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Había llegado desde la costa por el sendero meridional, y estaba de pie entre la vaargh de Lawler y el pequeño tanque en el que guardaba su reserva de algas medicinales recién recogidas. Se veía arrebolado, ajado y sudoroso, y sus ojos estaban extrañamente húmedos, como si acabara de sufrir un ataque de apoplejía.

—¿Qué demonios ha pasado ahora? —le preguntó Lawler con exasperación.

Delagard hizo un movimiento silencioso y boqueante, como un pez fuera del agua, pero no dijo nada.

Lawler se acercó y clavó los dedos en el grueso brazo del hombre.

—¿No puedes hablar? Vamos, maldito seas. Dime qué ha pasado.

—Sí, sí —Delagard movió la cabeza de una forma lenta, pesada y desencajada—. Es demasiado terrible. Peor incluso de lo que yo jamás hubiera imaginado.

—¿De qué hablas?

—Esos jodidos buzos. Los gillies están realmente furiosos por lo que les ocurrió, y van a caer sobre nosotros muy duramente. Muy, muy, muy duramente. Es de lo que intenté hablarte esta mañana en el cobertizo, cuando me volviste la espalda.

Lawler parpadeó un par de veces.

—¿De qué estás hablando, en nombre de Dios?

—Primero dame un poco de brandy.

—Sí, sí. Entra.

Escanció una buena cantidad del líquido espeso de color de mar para Delagard y, tras pensarlo durante un momento, un trago más pequeño para sí. Delagard lo vació de un solo trago y volvió a tenderle el vaso. Lawler volvió a servirle.

Pasado un momento, Delagard habló, escogiendo cautelosamente las palabras como si luchara con algún impedimento del habla.

—Los gillies acaban de venir a visitarme, una docena de ellos. Salieron directamente del agua delante del astillero, y les pidieron a mis hombres que me llamaran para mantener una charla.

¿Gillies? ¿En la zona humana de la isla? Eso no había ocurrido durante décadas. Los gillies nunca iban más al sur del promontorio en el que habían construido la planta energética. Nunca.

Delagard le dirigió una mirada torturada.

—«¿Qué queréis?», les pregunté. Utilicé gestos amables, Lawler, todo lo hice muy, muy cortésmente. Creo que los que estaban allí eran los grandes jefes gillies, pero ¿cómo estar seguro? ¿Quién puede diferenciarlos? De todas formas, parecían importantes. Dijeron: «¿Eres tú Nid Delagard?», como si no lo supieran, y me cogieron.

—¿Te cogieron?

—Me refiero a que me cogieron físicamente. Me pusieron encima sus cómicas aletas pequeñas. Me empujaron contra la pared de mi propio edificio y me rodearon.

—Tienes suerte de estar todavía aquí para contarlo.

—No bromeo. Te aseguro, doctor, que estaba cagado de miedo. Creí que iban a destriparme y cortarme en filetes allí mismo. Mira, mira aquí, tengo las marcas de sus garras en el brazo —le enseñó unos puntos rojizos que estaban desapareciendo—. Tengo la cara hinchada, ¿verdad? Intenté apartar la cabeza y uno de ellos me sacudió, quizá por accidente, pero mira, mira. Dos de ellos me cogieron y un tercero me puso la nariz pegada a la cara y comenzó a decirme cosas, y me refiero a decirme grandes sonidos resonantes, como «ooom whang huuuuuf zeeeezt, ooom whang huuuuuf zeeeezt».

»Al principio estaba tan trastornado que no comprendí nada de aquello, pero luego se aclaró. Lo repitieron una y otra vez hasta estar seguros de que yo lo había entendido. Era un ultimátum —la voz de Delagard descendió hasta tonos bajos—. Hemos sido expulsados de la isla. Tenemos treinta días para salir de aquí. Hasta el último de nosotros.

Lawler sintió que el suelo desaparecía abruptamente de debajo de sus pies.

—¿Qué?

Los ojillos marrones del otro hombre habían adquirido un destello desquiciado. Hizo un gesto para indicar que quería más brandy. Lawler lo escanció sin mirar el vaso.

—Cualquier ser humano que permanezca en Sorve al terminar el plazo será arrojado a la laguna y no se le permitirá regresar a la orilla. Todas las estructuras que alguna vez levantamos aquí, serán demolidas. El tanque del agua, el astillero, los edificios de la plaza, todo. Las cosas que dejemos en las vaargh irán a parar al mar. Cualquier navio oceánico que dejemos en el puerto será hundido. Estamos liquidados, doctor. Somos ex residentes de la isla de Sorve. Estamos acabados, perdidos, muertos.

Lawler lo miró fijamente con incredulidad. Recorrió un rápido ciclo de emociones turbulentas: desorientación, depresión, desesperación. Lo invadió la confusión. ¿Abandonar Sorve? ¿Abandonar Sorve?

Comenzó a temblar. Recuperó el control con gran esfuerzo, abriéndose trabajosamente camino hacia el equilibrio interior.

—Matar a unos buzos en un accidente industrial es una cosa muy mal hecha —dijo con voz tensa—, pro esto es una reacción demasiado exagerada. Tienes que haber entendido mal lo que te dijeron.

—Y una mierda. Es imposible. Se expresaron muy, muy claramente.

—¿Tenemos que irnos todos?

—Tenemos que irnos todos, sí. Treinta días.

¿Estoy oyéndolo bien?, se preguntó Lawler. ¿Está ocurriendo realmente esto?

—¿Y te dieron alguna razón? —preguntó—. ¿Era por los buzos?

—Por supuesto que lo era —respondió Delagard en voz baja y ronca, cargada de vergüenza—. Es exactamente como tú lo dijiste esta mañana. Los gillies siempre saben todo lo que hacemos.

—Cristo. Cristo…

La ira estaba comenzando a reemplazar a la perplejidad. Delagard se había jugado la vida de todos los habitantes de la isla con absoluta indiferencia, y había perdido. Los gillies se lo habían advertido: «No vuelvas a hacer eso nunca más, u os echaremos de aquí». Y él lo había vuelto a hacer de todas formas…

—¡Qué despreciable bastardo eres, Delagard!

—No sé cómo se enteraron. Yo tomé precauciones. Los trajimos aquí durante la noche, los mantuvimos tapados hasta que estuvieron en el interior del cobertizo, el cobertizo mismo estaba cerrado con llave…

—Pero lo supieron.

—Lo supieron —asintió Delagard—. Los gillies lo saben todo. Te follas a la mujer de otro, y los gillies se enteran. Pero no les importa; esas cosas, no. Matas a un par de buzos y se ponen como locos.

—¿Qué te dijeron la vez anterior, cuando tuviste un accidente con los buzos? Cuando te advirtieron que no volvieras a utilizar a los buzos para tus trabajos, ¿qué dijeron que harían si te pescaban?

Delagard guardó silencio.

—¿Qué te dijeron? —repitió Lawler, presionándolo más.

Delagard se lamió los labios.

—Que nos harían abandonar Sorve —murmuró, volviendo a mirarse los pies como un escolar al que están regañando.

—Y lo hiciste de todas formas. Lo hiciste.

—¿Quién iba a creerles? ¡Jesús, Lawler, hemos vivido aquí durante ciento cincuenta años! ¿Les importó acaso cuando vinimos a instalarnos? Caímos del espacio y colonizamos sus jodidas islas, ¿y acaso dijeron ellos: «Largaos, monstruosos y repelentes seres alienígenas peludos de cuatro miembros»? No. No les importó una mierda.

—Ocurrió lo de Shalikomo —dijo Lawler.

—Eso fue hace mucho tiempo. Antes de que naciera ninguno de nosotros.

—Los gillies mataron a mucha gente en Shalikomo. Gente inocente.

—Los gillies eran diferentes. La situación era diferente.

Delagard presionó los nudillos de una mano contra los de la otra y produjo unos ligeros sonidos detonantes. Su voz comenzó a subir de tono y volumen. Pareció muy urgido en desechar la culpa y la vergüenza que se habían apoderado de él. Aquélla era una de sus destrezas, pensó Lawler, la de restaurar rápidamente su autoestima.

—Shalikomo fue una excepción —dijo.