huye como si fuera una leprosa! Mi marido…
– ¡No sigas!
Sí; mejor era no seguir, me lo decía la conciencia. Mejor era dejar que el tiempo pasara, que el niño naciera… Los vecinos empezarían a hablar de las andanzas de mi mujer, me mirarían de reojo, se pondrían a cuchichear en voz baja al verme pasar…
– ¿Quieres que llame a la señora Engracia?
– Ya me ha visto.
– ¿Qué dice?
– Que va bien la cosa.
– No es eso… No es eso…
– ¿Qué querías?
– Nada…, que conviene que entre todos arreglemos la cosa.
Mi mujer puso un gesto como suplicante.
– Pascual, ¿serías capaz?
– Sí, Lola; muy capaz. ¿Iba a ser el primero?
– Pascual; lo siento con más fuerza que ninguno, siento que ha de vivir…
– ¡Para mi deshonra!
– O para tu dicha, ¿qué sabe la gente?
– ¿La gente? ¡Vaya si lo sabrá!
Lola sonreía, con una sonrisa de niño maltratado que hería a la mirada.
– ¡Quién sabe si podremos hacer que no lo sepa!
– ¡Y todos lo sabrán!
No me sentía malo -bien Dios lo, sabe-,pero es que uno está atado a la costumbre como el asno al ronzal.
Si mi condición de hombre me hubiera permitido perdonar, hubiera perdonado, pero el mundo es como es y el querer avanzar contra corriente no es sino vano intento.
– ¡Será mejor llamarla!
– ¿A la señora Engracia?
– Sí.
– ¡No, por Dios! ¿Otro aborto? ¿Estar siempre pariendo por parir, criando estiércol?
Ella se arrojó contra el suelo hasta besarme los pies.
– ¡Te doy mi vida entera, si me la pides!
– Para nada la quiero.
– ¡Mis ojos y mi sangre, por haberte ofendido!
– Tampoco.
– ¡Mis pechos, mi madeja de pelo, mis dientes! ¡Te doy lo que tú quieras; pero no me lo quites, que es por lo que estoy viva!
Lo mejor era dejarla llorar, llorar largamente, hasta caer rendida, con los nervios destrozados, pero ya más tranquila, como más razonable.
Mi madre, que la muy desgraciada debió ser la alcahueta de todo lo pasado, andaba como huida y no se presentaba ante mi vista. ¡Hiere mucho el calor de la verdad! Me hablaba las menos palabras posibles, salía por una puerta cuando yo entraba por la otra, me tenía -cosa que ni antes sucediera, ni después habría de volver a suceder- la comida preparada a las horas de ley, ¡da pena pensar que para andar en paz haya que usar del miedo!, y tal mansedumbre mostraba en todo su ademán que hasta desconcertado consiguió llegarme a tener. Con ella nunca quise hablar de lo de Lola; era un pleito entre los dos, que nada más que entre los dos habría de resolverse.
Un día la llamé, a Lola, para decirla:
– Puedes estar tranquila.
– ¿Por qué?
– Porque a la señora Engracia nadie la ha de llamar.
Lola se quedó un momento pensativa, como una garza.
– Eres muy bueno, Pascual.
– Sí; mejor de lo que tú crees.
Y mejor de lo que yo soy.
– ¡No hablemos de eso! ¿Con quién fue?
– ¡No lo preguntes!
– Prefiero saberlo, Lola.
– Pero a mí me da miedo decírtelo.
– ¿Miedo?
– Sí; de que lo mates.
– ¿Tanto lo quieres?
– No lo quiero.
– ¿Entonces?
– Es que la sangre parece como el abono de tu vida…
Aquellas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza como con fuego, y como con fuego grabadas conmigo morirán.
– ¿Y si te jurase que nada pasará?
– No te creería.
– ¿Por qué?
– Porque no puede ser, Pascual, ¡eres muy hombre!
– Gracias a Dios; pero aún tengo palabra.
Lola se echó en mis brazos.
– Daría años de mi vida porque nada hubiera pasado.
– Te creo.
– ¡Y porque tú me perdonases!
– Te perdono, Lola. Pero me vas a decir…
– Sí.
Estaba pálida como nunca, desencajada; su cara daba miedo, un miedo horrible de que la desgracia llegara con mi retorno; la cogí la cabeza, la acaricié, la hablé con más cariño que el que usara jamás el esposo más fiel; la mimé contra mi hombro, comprensivo de lo mucho que sufría, como temeroso de verla desfallecer a mi pregunta.
– ¿Quién fue?
– ¡El Estirao!
– ¿El Estirao?
Lola no contestó.
Estaba muerta, con la cabeza caída sobre el pecho y el pelo sobre la cara… Quedó un momento en equilibrio, sentada donde estaba, para caer al pronto contra el suelo de la cocina, todo de guijarrillos muy pisados…
XVI
U n nido de alacranes se revolvió en mi pecho y, en cada gota de sangre de mis venas, una víbora me mordía la carne.
Salí a buscar al asesino de mi mujer, al deshonrador de mi hermana, al hombre que más hiel llevó a mis pechos; me costó trabajo encontrarlo de huido como andaba. El bribón tuvo noticia de mi llegada, puso tierra por medio y en cuatro meses no volvió a aparecer por Almendralejo; yo salí en su captura, fui a casa de la Nieves, vi a la Rosario… ¡Cómo había cambiado! Estaba aviejada, con la cara llena de arrugas prematuras, con las ojeras negras y el pelo lacio; daba pena mirarla, con lo hermosa que fuera.