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Volvió a acometerla un nuevo ataque de tos, aún peor que los otros. Los ojos se le humedecieron, las mejillas se le pusieron rojas y todo su cuerpo parecía sacudirse con los espasmos. Una vez pasado, se quedó sentada con la cabeza caída entre los hombros y aspecto de desdicha. Lawler esperó a que recuperara el aliento.

—No hemos pasado por las latitudes en las que crecen los hongos mortales —dijo ella al fin—. Me lo he repetido constantemente.

—Eso no tiene importancia, ya lo sabe. Las esporas viajan miles de kilómetros con el viento.

—Muchas gracias.

—No pensará seriamente que tiene hongos mortales, ¿verdad?

Ella levantó los ojos y lo miró casi con ferocidad.

—¿Cree que lo sé? Podría estar llena de hilos rojos desde el pecho a los dedos de los pies, pero ¿cómo podría saberlo? Lo único que sé es que no paro de toser. Usted es el único que puede decirme por qué.

—Quizá sí —concedió Lawler—, quizá no. Pero echemos un vistazo. Quítese la camisa.

De un cajón, sacó un estetoscopio. Era un instrumento tosco, constituido por una simple caña de bambú marino de veinte centímetros de largo que tenía unidos un par de auriculares de plástico mediante dos tubos flexibles. Lawler no disponía prácticamente de ningún aparato médico moderno; incluso casi nada de lo que un médico del siglo veinte o del veintiuno hubiera podido considerar así. Tenía que valerse de cosas primitivas y aparatos medievales.

Los rayos X le hubiera dicho en un par de segundos si ella tenía hongos, pero ¿dónde encontrar un aparato de rayos? En Hydros tenían muy poco contacto con el gran universo que se abría más allá del cielo, y ningún comercio de importación-exportación. Tenían suerte de disponer de algún aparato médico, por tosco que fuese; o de médicos, incluso de los formados sólo a medias, como él. Los asentamientos humanos de aquel planeta eran inherentemente pobres. Había muy poca gente y un fondo de conocimientos demasiado somero.

Desnuda hasta la cintura y de pie junto a la mesa de examen, ella lo observó mientras él se deslizaba el estetoscopio en torno al cuello. Era esbelta, exageradamente delgada; tenía brazos largos y musculosos pero típicos de una mujer delgada, con músculos pequeños y planos; los pechos eran pequeños, altos y estaban muy separados entre sí. Los rasgos de su rostro estaban comprimidos en el centro de una cara ancha y de huesos poderosos: boca pequeña, labios finos, nariz estrecha, serenos ojos grises. Lawler se preguntó por qué había pensado que era atractiva. Desde luego, no había nada de belleza convencional en ella.

Es la forma en que camina y se mueve, decidió: la cabeza ligeramente echada hacia adelante al final de un cuello largo, la fuerte, prominente mandíbula, los ojos vivos, alertas, de movimientos rápidos. Parecía vigorosa, incluso agresiva. Para su sorpresa, se dio cuenta de que se sentía excitado; no porque ella estuviera desnuda hasta la cintura —no tenía nada de extraordinario, en la isla de Sorve, la desnudez parcial o total—, sino a causa de la vitalidad y la fuerza que ella proyectaba.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado relacionado con una mujer. Su vida de celibato parecía la forma más simple de hacer las cosas sin dolor ni problemas, si uno superaba la primera sensación de aislamiento y soledad, y él lo había conseguido. De todas formas, nunca había tenido mucha suerte en las relaciones de pareja. Su único matrimonio, cuando tenía veintitrés años, había durado menos de doce meses. Todo lo que había venido después había sido fragmentario, casual, fortuito. Carente de sentido, en realidad.

La ligera ráfaga de excitación endocrina pasó rápidamente. Al cabo de un momento volvía a ser un profesional, el doctor que efectuaba un reconocimiento.

—Abra la boca, muy, muy abierta —dijo.

—Lo que se puede abrir no es demasiado grande.

—Bueno, haga todo lo que pueda.

Ella abrió la boca. Él tenía un pequeño tubo con una luz en el extremo, una cosa que le había dejado su padre y cuya batería tenía que ser recargada cada pocos días. Metió el tubo por la garganta y miró a través de él.

—¿Está lleno de hilos rojos, ahí dentro? —preguntó ella cuando le retiró el tubo.

—No tiene aspecto de estarlo. Lo único que veo es un poco de irritación en las vecindades de la epiglotis, lo cual no es nada insólito.

—¿Qué es la epiglotis?

—Una membrana que cubre la glotis. No se preocupe.

Aplicó el estetoscopio contra el esternón de la mujer y escuchó.

—¿Puede oír cómo crecen los hilos?

—Sssh.

Lawler desplazó lentamente el cilindro por el área dura y plana que quedaba entre los pechos, escuchó la marcha del corazón y luego descendió por las costillas.

—Estoy intentando detectar pruebas audibles de inflamación del pericardio —le explicó—. Es un saco que rodea el corazón. También estoy escuchando los sonidos que producen los conductos y bolsas de aire de sus pulmones. Respire profundamente y contenga el aire. Trate de no toser.

Instantáneamente, como era de esperar, la mujer comenzó a toser. Lawler mantuvo el estetoscopio aplicado contra la piel de ella mientras continuaba tosiendo y tosiendo. Toda información era útil. Finalmente la tos cesó, y la dejó exhausta y con la cara enrojecida.

—Lo siento —dijo ella—. Es como si, cuando usted dijo que no tosiera, eso hubiese sido una señal de algún tipo para mi cerebro y para mí… —comenzó a toser nuevamente.

—Tranquila —la animó él—. Tranquila.

Esta vez el ataque fue más breve. Lawler escuchó, asintió con la cabeza y volvió a escuchar. Todo sonaba normal, pero nunca había tenido entre manos un caso de infección de hongos. Todo lo que él sabía acerca de aquella enfermedad era lo que había oído de su padre hacía mucho tiempo, y lo que había aprendido hablando con los médicos de otras islas. ¿Podría realmente decirle el estetoscopio qué tipo de agente había establecido su residencia en los pulmones de aquella mujer?

—Dese la vuelta —pidió él.

Escuchó los sonidos en la espalda. Le hizo levantar los brazos y presionó los flancos del torso con los dedos en busca de alguna formación extraña. Ella se contorsionó como si aquello le hiciera cosquillas. Le sacó una muestra de sangre, y a ella la envió detrás del biombo que había en la habitación para que le proporcionara una muestra de orina. Lawler tenía un microscopio no muy bueno que Sweyner, el fabricante de herramientas, había confeccionado para él. No tenía más potencia que un juguete, pero quizá, si había algo viviendo en el interior de la joven, podría verlo de todas formas.

En realidad, sabía muy poco. Cada paciente era un reproche diario a sus conocimientos. La mayoría de las veces se movía simplemente por tanteo. Sus recursos médicos eran una débil mezcla de cosas que le había enseñado su eminente padre, conjeturas desesperadas y una experiencia duramente adquirida, acumulada gradualmente a costa de sus pacientes. Lawler estaba a la mitad de su educación médica cuando su padre murió y él, que aún no había cumplido los veinte años, se encontró ocupando el cargo de médico de la isla de Sorve. No había en ninguna parte de Hydros un auténtico curso de medicina que seguir, ni nada que pudiera ser remotamente considerado como un instrumento médico moderno, ni medicina alguna aparte de las que él mismo podía fabricar con formas de vida marina, imaginación y plegarias.

En tiempos de su padre había en Alborada una organización de caridad que arrojaba al planeta paquetes de suministros médicos de vez en cuando. Pero aquellos paquetes eran pocos, llegaban muy espaciados y tenían que ser repartidos entre muchas islas; además, hacía mucho tiempo que habían dejado de llegar. La galaxia habitada era muy extensa; ya nadie pensaba mucho en la gente que vivía en Hydros. Lawler hacía lo que podía, pero a menudo no era suficiente. Cuando tenía oportunidad consultaba con los médicos de otras islas, con la esperanza de aprender algo de ellos. Los conocimientos de los otros eran tan pobres como los propios, pero había descubierto que a veces, al intercambiar ignorancias entre ellos, podían generar una pequeña chispa de sabiduría. A veces.