Después se descenderá al verdeante valle, con aldeas, arroyuelos, bosques llenos de pajarillos y casitas esparcidas aquí y allá: un paisaje bellísimo.
Pero a los lados del valle se alzan siempre los montes, menos altos y escarpados que los que vimos al principio, pero también llenos de asechanzas; por ejemplo: castillos embrujados, grutas con dragones venenosos, otros castillos donde viven los ogros, y así sucesivamente. Hay que estar, pues, siempre atentos, sobre todo de noche.
Poco a poco nos iremos acercando a la fabulosa capital de Sicilia, de la que hoy no queda ni el recuerdo (¡han pasado tantos años!). Está circundada por montañas altísimas y provista de fortalezas. La fortaleza principal se llama Castillo del Cormorán. Y allí nos las vamos a ver buenas.
Entraremos por fin en la capital, famosa en todo el mundo por sus palacios de mármol oscuro, sus torres que llegan al cielo, sus iglesias recubiertas de oro, sus jardines siempre floridos, sus circos ecuestres, sus parques de atracciones, sus teatros. El Gran Teatro Excelsior es el más hermoso de todos.
¿Y las montañas de las que hemos salido? ¿No volveremos nunca más a nuestras viejas montañas?
***
CAPÍTULO PRIMERO
Oigamos ahora, sin mover ni un ojo,
la famosa invasión de Sicilia por los osos.
Sucedió en los tiempos de Maricastaña
cuando las bestias son buenas y el hombre no engaña.
En aquellos tiempos Sicilia no era
como ahora, sino de otra manera:
altas montañas se alzaban al cielo
con la cima cubierta de hielo,
y en medio de las montañas, los volcanes
que tenían la forma de panes.
Especialmente había uno
que formaba una bandera con el humo
y de noche aullaba como un loco
(no ha dejado de aullar ni siquiera un poco).
En las oscuras cuevas de las montañas
vivían los osos comiendo castañas;
setas, trufas y brotes de enebro buscaban,
comían sin parar hasta que se hartaban.
Bien. Muchos años antes, mientras el Rey de los osos, Leoncio, con su hijuelo Tonio, buscaba setas por sus montes, dos cazadores le habían robado al pequeño. El padre se había alejado un momento por un despeñadero y ellos habían sorprendido al osezno solo e indefenso, le habían atado como un paquete y le habían bajado por los precipicios hasta el fondo del valle.
Tonio, Tonio, llama fuerte
pero las horas pasan eternas.
Responde al eco de las cavernas
y alrededor un silencio de muerte.
Se pregunta ¿dónde estará?
¿Le habrán llevado a la ciudad?
Finalmente, el Rey volvió a su guarida y contó que su hijo había muerto, despeñado desde una roca. No habría tenido valor para decir la verdad; hubiera sido una vergüenza para un oso, figuraos para el Rey. A fin de cuentas, se lo había dejado capturar.
Desde aquel día no había vuelto a tener paz. Cuántas veces había pensado en bajar entre los hombres a buscar a su hijito. Pero ¿cómo hacerlo solo? ¿Un oso en medio de los hombres? Lo matarían y encadenarían, y entonces adiós. Así pasaban los años.
Y he aquí que llegó el invierno más terrible de todos los inviernos. Un frío tal que hacía castañetear los dientes a los mismos osos bajo sus espesas pieles. Una nieve que cubría todas las plantitas; y no había nada que comer. Un hambre que hacía gemir noches enteras a los ositos más jóvenes y a los osos delicados de los nervios. No aguantaban más. Hasta que uno dijo: «¿Y por qué no bajamos a la llanura?» Se veía, en las mañanas claras, el fondo del valle limpio de nieve, con las casas de los hombres y los humos que salían de las chimeneas, señal de que se preparaba alguna cosa de comer. El paraíso estaba allí, parecía. Y los osos, desde las altas peñas, se pasaban horas contemplándolo, exhalando profundos suspiros.
«Bajemos al llano. Mejor luchar contra los hombres que morir de hambre aquí arriba», decían los osos más animosos. Y a su Rey, Leoncio, a decir verdad, no le disgustaba la idea: sería una buena ocasión para buscar a su hijito. El peligro, si todo el pueblo bajaba en masa, sería mucho menor. Los hombres se lo pensarían dos veces antes de afrontar un ejército así.
Ignoraban los osos, incluso el Rey Leoncio, cómo eran en realidad los hombres, cuán malos y astutos, qué armas tan terribles poseían, qué trampas sabían elegir para aprisionar a los animales. Los osos no lo sabían, los osos no tenían miedo. Y decidieron dejar las montañas para bajar a la llanura.
Reinaba en aquella época el Gran
Duque, del que oiremos hablar tanto.
Villano, feo y dominante,
seco y delgado como un palo.
Pero, ¿quién podrá nunca apreciar
al Gran Duque, cruel tirano?
Habría que decir ahora que unos meses antes el profesor De Ambrósiis, el astrólogo de la Corte, había profetizado que de las montañas descendería un ejército invencible, que el Gran Duque sería derrotado y que el enemigo se apoderaría de todo el país.
El profesor habló así porque estaba seguro del asunto, basándose en cálculos hechos con las estrellas. Pero ¡figuraos el Gran Duque! Lleno de rabia, hizo arrojar al astrólogo del palacio después de haberle apaleado. No obstante, como era supersticioso, ordenó a sus soldados subir a las montañas y matar a todos los seres vivientes que encontrasen. Así, pensaba, no quedaría nadie en los montes y nadie podría bajar para conquistar su reino.
Los soldados partieron, armados hasta los dientes, y mataron sin misericordia a todos los seres vivientes que encontraron allá arriba: eran viejos leñadores, pastorcillos, ardillas, lirones, marmotas y hasta inocentes pajarillos. Tan sólo se salvaron los osos, escondidos en sus profundísimas cavernas, y el Viejo de la Montaña, el gran viejo misterioso que nunca podrá morir y que nadie sabe con certeza dónde pueda estar.
Pero una tarde un heraldo llega.
Anuncia: «¡En los montes hay una sierpe
[negra!»
La serpiente resulta hecha de puntitos:
los forman los osos, las osas y ositos.
«¿Los osos?», ríe el Gran Duque. «¡Ja, ja!
¡Ya veremos quién vencerá!»
Pronto se oye una fanfarria:
es el ejército que se prepara.
¡Adelante! ¡March! ¡Gentuza!
¡Mañana será la lucha!
Se puede ver la batalla
en el dibujo de la otra página.
El Gran Duque desde abajo, los osos desde arriba
y comienza la degollina.
Pero, ¿qué pueden los osos armados con lanzas,
[flechas y arpones
contra fusiles, escopetas, culebrinas y cañones?
Llueve el plomo, enrojece la nieve,
¿quién a tantos muertos cavar la fosa puede?
El Gran Duque que por prudencia se quedó más lejos
observa la escena con un catalejo.
Y los cortesanos, por verle contento,
le han pintado en la lente un oso muerto.
Así, a cualquier sitio que vuelva la mirada
no ve más que fieras caer descuartizadas.
«Excelencia, ¿qué se ve?»
«Veo un oso sin un pie.»
«Y ahora, excelencia, ¿hay novedad?»
«Siempre osos muertos, uno aquí, otro allá.»
Entonces el Gran Duque, como dictador,
***
envía a sus oficiales recompensas al valor.
«¡Estupendo», exclama, «Chachi,
[extraordinario!»
Pero no había contado con el oso Padrazo.
En efecto, el oso Padrazo, de miembros gigantescos y de corazón intrépido, ha trepado, con algunos compañeros dignos de él, a un peñasco que da vértigo, sin preocuparse del peligro, y, una vez alcanzada la cima, construye inmensas bolas de nieve que precipita a manera de aludes sobre las escuadras del Gran Duque.