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con barcos y trenes, por días enteros

nos divertiremos jugando a la guerra.

Luego, cada tarde contaremos cuentos

y cada día que pase estaréis más contentos.

Los oseznos:

Adiós, niños, ya nos vamos.

No nos digáis esas cosas.

Estamos tristes. Viajamos

hacia tierras misteriosas.

También querríamos quedarnos

jugando con los amigos

aquí, en el alegre prado,

hasta que haya anochecido.

Pero, ¡ay!, nunca más podremos.

Dios nos llama a las montañas.

Así acaban, como un sueño,

nuestra historia y nuestras hazañas.

Y así, a lo largo de la blanca carretera que se perdía hacia las montañas, se alejaba el inmenso cortejo, hasta que el último batallón dejó la ciudad, volviéndose para saludar.

Poquito a poco la larguísima fila se hacía más pequeña y tenue. Hacia el ocaso ya no era más que una sutil línea negra sobre el lomo de una colina lejana. (Pero más remotas, a una distancia incalculable, refulgían las altísimas cimas, rodeadas de hielo y soledad.) Después ya no se vio más.

¿Dónde fue enterrado el Rey Leoncio? ¿En qué bosque de abetos, en qué verde prado, en el corazón de qué peñasco? Nadie lo ha sabido nunca, probablemente no lo sabremos jamás. ¿Y qué hicieron después los osos en su antiguo reino? Son secretos custodiados por la eternidad de las montañas.

Para recordar la estancia de los osos entre nosotros, sólo quedó el monumento inacabado, con la mitad de la cabeza construida, dominando los tejados de la capital. Pero las tempestades, el viento, los siglos, han destruido poco a poco también aquello. El año pasado no quedaban más que algunas piedras, erosionadas e irreconocibles, amontonadas en el rincón de un jardín.

«¿Qué son esos extraños pedruscos?», preguntamos a un viejo patriarca que pasaba por allí.

«Pero, ¿cómo?», dijo amablemente. «¿No lo sabéis, señor? Son los restos de una antigua estatua. ¿Ve? En los tiempos de Maricastaña…»

Y empezó a contar.

***

Dino Buzzati

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