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Cuando Lawler se acercó más, advirtió que la mujer era Sundria Thane. También ella era nueva en Sorve; una joven seria de elevada estatura que había arribado algunos meses antes procedente de la isla de Kentrup como pasajera de uno de los barcos de Delagard. Su profesión era mantenimiento y reparación —barcos, redes, maquinaria, cualquier cosa—, pero el auténtico campo de sus intereses parecía ser el estudio de los hydranos. Lawler había oído decir que ella era experta en la cultura, la biología y todos los aspectos de la vida de éstos.

—¿He llegado demasiado temprano? —preguntó.

—No, si no lo cree así. Entre.

La entrada de la vaargh de Lawler era una hendidura de forma triangular abierta en una pared, como una puerta para gnomos. Él se agachó y deslizó al interior. Ella también se agachó para seguirlo, tenía casi su misma estatura. La mujer parecía tensa, reservada, preocupada.

La pálida luz de la mañana entraba oblicuamente en la vaargh. El interior estaba dividido en tres habitaciones, todas pequeñas y de ángulos agudos, con finos tabiques hechos del mismo material que el exterior: el consultorio médico, el dormitorio y una antecámara que utilizaba como sala de espera.

Eran alrededor de las siete de la mañana. Lawler comenzaba a sentir hambre, pero se dio cuenta de que el desayuno tendría que esperar un rato más. Sin embargo, echó distraídamente unas gotas de tintura de alga en un jarro, agregó un poco de agua y bebió la mezcla como si no se tratara de otra cosa que de alguna medicina que él se había prescrito y debía tomar cada mañana. En cierta forma, así era.

Le dirigió a la joven una rápida mirada de culpabilidad, pero ella no estaba prestando la mínima atención a lo que él hacía, sino que admiraba su pequeña colección de objetos de la Tierra. Todos los que entraban allí hacían lo mismo. Ella pasó delicadamente los dedos por el áspero borde del pequeño trozo de cerámica anaranjado y negro, y luego miró a Lawler por encima del hombro con expresión interrogativa. Él sonrió.

—Proviene de un sitio llamado Grecia —le dijo—. Un lugar muy famoso en la Tierra, hace mucho tiempo.

Los poderosos alcaloides de la droga habían completado el recorrido por su torrente sanguíneo casi de inmediato, llegando al cerebro. Sintió que en su espíritu disminuían las tensiones de aquella madrugada.

—He estado tosiendo —dijo Thane—. No hay forma de que se me calme la tos.

Y casi en el acto estalló en un acceso de tos seca y rasposa. En Hydros, una tos podía ser algo tan trivial como en cualquier otra parte, pero también podía tratarse de algo grave. Todos los isleños lo sabían.

Había un hongo acuático parasitario que habitualmente se encontraba en las aguas templadas del norte; se reproducía mediante la infestación de diversas formas de vida marina a través de esporas lanzadas a la atmósfera en forma de densas nubes negras. Cuando eran inhaladas por un mamífero acuático que salía a respirar a la superficie, brotaban de inmediato y producían una densa maraña de filamentos de color rojo brillante que no hallaban dificultad alguna en penetrar en los pulmones, el estómago e incluso el tejido cerebral. El interior del portador se convertía así en una apretada masa de hilos rojos, que buscaban el pigmento respiratorio con base de cobre, la hemocianina. La mayoría de las criaturas marinas de Hydros tenían hemocianina en la sangre, lo que le daba a ésta un tono azulado. También aquellos hongos parecían necesitar la hemocianina.

La muerte por infección de hongos era lenta y horrible. El portador se hinchaba con los gases que desprendía el invasor, sin que nada pudiera hacerse para ayudarlo. Moría sin remedio, y poco después los hongos generaban una estructura de reproducción parecida a una fruta, a través de un agujero que abrían en el abdomen del portador. Se trataba de una masa globular fibrosa que poco después se abría para dejar en libertad una nueva generación de hongos adultos. Llegado el momento producirían nuevas nubes de esporas, y así volvía a comenzar el ciclo.

Aquellos hongos mortales eran capaces de arraigar en los pulmones humanos, cosa que no les servía para nada —ya que el cuerpo humano no podían proporcionarles la hemocianina que necesitaban—, pero invadían y consumían todos los órganos del cuerpo del portador durante su búsqueda, lo que constituía un gasto de energía inútil.

El primer síntoma de aquella enfermedad en los seres humanos era una tos que no había forma de calmar.

—Primero, déjeme hacerle unas cuantas preguntas —dijo Lawler—, y luego examinaremos esa tos.

Sacó de un cajón una carpeta de historia clínica nueva y garrapateó el nombre de Sundria Thane en ella.

—¿Qué edad tiene? —preguntó.

—Treinta y uno.

—¿Dónde nació?

—En la isla de Jamsilaine.

Él levantó la vista.

—¿Está eso en Hydros?

—Sí —respondió ella, hasta cierto punto irritada—. Por supuesto —la acometió otro ataque de tos—. ¿No ha oído nunca hablar de Jamsilaine? —preguntó, cuando pudo volver a hablar.

—Hay un montón de islas. Yo no viajo mucho, y nunca he oído hablar de ella, no. ¿En qué mar se mueve?

—El de Azur.

—El de Azur —repitió Lawler, maravillado. Tenía sólo una muy vaga idea de dónde podía estar el mar de Azur—. Imagínese. Ya ha recorrido bastante territorio, ¿no es así? —ella no respondió. Pasado un momento, él continuó—. Usted llegó aquí proveniente de Kentrup, ¿verdad?

—Sí —más tos.

—¿Cuánto tiempo vivió allí?

—Tres años.

—¿Y antes de eso?

—Dieciocho meses en Velmise. Dos años en Shaktan. Alrededor de un año en Simbalimak —le dirigió una mirada fría—. Simbalimak también está en el mar de Azur.

—He oído hablar de Simbalimak —dijo él.

—Y antes de eso estaba en Jamsilaine, así que ésta es mi sexta isla.

Lawler tomó nota de ello.

—¿Se ha casado alguna vez?

—No.

También anotó eso. La aversión general a casarse entre los habitantes de una propia isla, había conducido a los habitantes de Hydros a la costumbre no oficial de la exogamia. Las personas solteras que deseaban casarse solían mudarse a otra isla para encontrar pareja. Que una mujer tan atractiva como Sundria Thane hubiera viajado tanto sin casarse ni una sola vez, indicaba que o bien ella era muy especial, o bien no estaba buscando casarse en absoluto.

Lawler sospechó que ella no lo buscaba. El único hombre con quien la había visto durante los pocos meses que llevaba viviendo en la isla era Gabe Kinverson, el pescador. El temperamental y poco comunicativo Kinverson, con su rostro anguloso, era fuerte y rudo; y según sospechaba Lawler, interesante en cierto sentido animal. Sin embargo no parecía el tipo de hombre con quien querría casarse una mujer como Sundria Thane —suponiendo que fuera el matrimonio lo que ella perseguía—; y Kinverson nunca había sido el tipo de hombre que se casa.

—¿Cuándo comenzó esa tos? —preguntó.

—Hace ocho o diez días. La última Noche de Tres Lunas, diría yo.

—¿Ha tenido alguna vez antes este tipo de síntomas?

—No, nunca.

—¿Tiene fiebre, dolores en el pecho, escalofríos?

—No.

—¿Expulsa algún tipo de esputo cuando tose? ¿O escupe sangre?

—¿Esputo? ¿Se refiere a secreciones? No, no he expulsado ninguna clase de…