Troll salió al patio y abrió la jaula.
Hacía un día estupendo. Jadeando un poco, los osos subían a buen paso. Cuando, de pronto, los rayos del sol se apagaron como por un temporal repentino.
Los osos levantaron la vista.
¡Dios mío! Aquello no eran tinieblas ni temporal, sino la sombra del Gato Macaco, que se precipitaba ya desde las peñas.
Garzas, tábanos,
puercos, grillos,
grullas, nematóceros,
perros y vampiros,
arañas, tarántulas,
pulgas y armadillos,
¡todo es buen bocado
para el Gato Macaco!
Jesuses, Antonios, Pedros, Evaristos,
fregonas, marqueses y niños muy listos,
Bernardos, Carlos, Césares, Macarios,
condes, jueces, notarios,
¡todo es buen bocado
para el Gato Macaco!
Sangre y carnicería,
aullidos y gritería,
temblores, ruina, caídas enormes,
masacres y hecatombes,
¡todo es buen trabajo
para el Gato Macaco!
Los osos no habían visto nunca nada igual.
Hay quien, entonces, pide ayuda; quien huye; quien intenta hacerse pequeño y esconderse en las grietas de las rocas; quien dispara en una defensa inútil; quien directamente se arroja al abismo, no queriendo ser pasto del legendario monstruo.
Sólo uno pierde la cabeza. Es un oso de familia humilde denominado Esmeril, considerado hasta ahora por la mayoría como algo tonto, quizá porque es un poco duro de oído. Pero en esta ocasión no es necesario oír. Cuando ve que el Gato Macaco hace estragos entre sus compañeros, Esmeril extrae de un saco una hermosa bomba de las que cogieron al Gran Duque y, llevándola bien apretada entre las garras, corre hacia las fauces del monstruo.
***
«¡Esmeril, estás loco! ¿Qué haces?», le grita alguno. Pero él, derecho hacia la muerte.
El Gato no tiene ni siquiera necesidad de agarrarlo. Se lo encuentra justo bajo la boca y se lo traga vorazmente, con piel y todo. Cae dando vueltas en el estómago del monstruo. Cuando llega al fondo, prende fuego a la mecha.
Un relámpago cegador, un nubarrón negro, un maullido que hiela la sangre. Durante un instante no se entiende nada. Después el viento hace desaparecer el humo y como locos los osos se ponen a bailar y a entonar alegres canciones.
En el fondo del barranco yace el Gato con la panza reventada, muerto. Y un poco más allá, todo chamuscado y molido, el bravo oso Esmeril, que se ha sacrificado por sus compañeros. La explosión lo ha lanzado fuera del vientre del Macaco y, por suerte, ha ido a caer en una gran poza de agua, que ha amortiguado la caída y apagado el pelo, que ya le ardía. Se levanta por sí solo, consigue aún caminar, ¡viva!
No obstante, se oye a alguien que llama: «¡Tonio, Tonio mío! ¿Dónde estás?» Es el Rey Leoncio, que se lanza hacia el castillo con la esperanza de encontrar a su hijo. Entra en el patio, vaga de sala en sala. No se ve alma viviente. No hay rastros del osezno. Por doquier, vacío y silencio.
¡Ay!, cuántas fatigas por nada, cuántos osos muertos inútilmente; hubiera sido mejor no hacerse ilusiones.
***
CAPÍTULO QUINTO
A las puertas de la capital estaba el enorme Castillo del Cormorán, la fortaleza de las fortalezas, la más fuerte de las fortalezas conocidas en aquel tiempo. El camino que llevaba a la ciudad pasaba a través de él. Pero si sus puertas, puertas de hierro macizo, estaban cerradas, nadie podía entrar. Ejércitos enteros lo habían intentado, durante largos meses habían acampado a las puertas de la capital disparando continuamente sus cañones para destrozar las murallas; pero como si nada. Cansados y decepcionados habían tenido que resignarse a emprender el camino de la retirada.
Así que el Gran Duque estaba al resguardo de la fortaleza, tranquilo como un canónigo. ¡Los osos! Que vinieran los osos a hacer la prueba, estaríamos encantados, montañas de proyectiles estaban preparadas contra sus pellejos. Y los centinelas paseaban arriba y abajo por el camino de ronda de las murallas, con la escopeta al hombro. «¡Alerta! ¡Alerta!», se gritaban unos a otros cada media hora, y todo marchaba divinamente.
Pero los osos seguían adelante por el camino del valle, cantando sus rudas canciones, y pensaban que ya se habían acabado las batallas. Las puertas de aquella gran ciudad (se imaginan) les serían abiertas, el pueblo les saldría al encuentro llevándoles tortas y jarros llenos de miel. ¡Animales valientes y buenos como ellos! ¿Por qué los hombres no iban a hacer enseguida amistad con los osos?
Y una tarde aparecen en el horizonte las torres y las cúpulas de la ciudad totalmente iluminadas, los blancos palacios, los maravillosos jardines. Pero delante de ellos, altísimos y espantosos como peñascos, los muros de la fortaleza. Desde una torreta de ángulo un centinela les divisa: «¿Quién vive?», gritó a toda voz. Y como los osos continuaban avanzando, disparó un tiro de fusil. Un osito de tres años fue herido en una pierna y se desplomó sobre el polvo. Entonces todo el ejército se detuvo, sorprendido y un poco atemorizado. Y los jefes se reunieron para tomar una decisión.
Valor, osos. Hay que superar aún este obstáculo y después todo habrá acabado. Detrás del castillo hay cosas para poder comer, beber y divertirse, y podría también suceder que en la ciudad se encuentre el hijo del Rey Leoncio, el osezno raptado por los cazadores en las montañas. Mañana será jornada de batalla. Mañana por la noche, victoria.
Pero el castillo tiene altos muros, cada uno de ellos de tanto espesor como veinte de los corrientes; centenares de guerreros armados hasta los dientes están en su puesto en lo alto de los bastiones; los cañones muestran sus negras bocas por las troneras y el Gran Duque, que suele ser muy avaro, ha hecho distribuir a los soldados, para animarles, toneles de vino, aguardiente y cazalla, cosa que ni los más viejos del lugar recordaban, ni siquiera en días de fiesta nacional.
A las seis de la mañana siguiente, las trompetas dieron la señal a una y otra parte. Los osos, cantando himnos patrióticos, se lanzaron al asalto. Pero, ¿cómo? ¿Cómo? ¿Con escopetas y sables contra murallas de piedra y portones de hierro? Desde arriba hubo un crepitar de disparos, llamas, humo y gritos; aquello parecía el fin del mundo. Y alguien arrojaba incluso pedruscos desde lo alto de la fortaleza.
«¡Adelante, mis valientes!», gritaba el Rey Leoncio, animando a la lucha.
Pero era gritar en balde. Uno a uno caían en torno suyo los mejores guerreros, exhalando el último suspiro. Los famosos osos de la montaña caían como moscas y Leoncio mismo no tenía ni idea de cómo se las iba a arreglar. Algunos, clavando las uñas en las grietas, intentaban escalar por las esquinas; subían diez o quince metros, después una bala les hacía caer.
Un completo desastre.
Y entonces, ¿por qué en el dibujo, que ciertamente corresponde a la verdad, se ve, por el contrario, a los osos alcanzar la cima de las murallas y algunos hasta los tejados de la fortaleza, por encima incluso de los soldados granducales? ¿Por qué en el dibujo parece que los osos están a punto de vencer? ¿Por qué, pues, esta guasa?
Porque mientras, han pasado siete días, ésta es la razón, y los osos, después de haberse batido en retirada de mala manera en el primer intento, se han preparado para un segundo asalto. Un viejo oso, llamado Frangipán, especialmente versado en artes mecánicas, fue hasta el Rey y le dijo:
«Majestad, las cosas se ponen mal. En la primera batalla nos han sacudido. En la segunda nos pasará igual, Majestad…»
«Lo sé, querido Frangipán», respondió Leoncio. «Mal, muy mal».
«Nos hemos ganado una tunda con toda la razón», repitió Frangipán, que no gastaba tantos cumplidos, «y nos ganaremos otra, a menos que…»