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—Puede volver a ponerse la camisa —dijo Lawler.

—¿Cree usted que se trata de los hongos?

—Sólo se trata de una tos nerviosa —respondió él.

En aquel momento ya tenía la muestra de sangre en un portaobjetos y la miraba a través del único ocular. ¿Qué era aquello, rojo sobre rojo? ¿Podía tratarse de fibras de hongo color escarlata que avanzaban por el líquido rojo? No. No. Era sólo un efecto visual. Aquélla era sangre normal.

—Está perfectamente bien —le dijo, levantando la vista. La expresión de ella evidenciaba desconfianza—. ¿Por qué insiste en que tiene una enfermedad horrible? —preguntó Lawler—. No se trata más que de una tos.

—Lo que quiero es no pensar que tengo una enfermedad horrible. Por eso vine a verle.

—Bueno, pues no la tiene.

Pidió a Dios que estuviera en lo cierto; no había ninguna razón real para pensar que pudiera no estarlo. La observó mientras se vestía, y se encontró preguntándose a sí mismo si podría haber algo entre ella y Gabe Kinverson. Lawler, que sentía poco interés por los cotilleos de la isla, no había pensado antes en aquella posibilidad. Ahora que pensaba en ella, se sorprendió al observar cuan incómodo se sentía al respecto.

—¿Ha pasado últimamente por alguna tensión desacostumbrada? —le preguntó a la mujer.

—No que yo sepa, no.

—¿Está trabajando demasiado? ¿Durmiendo mal? ¿Algún asunto amoroso que no va bien?

Ella le dirigió una mirada peculiar.

—No. A las tres preguntas.

—Bueno, a veces pasamos por tensiones sin siquiera darnos cuenta. La tensión se convierte en algo incorporado, en parte de nuestra rutina. Lo que trato de decirle es que pienso que se trata de una tos nerviosa.

—¿Eso es todo? —parecía decepcionada.

—¿Es que usted quiere que sea una infección de hongos mortales? De acuerdo, es una infección de hongos mortales. Cuando llegue a la etapa en la que las finas hebras rojas le salgan por las orejas, cúbrase la cabeza con un saco para no espantar a los vecinos. De otra forma, ellos podrían pensar que corren el riesgo de contagiarse; sin embargo, está claro que no ha sido así, ni lo será hasta que usted comience a expulsar esporas, y eso ocurrirá mucho más tarde.

Ella se echó a reír.

—No sabía que fuera usted tan buen actor cómico.

—No lo soy.

Le cogió una mano, mientras se preguntaba si estaba intentando ser provocativo o simplemente paternal, representar su personaje del bueno y viejo doctor Lawler…

—Escuche —continuó—. Yo no veo que tenga nada a nivel físico, así que lo más probable es que la tos sea un hábito nervioso que adquirió de alguna manera. Cuando uno comienza a toser, se irritan los tejidos que recubren la garganta, la mucosa y demás, y la tos comienza a alimentarse a sí misma y a empeorar cada vez más. Finalmente se marchará por su propia cuenta, pero “finalmente” puede significar mucho tiempo. Lo que voy a darle ahora es un sedante nervioso, una droga tranquilizante, algo que le calme el reflejo de tos el tiempo suficiente como para que la irritación mecánica disminuya, y usted deje de enviarse a sí misma señales de tos.

Fue también para él una sorpresa el hecho de que estuviera a punto de compartir su droga insensibilizadora con ella. Nunca le había dicho una palabra de la droga a nadie, y menos aún se la había prescrito a un paciente. Pero dársela a ella parecía lo más correcto. Tenía la suficiente; podía prescindir de un poco.

Sacó del armario una pequeña calabaza seca, vertió en el interior un par de centilitros del fluido rosáceo y lo cubrió con una tapa de plástico de derivados marinos.

—Ésta es una droga que he extraído yo mismo del alga insensibilizadora, una de las especies que crecen en la laguna de la bahía. Tómese cinco o seis gotas cada mañana, no más, en un vaso de agua. Es un producto fuerte —la estudió con una mirada atenta e inquisidora—. La planta está llena de potentes alcaloides que podrían dejarla fuera de combate. Muerda tan sólo una hoja pequeña, y estará inconsciente durante una semana. O quizá para siempre. Éste es un extracto muy diluido, pero de todas formas tenga cuidado con él.

—Usted tomó un poco cuando entramos aquí, ¿verdad?

Así que, después de todo, había estado prestándole atención. Ojos rápidos, observadora perspicaz. Interesante.

—También yo me pongo nervioso de vez en cuando —le respondió Lawler.

—¿Lo pongo nervioso yo?

—Todos mis pacientes me ponen nervioso. No sé realmente mucho de medicina, y odiaría que ustedes se dieran cuenta —forzó una sonrisa—. No, eso no es cierto. No sé de medicina tanto como debiera, pero sí lo suficiente como para arreglármelas bien. Sin embargo, encuentro que esa droga me calma cuando no tengo una mañana buena, y la de hoy no comenzó de forma particularmente positiva para mí. Pero no tuvo nada que ver con usted. Mire, sería mejor que tomara ahora mismo la primera dosis.

Se la sirvió, y ella la bebió con cautela e inquietud, e hizo una mueca cuando sintió el curioso sabor dulce del alcaloide.

—¿Siente los efectos? —preguntó Lawler.

—De inmediato. ¡Eh, esto es muy bueno!

—Demasiado bueno, tal vez. Un poco insidioso —tomó algunas notas en la historia clínica de ella—. Cinco gotas en un vaso de agua cada mañana, no más, y no le daré otra ración hasta principios del mes que viene.

—¡Sí, sí, señor!

La expresión de su rostro había cambiado completamente. Ahora parecía mucho más relajada, los serenos ojos grises eran más cálidos, casi destellantes, los labios no estaban tan apretados y las tensas mejillas estaban ligeramente más flojas. Parecía más joven y más bonita. Lawler no había tenido nunca la oportunidad de observar los efectos del alga insensibilizadora en ninguna otra persona. Eran del todo radicales.

—¿Cómo descubrió esta droga? —preguntó ella.

—Los gillies utilizan algas insensibilizadoras como relajante muscular, cuando cazan peces de carne en la bahía.

—Los Moradores, querrá decir.

Aquella remilgada corrección cogió a Lawler por sorpresa. «Moradores» era como se denominaban a sí mismos los miembros de la forma de vida nativa dominante en Hydros. Pero «gillies» era el nombre que les daba cualquiera que llevase en Hydros varios meses, al menos por aquellos alrededores. Quizá la costumbre era diferente en la isla natal de ella, pensó, allá en el mar de Azur. O quizá era como los llamaba ahora la gente más joven. Pero lo más probable era que ella utilizase aquel término por respeto, porque era aficionada a estudiar la cultura de los gillies. Qué demonios: se acomodaría al término que ella prefiriera.

—Sí, los Moradores —dijo—. Arrancan un par de ramas y las envuelven en torno a un trozo de cebo que les arrojan a los peces de carne; cuando los peces se lo tragan se quedan laxos y flotan indefensos en la superficie. Entonces los Moradores se meten en el agua y los recogen sin tener que preocuparse por sus tentáculos acabados en hojas afiladas. Un viejo marinero llamado Jolly me habló de ello, cuando yo era niño. Más tarde lo recordé y me acerqué al puerto para observar cómo lo hacían; recogí luego algunas de esas algas y experimenté con ellas. Pensaba que quizá podría utilizarlas como anestésico.

—¿Y resultó?

—Para los peces de carne, sí. Sin embargo, no practico mucha cirugía en los peces. Lo que descubrí cuando la utilicé con seres humanos fue que cualquier dosis lo suficientemente fuerte como para servir de anestésico era también letal —Lawler sonrió con amargura—. Fue durante mi período de ensayo y error como cirujano. Principalmente de error. Finalmente descubrí que la tintura muy diluida era un tranquilizante extremadamente fuerte, como puede ver ahora. Es un producto fantástico. Podríamos comercializarlo por toda la galaxia si tuviéramos alguna forma de enviar cosas al exterior.