Y he aquí un jabalí, el primero, el más gordo de todos, que se separa de repente de la tierra, inflándose e inflándose, transformándose en un verdadero y auténtico globo: un hermosísimo globo aerostático que volaba hacia el cielo. Después un segundo, después un tercero y después un cuarto.
A medida que iban llegando, los fatales cochinos quedaban misteriosamente embrujados, se hinchaban como vejigas.
¡Eh!, cómo despegan; van con los céfiros y los pajaritos, acunados dulcemente por la brisa.
Así lo había querido el destino. Había habido que gastar el primero de los dos encantamientos y a De Ambrósiis no le quedaba más que uno: otro golpe de varita mágica y se convertiría en un hombre como cualquier otro, viejo y feo por añadidura. ¿Para qué había servido entonces tanta avaricia?
Pero entretanto el encantamiento había salvado a los osos. Se veía desaparecer el último de los jabalíes, ya no era más que un puntito negro en lo alto de la bóveda celeste.
De ahí los conocidos relatos ya lejanos
de los jabalíes voladores molfetanos.
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CAPÍTULO TERCERO
Había en la vecindad un viejo castillo. Por allí había más bien muchos en aquellos tiempos, pero nosotros queremos decir precisamente la Roca Diabla, que estaba totalmente en ruinas, fea y llena de alimañas; era el más famoso porque allí habitaban los fantasmas. En todos los castillos antiguos, como vosotros sabéis muy bien, vive generalmente un fantasma, o como máximo dos o tres. En la Roca Diabla ni se podían contar, eran centenares, o quizá millares, escondidos durante el día hasta en el agujero de la cerradura.
Hay madres que dicen: «No consigo entender qué gusto puede haber en contar a los niños historias de fantasmas; luego se asustan y de noche se ponen a gritar porque han oído el ruido de un ratón». Y quizá las mamás tengan razón. Pero hay que considerar tres cosas: primero, que los espíritus, admitiendo que existan, jamás han hecho mal a los niños; ni siquiera han hecho daño a nadie. Son los hombres los que los quieren tener miedo; los espíritus o los fantasmas, si es que existen (y hoy día prácticamente han desaparecido de la faz de la tierra), son como el viento, la lluvia, las sombras de los árboles, la voz del cuco por la noche, cosas naturales e inocentes; y probablemente están tristes por tener que estar solitos en viejas casas melancólicas y deshabitadas; probablemente, como no los ven casi nunca, tienen miedo de los hombres, y si demostrásemos un poco más de confianza, se volverían amables o se pondrían a jugar encantados; por ejemplo, al escondite.
En segundo lugar, debemos decir que la Roca ya no existe, que ya no existe la ciudad del Gran Duque, que ya no hay osos en Sicilia y que la historia está ya tan lejana que no hay por qué impresionarse.
Surgía triste, taciturno y sombrío
sobre un precipicio el castillo aludido,
y fuese ignorancia o superstición
gozaba de muy mala reputación.
Se decía que quien durmiera entre sus muros
muerto de espanto amanecía de seguro.
¡Fantasmas, larvas, espíritus, espectros,
[apariciones,
había de noche a montones!
Muerto y tieso había sido encontrado hasta el Martonella, famoso bandido que se jactaba de no tener temor ni de Dios. El hecho es que era fanfarrón y prepotente cuando le rodeaban sus esbirros o cuando estaba borracho. Pero en el castillo derruido y desierto, sin un tabernero que le llevase las jarras de vino una tras otra, sin camaradas con los que poder bromear y darse valor, al encontrarse por primera vez completamente solo, el Martonella empezó a pensar en sus cosas, se acordó de pronto de todas las canalladas que había hecho y ya empezaba a sentir en su cuerpo una inquietud jamás sentida antes, cuando casualmente pasaron por delante de él los espíritus de dos viejos barqueros a los que había matado para robarles. Los fantasmas ni siquiera le miraron, no se dignaron ni darse cuenta de su presencia; pero el terror del bandido fue tanto que se le paró la respiración. Y desde aquel día la gente pudo circular de nuevo de noche por los caminos, sin temor a ser asaltada.
Ahora el profesor De Ambrósiis, enfadadísimo con el Rey Leoncio y con los osos por haber tenido que desperdiciar uno de sus dos hechizos disponibles, quería vengarse. Y pensó que sería magnífico llevar a las fieras a la Roca Diabla: como eran tan ingenuos, a la vista de los fantasmas los osos se quedarían, como mínimo, muertos de repente.
Dicho y hecho. De Ambrósiis aconsejó al Rey Leoncio que llevara a sus animales a pasar la noche en el castillo: encontrarían donde dormir, comer y divertirse. «Mientras tanto, yo voy por delante para hacer los preparativos».
Y corrió por delante de ellos a la Roca para poner sobre aviso a los fantasmas. Como mago, tenía gran confianza con los espíritus, sabía muy bien que no eran peligrosos y les trataba sin excesivos miramientos.
«¡Arriba, arriba, amigos!», gritaba el profesor, corriendo por los salones ruinosos, invadidos ya por el crepúsculo. «¡Despertad, que llegan los huéspedes!»
Y de los cortinajes polvorientos, de las armaduras herrumbrosas, de las tiznadas chimeneas, de los viejos libros, de las botellas, hasta de los tubos del órgano de la capilla, salían en tropel los fantasmas. Feas caras, a decir verdad; cualquier cosa menos alentadoras para quien no tuviese práctica. Pero a él, De Ambrósiis, personalmente le traían sin cuidado, él era como de la familia.
¡Pero con esto no se contenta
y con el fuelle de la chimenea
va soplando por los intersticios
despertando a los nobles espíritus!
«¡Arriba, condesa», susurra, «es el día requerido
para imitar del gato el maullido.
Y también vosotros, ilustres señores,
hacedme el favor de ir a los salones.
Esta noche habrá gran fiesta de espantos
maullidos, gemidos, estridor y llantos.
Cuanto más miedo deis, más bello será
y el Rey Leoncio reventará».
¡Medianoche, la hora de las brujas! Desde la torre más alta, el espíritu de un antiguo reloj, ahora totalmente desvencijado, emitió doce débiles «¡deng! ¡deng!» y nubes de murciélagos se desprendieron de las ruinosas bóvedas, desparramándose por el castillo. Justo en aquel momento, el Rey Leoncio, a la cabeza de su pueblo, avanzaba por los desolados corredores, maravillándose de no encontrar luces encendidas, ni mesas servidas, ni orquestas de músicos (como De Ambrósiis había prometido).
¡Sí, sí, músicos!
De una gran telaraña que colgaba de un rincón se desprendieron, avanzando hacia Leoncio, una docena de espectros que gemían y hacían muecas.
«Los osos, animales ingenuos -había pensado De Ambrósiis-, tendrían un miedo de mil demonios». Pero el cálculo había fallado. Precisamente por ser simples e ingenuos, los osos contemplaron aquellas extrañas apariciones con curiosidad y nada más. ¿Por qué atemorizarse? No tenían dientes, ni colmillos, ni uñas; y sus voces se parecían a la de la lechuza.
«¡Vaya, mira, unas sábanas que bailan solas!», exclamó un osezno.
«Y tú, hermoso pañuelito, ¿por qué giras de ese modo?» preguntó otra fiera de un pálido espiritillo que daba vueltas a la altura de su hocico.
Pero ved también que los espíritus se detienen, dejando los gemidos y las locuras.
«¿Qué es esto?», grita uno de ellos con voz débil, pero ansiosa, cambiando completamente de tono. «¡Nuestro buen Rey! Pero, ¿cómo?, ¿no me reconocéis?»
«Pues… no sé… verdaderamente…», murmura Leoncio azorado.
«Soy Teófilo», dice el espíritu, y después, indicando a sus compañeros: «y éstos son Gedeón, Bafis, Narizotas, Patillas, tus fieles osos. ¿No los reconoces?»