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Lawler no tenía ni idea de por qué Quillan había querido vivir en Hydros, pero uno no hacía ese tipo de preguntas. Quizá se tratara de una especie de penitencia. Ciertamente no había sido para llevar a cabo funciones eclesiásticas: la Iglesia de Todos los Mundos era una secta católica cismática postpapal sin ningún adepto en aquel planeta, hasta donde sabía Lawler. Tampoco parecía estar allí como misionero; no había hecho intento alguno de llevar a cabo conversiones desde su llegada, lo cual daba lo mismo porque la religión no había sido nunca un asunto de gran interés entre los isleños. «Dios está muy lejos de quienes vivimos en la isla de Sorve», solía decir su padre.

Quillan pareció sombrío durante un momento, como si contemplara recién ahora la realidad de haber varado en Hydros por el resto de sus días.

—¿No le importa a usted estar siempre en el mismo lugar? —le preguntó luego—. ¿No siente nunca inquietud, curiosidad por saber cómo son las otras islas?

—Realmente no —respondió Lawler—. Tuve la impresión de que Thibeire era muy parecida a Sorve. La misma disposición general, la misma consistencia general. La única diferencia era que allí no había nadie a quien yo conociera. Si un lugar es exactamente igual que otro, ¿por qué no quedarse en el que uno conoce, entre la gente con la que ha vivido siempre? —sus ojos se entrecerraron—. Son los otros mundos los que hacen que me formule preguntas. Los que contienen tierras secas. Los planetas realmente sólidos.

»Me pregunto cómo será eso de caminar y caminar durante días sin ver ni una vez grandes extensiones de agua, o estar siempre sobre una superficie dura, no en una isla, sino en un continente enorme donde uno no puede ver desde una punta a otra del lugar en el que vive, una gigantesca masa de tierra que tiene ciudades, montañas y ríos encima. Me gustaría saber cómo son los árboles, los pájaros, las flores. Me interrogo acerca de la Tierra, ¿sabe? A veces sueño que todavía existe, que en realidad estoy en ella respirando su aire y sintiendo el suelo bajo mis pies; sueño que se me mete debajo de las uñas. No hay ni una partícula de tierra en todo Hydros; ¿se da cuenta de eso? Sólo la arena del fondo del mar.

Lawler dirigió una rápida mirada a las manos del sacerdote, a sus uñas, como si todavía pudiera tener restos de la tierra negra de Alborada. Los ojos de Quillan siguieron la dirección de los de Lawler y sonrió, pero no dijo nada.

—El otro día lo oí a usted cuando hablaba con Delagard en el centro comunitario —dijo Lawler—, acerca del planeta en el que vivió antes de llegar aquí, y todavía recuerdo cada una de las palabras que dijo. Cómo las tierras de aquel lugar parecían continuar infinitamente, primero praderas y luego montañas y un desierto al otro lado de las montañas. Y durante todo ese tiempo permanecí sentado allí, mientras intentaba imaginar qué aspecto tendrían realmente todas aquellas cosas; pero, por supuesto, yo nunca lo sabré. Desde aquí no podemos ir a otros mundos, ¿eh? Para nosotros daría lo mismo que no existieran. Y puesto que en Hydros cada lugar es igual a todos los demás lugares, no me siento tentado de viajar por aquí.

—En efecto —dijo Quillan con gravedad. Pasado un momento, agregó—. Sin embargo, eso no es típico, ¿no cree?

—¿Típico de quién?

—De la gente que vive en Hydros. Me refiero a no viajar nunca a ninguna parte.

—Algunos son viajeros. Les gusta cambiar de isla cada cinco o seis años. Otros no son así. Yo diría que la mayoría no son así. En todo caso, yo soy uno de los que prefieren quedarse.

Quillan meditó durante un momento sobre aquello.

—En efecto —repitió, como si estuviera procesando algún dato complicado.

Parecía haber agotado su lista de preguntas por el momento y estar a punto de pronunciar una conclusión importante. Lawler lo observaba sin mayor interés, mientras esperaba amablemente oír cualquier otra cosa que quisiera decirle, pero pasó un largo rato y Quillan continuó en silencio. Resultaba evidente que, después de todo, no tenía nada más para decir.

—Bueno —comentó Lawler—, creo que es hora de abrir la tienda —y comenzó a andar sendero arriba en dirección a los vaarghs.

—Espere —pidió Quillan.

Lawler se volvió para mirarlo.

—¿Sí?

—¿Se encuentra usted bien, doctor?

—¿Por qué? ¿Le parece que tengo aspecto de estar enfermo?

—Parece estar algo trastornado —respondió Quillan—. No es normal ese aspecto en usted. Cuando lo conocí tuve la impresión de que era usted un hombre que se limitaba a vivir su vida día a día, hora a hora, y que sabía tomarse las cosas de la mejor manera. Pero esta mañana tiene usted un aspecto diferente, de alguna forma. Esa exposición suya acerca de otros mundos… no sé. No parece algo propio de usted. Por supuesto, yo no puedo decir que lo conozca realmente…

Lawler le dirigió al sacerdote una mirada defensiva. No tenía ganas de hablarle de los tres buzos muertos en el cobertizo.

—He tenido unas cuantas cosas en la cabeza la pasada noche. No he dormido mucho, pero no me había dado cuenta de que fuera evidente.

—Yo soy bastante bueno para ver esas cosas; no requiere demasiado esfuerzo —dijo Quillan con una sonrisa. Sus pálidos ojos azules, habitualmente remotos e incluso velados, parecieron insólitamente penetrantes en aquel preciso momento—. Oiga, Lawler, si quiere hablar conmigo de cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, a cualquier hora, simplemente descargar su pecho…

Lawler sonrió abiertamente y se señaló el pecho, que llevaba desnudo.

—Es obvio que aquí no hay nada, ¿verdad?

—Ya sabe a qué me refiero —dijo Quillan.

Durante un momento algo pareció pasar entre ellos, una especie de tensión crepitante, un enlace que Lawler no deseaba ni disfrutó. Entonces el sacerdote volvió a sonreír afablemente —demasiado afablemente, una sonrisa deliberadamente benigna, suave y vaga— con la deliberada intención de crear distancia entre ambos. Levantó una mano con un gesto que podría haber sido de bendición, o tal vez de tristeza, asintió, se volvió y se alejó.

3

Al acercarse a su vaargh, Lawler vio que una mujer de largos cabellos lacios y negros lo estaba esperando en el exterior. Una paciente, supuso. Ella tenía la cara vuelta en la dirección opuesta, por lo que él no estaba seguro de la identidad de su visitante. Al menos cuatro de las mujeres de Sorve tenían el cabello así.

Había treinta vaarghs en el grupo en el que vivía Lawler, y otras sesenta más o menos —no todas habitadas— más abajo, cerca del extremo de la isla. Eran estructuras grises e irregulares, asimétricas pero de forma vagamente piramidal; huecas por dentro, del doble de la altura de un hombre y acabadas en un vértice romo. Cerca de la cima tenían abiertos agujeros a modo de ventanas, orientados en un ángulo tal que la lluvia sólo pudiera penetrar durante las tormentas más torrenciales, e incluso así con dificultad. Estaban hechas con una celulosa arrugada, tosca y áspera —algo extraído del mar; ¿de qué otro sitio si no del mar?—, evidentemente mucho tiempo antes.

Aquel material era notablemente sólido y duradero. Si uno golpeaba una vaargh con un palo, sonaba como una campana metálica. Los primeros colonos las habían encontrado ya construidas al llegar, y las habían utilizado como alojamiento temporal; pero eso había ocurrido más de cien años antes, y los isleños aún vivían en ellas. Nadie sabía por qué estaban allí.

Había grupos de vaarghs en casi todas las islas. Quizá se tratara de los nidos abandonados de alguna criatura extinguida, que una vez había compartido la isla con los gillies. Éstos vivían en moradas de una naturaleza completamente distinta, unos refugios precarios de algas que desechaban y reemplazaban cada pocas semanas, mientras que estas otras casas parecían tan cerca de lo imperecedero como ninguna otra cosa en aquel mundo acuático. «¿Qué son?», habían preguntado los primeros colonos, y los gillies habían respondido simplemente: «Son vaarghs». Qué significaba «vaarghs» era algo que nadie sabía. Comunicarse con los gillies, incluso ahora, era una cuestión que dependía de la casualidad.