Finalmente, el Rey los reconoció. Sus osos caídos en la batalla se habían transformado ya en espectros. Refugiados en el castillo, se habían hecho enseguida amigos de los fantasmas de los hombres y vivían en buena compañía. Pero ¡cómo habían cambiado! ¿Dónde estaban el simpático hocico, las robustas patas, la suntuosa piel? ¡Se habían hecho diáfanos, débiles, pálidos, como velos evanescentes!
«¡Mis bravos osos!», dice Leoncio conmovido, tendiendo las garras.
Se abrazaron, o al menos intentaron abrazarse, porque la cosa no es tan fácil entre un oso de carne y hueso y un fantasma hecho de materia impalpable. Entretanto llegaban más osos por una parte, más fantasmas por otra. Entre estallidos de risas y exclamaciones de alegría se sucedían nuevos reconocimientos. También los espíritus de los hombres, pasado el primer momento, acudían festivamente. No les parecía verdad a los espectros que, por fin, hubieran conseguido encontrar una ocasión para alegrarse un poco. Encendidas las hogueras, empezaron sin más las danzas a los sones de una improvisada orquestina: había un violoncelo, un violín y una flauta, por no hablar de los cantantes y de los bailarines.
¿Y De Ambrósiis? ¿Cómo no se le ve? Se ha escondido en un rincón oscuro y desde allí observa la escena, maldiciendo la estupidez de los espíritus, que no han conseguido meter miedo a los osos. Pero por esta noche ya no hay nada que hacer.
Bailaron, cantaron y se quisieron osos y fantasmas. Un viejo espectro, en el colmo del regocijo, bajó a rebuscar en las bodegas del castillo, entre esqueletos, arañas y enormes ratones, una cuba de un vino tan viejo que ni siquiera el Gran Duque poseía otra igual. Leoncio, como Rey, después de haber participado en el primer baile en corro, prefirió apartarse con el fantasma de Teófilo, que había sido un oso sabio y prudente. Y con él discutió largamente la situación y la posibilidad o no de encontrar a su hijito raptado.
«¡Ah, tu Tonio!», dijo en ese punto Teófilo. «¡Me olvidaba de decírtelo!» ¿Sabes que aquí he tenido noticias suyas? ¿Sabes que se encuentra en el T…?»
No pudo acabar la palabra. «¡Deng! ¡Deng! ¡Deng!», hizo el espíritu del antiguo reloj. ¡Las tres de la mañana! ¡La hora de acabar el encantamiento! De repente, los espíritus se disolvieron como el vapor que sale de las ollas, se transformaron en una ligera nubecilla que tembló un poco en los salones, con ligeros susurros, y luego desapareció.
Leoncio había llorado de rabia. ¡Y pensar que estaba a punto de saber dónde estaba su Tonio! Pero tenía que resignarse. Sería inútil esperar a la noche siguiente. Porque una antigua ley establece que los fantasmas no pueden verse más que una vez al año.
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CAPÍTULO CUARTO
El pequeño Tonio, hijo del Rey Leoncio, se encontraba, pues, «en el T…» Pero, ¿qué diablos de palabra podría ser ésa? ¿Qué quería decir el fantasma del viejo Teófilo? Leoncio trataba de adivinar… ¡Cuántas cosas empezaban por «T»! ¿Tablero de las fichas? ¿Tiro al blanco? ¿Teatro? ¿Trópico? ¿Tribunal? ¿Tarima? ¡Oh, era inútil empeñarse! Acaso Teófilo quería decir que Tonio estaba en el «término» de sus problemas, por ejemplo, o en el término de su vida (pero qué horrible idea). Hasta que uno dijo: «¿Y si el viejo quiso aludir al Tremontano, el castillo cercano a éste?»
El Rey Leoncio no lo había oído nombrar nunca, pero algunos osos, de esos que siempre lo saben todo, se le explicaron: el Tremontano era un castillo situado en el fondo de un estrecho valle de los montes Peloritanos, distante como máximo tres o cuatro leguas. El castillo estaba habitado por un ogro llamado Troll, que vivía solo.
¿Y si el ogro Troll había hecho prisionero al osezno? Había que ir a ver. Y el Rey Leoncio, con un batallón, organizó la marcha.
El ogro dormía. Era ya viejo y pasaba los días en la cama, levantándose solamente unos momentos para comer. En cuanto a la comida, se había organizado bien. Habéis de saber que hacía mucho tiempo había conseguido capturar al famoso Gato Macaco, que era casi tan grande como una casa de las nuestras. Encerrado en una inmensa jaula en el patio del castillo, el Gato Macaco se veía obligado a trabajar para el ogro.
¿Quién de vosotros no había oído hablar nunca del Gato Macaco? En una ocasión había recorrido de arriba abajo Europa devorando hombres y caballos. De vez en cuando corría la voz: «¡Llega el Macaco!» Entonces los aldeanos huían a las montañas o se encerraban en casa. Pero él corría como el viento y siempre había alguno al que no le daba tiempo a esconderse. Hasta que un día cayó por la garganta del Tremontano, y allí estaba el ogro al acecho, con una gran red hecha de cabellos de brujas. El Gato fue hecho prisionero y encerrado en el jaulón.
Y así estaban ahora las cosas.
A la entrada del valle el ogro había puesto falsos carteles indicadores, con letreros así: «A la posada de Jauja, comida y alojamiento gratis, a veinte minutos de camino». O bien: «¡Niños! ¡Distribución de preciosísimos juguetes!», y una flecha indicaba el camino. O también: «Caza prohibida», e inmediatamente los cazadores se dirigían a aquel sitio.
Caminantes, niños desobedientes que retozaban por los campos en lugar de estudiar, cazadores furtivos en busca de caza, llegaban de esa forma al Tremontano.
En ese momento, las cornejas de guardia se precipitaban en la habitación del ogro, le despertaban a picotazos, el ogro Troll abría un portillo de la jaula del Gato Macaco, el Gato Macaco sacaba una zarpa y trituraba al forastero. Después Troll escogía con cuidado las carnes más tiernas y sabrosas y el resto se lo echaba al Macaco.
El ogro, pues, dormía. Acababa de engullir a un apetitoso chiquillo llamado Beppino Malinverni, alumno de tercero de Primaria, que aquella mañana había hecho novillos.
Pero una corneja entró veloz por la ventana, voló hasta la cama del ogro y, con la mayor diligencia, se puso a picotearle la nariz.
«¿Qué haces, animalucho?», refunfuñó Troll sin abrir siquiera los ojos.
«Visitas, mi señor, visitas», graznó la corneja.
«¡Maldición! ¿Por qué no se podrá nunca dormir tranquilo?», renegó el ogro saltando del lecho.
¿Y qué ve acercarse al castillo por el camino cortado a pico en la roca? ¿Caminantes, niños, cazadores, algo apetitoso para comer? Ve al profesor De Ambrósiis, que subía todo apresurado.
«¡Eh, esqueleto andante!», gritó el ogro, que lo conocía desde hace años. «¿Qué casualidad te trae por aquí?»
«Despierta, Troll», dice el mago, poniéndose bajo las ventanas. «¡Llegan los osos!»
«Bien, bien», responde el ogro. «El oso: buenísima carne. Un poco durilla, si se quiere, pero llena de sabor. ¿Y cuántos son? ¿Un par de ellos?»
«Sí, sí, un par», se carcajeó el mago. «Alguno más».
«¿Diez, quieres decir? ¡Mi Gato tendrá para hartarse!»
«Sí, sí, diez», y De Ambrósiis, cosa rara, se retorcía de risa. «¡Verás qué hermosa compañía!»
«¿Quieres hablar, brujo del infierno?», gritó el ogro con una voz como para hacer temblar las montañas. «Rápido, ¿cuántos son?»
«Un batallón, si lo quieres saber. Serán doscientos o trescientos. Y vienen a hacerte una pequeña visita».
«¡Por el diablo!», exclamó Troll, impresionado al fin. «Y entonces, ¿qué hacemos?»
«¡Tú libera al Gato! ¡Ábrele la jaula! Ya sabrá él arreglar las cosas».
¿Liberar al Gato Macaco? ¿Y si después se iba a sus asuntos? La idea, no obstante, era excelente.
Y había poco tiempo que perder. Allá por el fondo del valle, donde el camino empezaba a trepar por la ladera de la montaña, se veía avanzar ya una larga fila de puntitos negros, una fila que no acababa nunca.