Su entierro, como años atrás el de mi padre, fue pobre y aburrido, y detrás de la caja no se hubieron de juntar, sin exageración, más arriba de cinco o seis personas: don Manuel, Santiago el monaguillo, Lola, tres o cuatro viejas y yo. Delante iba Santiago, con la cruz, silbandillo y dando patadas a los guijarros; detrás, la caja; detrás, don Manuel con su vestidura blanca sobre la sotana, que parecía como un peinador, y detrás las viejas con sus lloros y sus lamentos, que mismo parecía a quienes las viese que todas juntas eran las madres de lo que iba encerrado camino de la tierra.
Lola era ya por entonces medio novia mía, y digo medio novia nada más porque, en realidad, aunque nos mirábamos con alguna inclinación, yo nunca me había atrevido a decirle ni una palabra de amores; me daba cierto miedo que me despreciase, y si bien ella se me ponía a tiro las más de las veces porque yo me decidiese, siempre podía más en mí la timidez que me hacía dar largas y más largas al asunto, que iba prolongándose ya más de lo debido. Yo debía de andar por los veintiocho o treinta años, y ella, que era algo más joven qué mi hermana Rosario, por los veintiuno o veintidós; era alta, morena de color, negra de pelo, y tenía unos ojos tan profundos y tan negros que herían al mirar; tenía las carnes prietas y como endurecidas de saludable como estaba, y por el mucho desarrollo que mostraba cualquiera daría en pensar que se encontraba delante de una madre. Sin embargo, y antes de pasar adelante y arriesgarme a echarlo en el olvido, quiero decirle a usted, para atenerme en todo a la verdad, que por aquellas fechas tan entera estaba como al nacer y tan desconocedora de varón como una novicia; es esto una cosa sobre la que quiero hacer hincapié para evitar que puedan formarse torcidas ideas sobre ella; lo que hiciera más tarde -sólo Dios lo sabe hasta el final- allá ella con su conciencia, pero de lo que hiciera por aquel tiempo tan seguro estoy que alejada de toda idea de lujuria andaba que no dudaría ni un solo instante en dar mi alma al diablo si me demostrase lo contrario. Andaba con mucho poder y seguridad y con tanto desparpajo y arrogancia que cualquiera cosa pudiera parecer menos una pobre campesina, y su mata de pelo, cogida en una gruesa trenza bajo la cabeza, tal sensación daba de poderlo que, al pasar de los meses y cuando llegué a mandar en ella como marido, gustaba de azotarme con ella por las mejillas, tal era su suavidad y su aroma: como a sol, y a tomillo, y a las frías gotitas de sudor que por el bozo le aparecían al sofocarse…
El entierro, volviendo a lo que íbamos, salió con facilidad; como la fosa ya estaba hecha, no hubo sino que meter a mi hermano dentro de ella y acabar de taparlo con tierra. Don Manuel rezó unos latines y las mujeres se arrodillaron; a Lola, al arrodillarse, se le vetan las piernas, blancas y apretadas como morcillas, sobre la media negra. Me avergüenzo de lo que voy a decir, pero que Dios lo aplique a la salvación de mi alma por el mucho trabajo que me cuesta: en aquel momento me alegré de la muerte de mi hermano… Las piernas de Lola brillaban como la plata, la sangre me golpeaba por la frente y el corazón parecía como querer salírseme del pecho.
No vi marcharse ni a don Manuel ni a las mujeres. Estaba como atontado, cuando empecé a volver a percatarme de la vida, sentado en la tierra recién removida sobre el cadáver de Mario; por qué me quedé allí y el tiempo que pasó, son dos cosas que no averigüé jamás. Me acuerdo que la sangre seguía golpeándome las sienes, que el corazón seguía queriéndose echar a volar. El sol estaba cayendo; sus últimos rayos se iban a clavar sobre el triste ciprés, mi única compañía. Hacia calor; unos tiemblos me recorrieron todo el cuerpo; no podía moverme, estaba clavado como por el mirar del lobo.
De pie, a mi lado, estaba Lola, sus pechos subían y bajaban al respirar…
– ¿Y tú?
– ¡Ya ves!
– ¿Qué haces aquí?
– ¡Pues…, nada! Por aquí…
Me levanté y la sujeté por un brazo.
– ¿Qué haces aquí?
– ¡Pues nada! ¿No lo ves? ¡Nada!
Lola me miraba con un mirar que espantaba. Su voz era como, una voz del más allá, grave y subterránea como la de un aparecido.
– ¡Eres como tu hermano!
– ¿Yo?
– ¡Tú! ¡Sí!
Fue una lucha feroz. Derribada en tierra, sujeta, estaba más hermosa que nunca… Sus pechos subían y bajaban al respirar cada vez más de prisa. Yo la agarré del pelo y la tenía bien sujeta a la tierra. Ella forcejeaba, se escurría…
La mordí hasta la sangre, hasta que estuvo rendida y dócil como una yegua joven.
– ¿Es eso lo que quieres?
– ¡Sí!
Lola me sonreía con su dentadura toda igual… Después me alisaba el cabello
– ¡No eres como tu hermano…! ¡Eres un hombre…!
En sus labios quedaban las palabras un poco retumbantes.
– ¡Eres un hombre…! ¡Eres un hombre…!
La tierra estaba blanda, bien me acuerdo. Y en la tierra, media docena de amapolas para mi hermano muerto: seis gotas de sangre…
– ¡No eres como tu hermano…! ¡Eres un hombre…!
– ¿Me quieres?
– ¡Sí!
VI
Q uince días ha querido la Providencia que pasaran desde que dejé escrito lo que atrás queda, y en ellos, entretenido como estuve con interrogatorios y visitas del defensor por un lado, y con el traslado hasta este nuevo sitio, por otro, no tuve ni un instante libre para coger la pluma. Ahora, después de releer este fajo, todavía no muy grande, de cuartillas, se mezclan en mi cabeza las ideas más diferentes con tal precipitación y tal marea que, por más que pienso, no consigo acertar a qué carta quedarme. Mucha desgracia, como usted habrá podido ver, es la que llevo contada, y pienso que las fuerzas han de decaerme cuando me enfrente con lo que aún me queda, que más desgraciado es todavía; me espanta pensar con qué puntualidad me es fiel la memoria, en estos momentos en que todos los hechos de mi vida -sobre los que no hay maldita la forma de volverme atrás- van quedando escritos en estos papeles con la misma claridad que en un encerado; es gracioso -y triste también, ¡bien lo sabe Dios!- pararse a considerar que si el esfuerzo de memoria que por estos días estoy haciendo se me hubiera ocurrido años atrás, a estas horas, en lugar de estar escribiendo en una celda, estaría tomando el sol en el corral, o pescando anguilas en el regato, o persiguiendo conejos por el monte. Estaría haciendo otra cosa cualquiera de esas que hacen -sin fijarse- la mayor parte de los hombres; estaría libre, como libres están -sin fijarse tampoco- la mayor parte de los hombres; tendría por delante Dios sabe cuántos años de vida, como tienen -sin darse cuenta de que pueden gastarlos lentamente- la mayor parte de los hombres…
El sitio donde me trajeron es mejor; por la ventana se ve un jardincillo, cuidadoso y lamido como una salita, y más allá del jardincillo, hasta la serranía, se extiende la llanada, castaña como la piel de los hombres, por donde pasan -a veces- las reatas de mulas que van a Portugal, los asnillos troteros que van hasta las chozas, las mujeres y los niños que van sólo hasta el pozo.
Yo respiro mi aire, que entra y sale de la celda porque con él no va nada, ese mismo aire que a lo mejor respira mañana o cualquier día el mulero que pasa… Yo veo la mariposa toda de colores que revolea torpe sobre los girasoles, que entra por la celda, da dos vueltas y sale, porque con ella no va nada, y que acabará posándose tal vez sobre la almohada del director… Yo cojo con la gorra el ratón que comía lo que yo ya dejara, lo miro, lo dejo -porque con él no va nada- y veo cómo escapa con su pasito suave a guarecerse en su agujero, ese agujero desde el que sale para comer el rancho del forastero, del que está tan sólo una temporada en la celda de la que ha de salir para el infierno las más de las veces…