«¿Quién? ¿Pero quién?», interrumpió de nuevo Leoncio.
«¡Tus osos, Majestad, tus osos! ¡Borrachos perdidos del primero al último, desgañitándose con obscenas canciones! ¡Unos, vestidos con ricos mantos, otros con chaqué, otros tumbados en posturas indecentes, otros agujereando las cubas para beber luego del chorro, otros caídos bajo las mesas!»
«¡Es una calumnia!», jadeó el Rey Leoncio.
«¡Lo he visto con mis propios ojos, te lo juro!», protestó el mago.
«¡Bien, voy inmediatamente a verlo! Y si has dicho una mentira, ¡me las pagarás!»
El Rey no se lo pensó ni un momento. Ya había caído la noche. Acompañado por un batallón de guardias, se dirigió al bosque de las globigerinas y vio resplandecer, sobre la masa oscura de los árboles, la cúpula de un palacio fantástico, constelado de luces. Espumeando de ira, se adelantó para sorprender in fraganti a los borrachuzos. Pero en cuanto salió de la espesura del bosque y apareció en el claro, el palacio maravilloso había desaparecido. En su lugar, había una mísera casucha con una ventanuca iluminada. El Rey quiso entrar a ver.
Abriendo de repente la puerta, encontró al chambelán Salitre que leía un gran libro a la luz de un candil.
«¿Qué haces aquí a estas horas, Salitre?»
«Estudio el gran libro de las leyes, Majestad, y ésta es mi humilde casa».
Pero Leoncio olfateaba alrededor. Había en el aire un curioso olor… Qué extraño, se diría que era un perfume de flores, de manjares, de buenos vinos. Una sospecha nació en el Rey.
¿Qué podría decir, sin embargo, en esos momentos?
«Buenas noches, Salitre», barbotó. «¿Sabes? Pasaba por aquí, por casualidad, y he entrado a hacerte una visita».
Se fue, entonces, más bien avergonzado, y volvió al palacio meditando aquel enigma.
En toda la noche no pudo dormir. Tormentosas preguntas asaltaban borrascosamente su cerebro.
¿Había mentido el mago?
¿Pero cómo también él, Leoncio, había descubierto el palacio más allá de las plantas?
¿Pero cómo había podido el palacio desaparecer después de repente?
¿Sería un palacio encantado?
¿Pero quién podía hacer encantamientos si no era el mago?
¿Pero no le habían robado al mago la varita?
¿Quién entonces podía hacer brujerías sino el ladrón?
¿Y cómo, por cierto, estaba Salitre en aquella solitaria casucha?
¿Y cómo explicar aquellos extraños olores de asados y vinos?
¿Estaría implicado Salitre en aquel turbio asunto?
Pero la indignación de Leoncio llegó al colmo cuando al alba le vinieron a anunciar el tercer hecho misterioso, esto es
el saqueo de la Gran Banca Universal.
Bandidos armados y enmascarados habían asaltado durante la noche el edificio, matando a los guardianes, forzando la puerta blindada y robando el tesoro entero. Las cajas del Estado no tenían ya ni un céntimo.
¿Y el culpable? Salitre explicó con magníficas argumentaciones que no podían haber sido delincuentes vulgares. Habían sido, sin duda, maleantes guiados por un hombre astuto, hábil en lo manual y profundo en la ciencia. Sólo uno, sostenía en suma el chambelán, podía haber organizado un golpe semejante. Y su nombre era De Ambrósiis.
***
A Leoncio le pareció que se le caía una venda de los ojos: ¿pero cómo no lo había comprendido antes? ¿Pero cómo no se había dado cuenta por sí mismo? Ahora se lo explicaba todo: De Ambrósiis tenía envidia de los osos, por los que había malgastado sus dos encantamientos; De Ambrósiis había inventado el robo de la varita para evitar que el Rey pudiera pedirle otros servicios y para desacreditar a las fieras; De Ambrósiis, siempre para calumniar a los osos, había puesto en escena la fábula del banquete nocturno en la bodega (y si él, Leoncio, había creído por un instante percibir el palacio, había sido por autosugestión). En fin, De Ambrósiis sediento de poder y de oro, maquinó el saqueo de la Banca.
De Ambrósiis fue detenido media hora después por orden expresa del Rey, aunque protestó de lo lindo. Lo cargaron de cadenas y lo encerraron en la celda más profunda y tenebrosa de la prisión.
Pero, entretanto -nos preguntamos-, ¿qué va curioseando en la sede de la Banca, tras las idas y venidas de los policías encargados de las indagaciones, cierto oso Jazmín, que suele vagabundear por la ciudad con aspecto estúpido, hasta el punto de que se le cree un poco tocado de la cabeza?
«¡Andando! ¡Fuera de aquí!», le gritan los guardias.
Él, en cambio, ni caso. Pone una sonrisita boba como si no hubiese entendido y, mientras tanto, continúa mirando a hurtadillas a su alrededor, especialmente allí donde eran más evidentes las huellas de los ladrones: la puerta blindada de la cámara del tesoro, que yace por tierra arrancada de sus goznes.
«¿Ha sido De Ambrósiis?», se pregunta Jazmín incrédulo, y se agacha para recoger del suelo seis o siete pelos que han escapado a los ojos de la policía gubernativa. Los huele, los mira a contraluz.
«¡Suelta eso, entrometido!», le grita un guardia. «¿Qué es lo que has recogido del suelo?»
«Nada, sólo unos pelos».
«¿Pelos? ¡Déjame ver inmediatamente!», y apenas los ve, el policía se pone a gritar como un grajo. «¡Los pelos de la barba del mago! ¡Los pelos del mago! ¡Comisario, comisario! ¡Aquí está la prueba decisiva!»
Sin embargo, Jazmín ríe aún con aire estúpido. Sí, sí, barba; sí, sí, mago. Él los ha reconocido enseguida: son pelos de oso, apostaría la cabeza.
¡Ay! Han sido, pues, los osos los que han dado el golpe delictivo. Y De Ambrósiis es inocente. Pero ahora, ¿cómo poner sobre aviso al Rey Leoncio? ¿Cómo convencerle? ¿Cómo salvar a De Ambrósiis de la horca? Desde hace algún tiempo Jazmín vive con los ojos siempre abiertos. ¡Sabe tantas cosas, además de este asunto del tesoro, que Leoncio ni se imagina! Y ahora no hay tiempo que perder. Incluso a costa de darle un enorme disgusto, es necesario advertir al Rey Jazmín debe enviarle una carta.
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CAPÍTULO DÉCIMO
Con el correo de la mañana le llega al Rey la siguiente misiva, que transcribimos textualmente, con todas las faltas de ortografía (porque Jazmín ha sido siempre bastante burro en la escuela).
Buen Rey, tienes cerca una bíbora
que te ace cometer hinjusticias.
Un hinocente está encerrado en prisión
y el ladrón está por eso contentón.
Tú: «y si lo sabes, ¿por qué no lo dizes?»
Yo: «¡Porque no quiero piyarme las narizes!»
Pero una noche de estas
pasa por la calle de La Bruyère 40
y acuérdate del esmoquin ponerte,
o el elegante chaqué.
Antes de que la noche llegue a su fin
se lo agradecerás a
Jazmín
¿Qué nueva diablura era aquélla? ¿Un nuevo misterio? ¿No había ya bastantes? El Rey no se aclaraba. Sin embargo, Jazmín le había sido siempre simpático y quiso seguir su consejo.
En cuanto se hizo de noche, poniéndose por primera vez en su vida un traje de gala (porque odiaba las ropas de cualquier clase), se dirigió completamente solo al lugar indicado. Las calles estaban desiertas.
El número 40 de la calle de La Bruyère era un elegante chalet. El Rey llamó, se abrió la puerta, un mayordomo galoneado le acompañó hasta arriba por una escalerilla y al final de la escalera divisó, ¡oh, maravilla!, una gran sala, en la que Leoncio, paralizado de estupor, vio docenas de osos elegantísimos -y alguno hasta con un monóculo- que jugaban a juegos de azar. Voces confusas se entremezclaban. «¡Buen golpe! ¡Capote!», gritaba uno. «¡A mí diez mil, veinte mil». Y otro: «¡Desbancado, maldición! ¡Estoy arruinado! ¡Canallas!» Montones de oro pasaban, en el caprichoso juego de la fortuna, de unos a otros, con una rapidez extraordinaria. De aquí y allá surgían risas. ¡Qué depravación, qué vergüenza! Pero se le heló la sangre en las venas cuando su mirada se dirigió al fondo de la sala. ¿Sabéis quién estaba allí? Tonio, su hijo, que estaba dilapidando su sueldo de príncipe, del que sólo le quedaban ya unas monedas. Sentados a su mesa había tres osazos de aspecto patibulario. Uno de ellos decía: «Adelante, jovencito, me debes todavía 500 ducados». Y lo decía de tal modo que Tonio, espantado, a quien no le quedaba ya ni un real, se arrancó del cuello un precioso colgante de oro, regalo de su padre por su cumpleaños, y lo arrojó sobre el tapete verde.