«A menos que… ¿qué cosa?»
«A menos que encontremos una cincuentena de osos que no padezcan vértigo. Ven a ver, Majestad. He fabricado una cosilla…» Y le llevó a verla.
En un rincón apartado, el ingenioso Frangipán, con trastos encontrados por aquí y por allá durante el viaje, había montado un taller y fabricado algunas extrañas máquinas. Había un mortero inmenso, por cuya boca podía entrar un ternero con todos sus cuernos, había una catapulta gigantesca, había larguísimas escalas y muchas otras diabluras.
«Con estas cosas», dijo Frangipán después de haber explicado su uso, «verás la que podremos organizar».
***
Y, en efecto, la organizaron. Cuando los osos volvieron al ataque, el Gran Duque ni se movió de sus habitaciones para ver qué pasaba, tan seguro estaba de que serían definitivamente derrotados; al contrario, se cambió de uniforme, poniéndose uno blanco con bordados plateados y violetas, porque aquella noche tenía la intención de ir al teatro. Se limitó a ordenar una nueva distribución de bebidas a los soldados con el fin de que avivaran su valor.
Vino y aguardiente, sin embargo, no fueron suficientes hasta la mañana. Porque vosotros mismos os daréis cuenta de lo que pasó:
Dispara el gran cañón
y fuera va un oso como una exhalación
montado sobre la bala
como si fuera en una cabalgata
(lo mismo que en otra época habrá de contarse
del famoso barón de Münchausen).
Mirad ahora la catapulta
cómo a un segundo oso impulsa
(¿no habrá pasado algo malo
en el cucharón preparado?)
Así, ¡sale proyectado
hacia la inmensidad de lo creado!
Vuelan como pájaros alados
por encima de los tejados.
¿Y las escalas? Sube por algunas
como cangrejos en salud.
Alguna se hace astillas
y los que caen se hacen tortilla.
(Veréis abajo, a la derecha
algunos grupos derrotados.
Hay un guerrero con un golpe en la cabeza
que se ha quedado algo atontado;
pero estará dentro de poco
lanzándose al ataque como un loco.)
Moraleja: el cerco
tendrá éxito cierto.
Mientras el mando del castillo hace consultas,
27 lanza la catapulta.
Otros 23 dispara el cañón
y suben por la escalera en proporción.
Los granducales, ebrios y alcohólicos,
no obedecen los mandatos diabólicos.
Con demasiado aguardiente en la barriga
han perdido la osadía.
Explicarlo mejor quisiera;
uno grita: «¡Sálvese quien pueda!»
Otro escapa, y desde el edificio
otro se lanza al precipicio.
Así, pues: de una parte vanagloria
y de la otra ¡victoria!
***
CAPÍTULO SEXTO
Entretanto, en el Gran Teatro Excelsior, mundanidad, lujo, elegancia, triunfaban aquella noche en el espectáculo de gala en honor del Gran Duque. Siete días antes los osos habían sido rechazados desde las murallas, valía la pena festejar el acontecimiento. La sala fulguraba verdaderamente de preciosas sedas y uniformes suntuosos. Había un príncipe indio con su princesa, había oficiales de todas las armas en traje de gala, había condes, vizcondes, marqueses y barones, y hasta un Langravio, lo que nadie sabía con exactitud qué significaba. Había dos altos dignatarios de la corte persa, y estaba el profesor De Ambrósiis de incógnito (pero, ¿cómo se puede estar de incógnito con una cara como esa que se reconoce a cien metros de distancia?); estaba completamente solo en un palco, con su inseparable chistera de un metro veinticinco de alta en la cabeza.
El programa, organizado expresamente para complacer al Gran Duque, comprendía:
– La danza del sicomoro
– con seis bailarinas y un moro.
– Los payasos con sus tonterías.
– Tragadores de sables, de fuego
– y de barajas de cartas de juego
– con bocas que parecían alcancías.
– Leones y tigres, pero inocuos.
– Prestidigitadores y ventrílocuos
– (que son esos que hablan con la panza).
– Veinte bailarinas llegadas de Francia.
– Ejercicios de focas y caballos.
– Ocho elefantes negros y blancos.
– Después: con chisteras y guantes
– pulgas amaestradas y parlantes.
– Al final un prodigio sin igual,
– nada menos que el osezno Goliat,
– pequeño, es verdad, pero no obstante
– un número muy importante;
– tanto es así, que en millas y millas
– no se ha visto tal maravilla.
El público había oído decir, por la mañana, que los osos habían vuelto al asalto de la ciudad, y había, a decir verdad, cierta inquietud. Pero la entrada en el teatro del Gran Duque y la Gran Duquesa, con gran pompa, disipó el temor: si sus Altezas se dignaban contemplar el espectáculo, quería decir, vive Dios, que las cosas iban bien. Y la orquesta tocaba, las bailarinas bailaban como libélulas y el ventrílocuo sacó de las tripas, ante la incredulidad de los patanes convencidos de que era un truco, sacó, decíamos, una voz como no había salido ni siquiera de los sepulcros.
De vez en cuando el Gran Duque hacía un gesto y un oficial se precipitaba a su lado para recibir órdenes.
«¿Novedades?», preguntaba el Gran Duque.
«Todo bien, Alteza Serenísima», respondía el oficial, no teniendo valor para decirle la verdad, que era muy diferente.
Y la orquesta continuaba tocando, las danzarinas bailaban, el prestidigitador extraía conejos vivos de calabazas huecas y el ventrílocuo hablaba con la panza de diversos temas y hasta entonó una cancioncilla que fue aplaudida.
Sonreía el Gran Duque, se divertía. ¿Acaso no iba todo viento en popa?
En realidad, todo era desorden, los osos se habían apoderado ya de la fortaleza e irrumpían por las calles de la capital.
Hasta que la catástrofe se reveló de la forma más sensacional en el mismo teatro. Entre los aplausos frenéticos de la multitud, el osezno Goliat había iniciado ya sus sorprendentes ejercicios, en equilibrio sobre una cuerda a veinte metros del suelo del escenario, dando vueltas a una sombrilla china, cuando se oyeron extrañas voces, se descorrió una cortina y el Rey Leoncio en persona, seguido por un pelotón de osos armados, apareció en el patio de butacas.
«¡Ay, los osos!», gimió desde un palco de tercera fila la mujer del Langravio, y con un suspiro cayó desvanecida.
«¡Manos arriba!», amenazaron las fieras a aquel público tan elegante.
Y todos, helados de terror, levantaron las manos (a excepción de las bailarinas que, de tanto miedo que les entró, quedaron convertidas en estatuas, así como estaban, con una pierna levantada, y algunas de ellas fueron posteriormente colocadas en la fachada del teatro, donde se pueden admirar aún hoy como perpetua memoria de aquel acontecimiento histórico).
Pero, ¿qué hace Leoncio? ¿Por qué en vez de caer sobre el Gran Duque, su mortal enemigo, mira de esa manera al osezno equilibrista? ¿Por qué tiende sus zarpas hacia el escenario y se tambalea como si estuviese borracho?
Pues ahora, en el momento de más importancia,
¿por qué no proponer una adivinanza?
Ahí va: ¿quién conoce de vista
a este osezno equilibrista?
Juro que ya me lo habéis oído nombrar
y ahora mismo alguien os lo va a soplar.
Pensad un poco. Probad con tesón
y encontraréis la solución;
hay alguno más listo que el demonio.
Así que ¿quién será? No es otro que…
«¡Tonio!», gritó al fin Leoncio con voz indescriptible, reconociendo a su hijito raptado.
Y también el osezno reconoció la voz de su padre, aunque hubieran pasado los años. Casi tropezó de la sorpresa, arriesgándose a caer desde lo alto, pero, como excelente artista que era, recobró enseguida el equilibrio y continuó la peligrosa travesía sin olvidarse de dar vueltas a la sombrilla.