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Mientras desde la costa una inmensa multitud los contemplaba conteniendo la respiración, la barquichuela, empujada gallardamente por los remeros, se separó de la ribera acercándose a la terrible culebra, que alzaba y escondía alternativamente la cabeza entre el oleaje espantoso de espuma.

Leoncio, de pie en lo alto de la proa, levantó el arpón pronto para asestar el primer golpe.

Y he aquí que de una de las ondas surge vibrando un cuello alto como una encina, sosteniendo la cabeza más horripilante que se pueda imaginar. La serpiente abrió de par en par las fauces, que parecían una cueva, y se lanzó sobre la frágil barca. Entonces Leoncio arrojó el arpón.

Silbando, el arpón voló como un rayo y se hundió al menos tres palmos en la garganta del monstruo. Siguió una fragorosa detonación: los compañeros del Rey habían descargado a la vez sus armas para asestar el golpe de gracia.

Durante un minuto el esquife quedó envuelto en una densa nube de humo a causa de los disparos. Después, mientras la serpiente de mar se hundía entre borbotones de sangre y un altísimo grito de alegría retumbaba de ribera a ribera, el viento se llevó el humo y se pudo ver.

Se vio en la proa de la pequeña embarcación al Rey Leoncio caído boca abajo. Un arroyuelo de sangre brotaba de su espalda. Al mismo tiempo, uno de los remeros, dejando el remo, saltó en pie blandiendo un hacha, se lanzó contra el chambelán Salitre y le separó de un solo tajo la cabeza del cuerpo. Era el oso Jazmín.

¡Qué tragedia!

Embarcándose expresamente para no perder de vista a Salitre, el valiente oso detective lo había visto todo: aprovechándose del tiroteo general, el chambelán había disparado, no contra el monstruo, sino contra su Rey. ¡Ay, el tímido Jazmín sospechaba la verdad desde hacía algún tiempo, pero no había tenido valor para confesarle todo al Soberano: esto es, que la varita mágica había sido robada por Salitre, que a Salitre se debían los banquetes en la bodega del palacio embrujado; Salitre había saqueado la Banca; Salitre había organizado el garito; Salitre conspiraba para suprimir a Leoncio y arrebatarle la corona. Hasta el monumento le estaba destinado a él, a Salitre, y no al Rey, que jamás había tenido el hocico tan largo. Pero Jazmín, esperando siempre que el chambelán se traicionase a sí mismo, no había indicado a Leoncio más que el asunto de la timba. Y ahora era ya demasiado tarde.

Con el Rey mortalmente herido a bordo, la navecilla se apresuró hacia la ribera en un inmenso silencio, porque la multitud, petrificada por el dolor, no podía ni siquiera llorar.

***

Desembarcado en la playa, Leoncio fue llevado al palacio; los médicos acudieron a curarlo, pero no se atrevieron a decir nada. Alguno sólo movía la cabeza, dejando entender que cualquier esperanza parecía perdida.

***

CAPÍTULO DUODÉCIMO

Y hemos llegado a la noche en la cual el Rey Leoncio llamó a su hijo y a los osos más fieles porque se sentía próximo a la muerte. Por el pequeño agujero hecho por la bala huía poco a poco la vida.

Para no amargarlo más, ninguno tuvo el valor de decirle que la varita mágica y el oro sustraído a la Banca habían sido encontrados en el palacio del mismo Salitre, que efectivamente este magnífico palacio existía y que en aquella noche famosa, dándose cuenta de que el Rey se acercaba, el chambelán lo había hecho desaparecer momentáneamente mediante un golpe de la varita mágica robada.

Pero el Soberano se alegró mucho de ver aparecer en su cuarto al profesor De Ambrósiis, mandado desencarcelar enseguida.

«No nos dejes, papá», imploraba su hijito Tonio. «Sin ti, ¿qué haremos? Tú nos has conducido desde las montañas, nos has librado de los enemigos y de la serpiente de mar. ¿Quién dirigirá ahora a nuestro pueblo?»

«No te atormentes, Tonio», murmuró el Sire. «Nadie es necesario en este mundo. Partido yo, habrá algún otro caballero capaz de custodiar la corona. Pero para vuestra salvación, hermanos, habréis de prometerme una cosa».

«Habla, oh Rey», dijeron todos cayendo de rodillas. «Nosotros te escuchamos».

«Volved a las montañas», dijo lentamente Leoncio. «Dejad esta ciudad donde habéis encontrado la riqueza, pero no la paz del espíritu. Quitaos de encima estos vestidos ridículos. Tirad el oro. Arrojad los cañones, los fusiles y todas las demás cosas diabólicas que los hombres os han enseñado. Volved a ser los que erais antes. ¡Qué felices vivíamos en aquellas solitarias cavernas abiertas a los vientos y no en estos melancólicos palacios llenos de cucarachas y de polvo! Las setas del bosque y la miel silvestre os parecían entonces el manjar más exquisito. ¡Oh, bebed otra vez el agua pura de los manantiales y no el vino, que arruina la salud! Será triste separarse de tantas cosas bellas, lo sé, pero luego os sentiréis más contentos y seréis también más hermosos. Estamos gordos, amigos, ésta es la verdad, y hemos echado barriga.»

«¡Oh, perdónanos buen Rey!», dijeron todos. «¡Ya verás como te obedeceremos!»

***

El Rey Leoncio se levantó sobre las almohadas para respirar el aire perfumado del atardecer. Estaba cayendo la noche. Y por las ventanas abiertas de par en par se veía la ciudad que resplandecía maravillosamente bajo los últimos rayos del sol, los jardines floridos y, al fondo, una franja de mar celeste que parecía un sueño.

Se hizo un gran silencio. Y de repente los pajarillos se pusieron a cantar. Entraban por la ventana llevando cada uno en el pico una florecilla y, revoloteando graciosamente, la dejaban caer sobre el lecho del oso moribundo.

«Adiós, Tonio», susurró aún el Rey. «Ahora tengo que partir. Os ruego, si no es demasiado trabajo, que me llevéis también a las montañas. Adiós, amigos. Adiós, amado pueblo. Adiós también a ti, De Ambrósiis; ¡un golpecito de tu varita mágica quizá no sería inútil para devolver la razón a mis buenos animales!»

Cerró los ojos. Le pareció como si desde las amables sombras, los espíritus de los antiguos osos, de los parientes, de su padre, de los compañeros caídos en combate, se acercaban a él para acompañarlo al lejano paraíso de los osos, donde florece eterna la primavera. Y acabó su vida con una sonrisa.

Y al día siguiente los osos partieron.

Ante el estupor de los hombres (y también cierto disgusto, porque en general aquellas bestias habían resultado simpáticas), los osos dejaron los palacios y las casas tal como estaban, sin llevarse siquiera un alfiler, amontonaron en una plaza todas las armas, los vestidos, las condecoraciones, los penachos, los uniformes, etc., y lo prendieron fuego. Distribuyeron entre los pobres todo el dinero, hasta el último céntimo. Y en silencio desfilaron en columna por el camino que trece años antes habían descendido de victoria en victoria.

Dicen que la muchedumbre de los hombres, apiñada en lo alto de las murallas, prorrumpió en lamentos y sollozos cuando el cuerpo del Rey Leoncio, llevado a hombros por cuatro hercúleos osos, salió por la puerta mayor rodeado de una selva de antorchas banderas (y quizá también a vosotros os disguste un poco verlo partir para siempre).

Los niños:

Oseznos amigos, no nos dejéis tristes.

Pronto será noche y oscura la vía.

Por vuestro camino las brujas terribles

irán acosándoos hasta el nuevo día.

Quedaos al menos algún tiempo más

que os enseñaremos divertidos juegos

y nunca os haremos volver a enfadar;

os daremos nueces, frutas, caramelos,

jugaremos juntos a indios y vaqueros.

Haremos cometas, volcanes de arena;