Los gillies pensaron que había demasiados seres humanos en Shalikomo, que era una isla pequeña, y les dijeron que algunos de ellos tenían que marcharse; pero los humanos de Shalikomo fueron incapaces de ponerse de acuerdo acerca de quién debía marcharse y quién debía quedarse, y casi nadie se marchó de la isla. Finalmente los gillies decidieron a cuántos humanos se les permitiría vivir allí entre ellos y mataron al resto.
—Es una vieja historia —acabó Delagard.
—Ocurrió hace mucho tiempo, es cierto —concedió Lawler—, pero ¿qué te hace pensar que no pudiera volver a repetirse?
—Los gillies —dijo Delagard— nunca han sido particularmente hostiles en ningún otro sitio. No les gustamos, pero no nos impiden hacer cualquier cosa que queramos, siempre y cuando nos quedemos en nuestro extremo de la isla y no nos hagamos demasiado numerosos. Cosechamos fuco, pescamos tanto como queremos, construimos edificios, cazamos peces de carne, hacemos todo tipo de cosas que los alienígenas podrían tomar a mal, pero de ellos no sale una sola palabra.
»Así que entrené a unos cuantos buzos para que me ayudaran en la recuperación de metales del fondo del mar, cosa que sólo podría beneficiar a los gillies tanto como a nosotros. ¿Cómo supones que iba yo a pensar que se pusieran tan excitados por la muerte de unos cuantos animales durante la jornada de trabajo que a ellos… a ellos…?
—Quizá se trate de la última paja —dijo Lawler—. La que rompió la espalda del camello.
—¿Eh? ¿Qué cojones estás diciendo?
—Es un antiguo proverbio de la Tierra. No tiene importancia. Lo que quiero decir es que, por alguna razón, lo de los buzos hizo que se desbordara la copa y ahora quieren que nos marchemos de aquí.
Lawler cerró los ojos durante un instante. Se imaginó a sí mismo empaquetando sus cosas, subiendo a algún barco con dirección a alguna otra isla. No era fácil. Vamos a tener que marcharnos de Sorve. Vamos a tener que marcharnos de Sorve. Vamos a tener que…
De pronto se dio cuenta de que Delagard estaba hablando.
—Fue algo horroroso, si me permites que te lo diga. Estar allí contra la pared, con dos enormes gillies que me sujetaban por los brazos y otro pegado a la nariz que decía: «Tenéis que salir de la isla en treinta días, desaparer de esta isla como sea». ¿Cómo crees que me sentí por eso, doctor? Especialmente cuando sabía que yo era el responsable de ello. Esta mañana dijiste que no tenía ni la más mínima pizca de conciencia, pero no sabes una condenada cosa acerca de mí.
»Crees que soy un patán, un zafio y un criminal, pero ¿qué sabes tú, de todas formas? Tú te escondes aquí en solitario y bebes hasta atontarte, y te quedas ahí sentado juzgando a otras personas que tienen más energía y ambición en un solo dedo de la mano que tú en todo tu…
—Déjalo ya, Delagard.
—Tú dijiste que yo no tenía conciencia alguna.
—¿Y la tienes, acaso?
—Déjame que te diga, Lawler, que me siento como una mierda por haber hecho caer esto sobre todos nosotros. También yo nací aquí, ¿sabes? No tienes por qué tratarme con esa condescendencia de narices alzadas de Primera Familia; a mí no. Mi familia ha estado aquí desde el principio, igual que la tuya. Los Delagard prácticamente hemos construido esta isla, y ahora me entero de que me expulsan como a un trozo de carne podrida, y que también tienen que marcharse todos los demás… —el tono de la voz de Delagard volvió a cambiar. La ira se diluyó; habló con más suavidad, más seriedad, casi humildemente—. Quiero que sepas que cargaré con toda la responsabilidad de lo que he hecho. Lo que voy a hacer es…
—Espera —dijo Lawler, levantando una mano para interrumpirlo—. ¿Has oído un ruido?
—¿Ruido? ¿Qué ruido? ¿Dónde?
Lawler inclinó la cabeza hacia la puerta. Por ella llegaban gritos repentinos, chillidos ásperos que provenían de la plaza de tres lados que separaba los dos grupos de vaarghs.
Delagard asintió.
—Sí, ahora lo escucho. Quizá se trate de un accidente.
Pero Lawler estaba ya saliendo por la puerta y se dirigió hacia la plaza a la carrera.
En la plaza había tres edificios maltratados por la intemperie: chozas, en realidad, cabañas con techos colgadizos y manchados, una a cada lado. El de mayor tamaño, emplazado en el lado que daba a las tierras altas, era la escuela de la isla. En el más cercano de los dos lados orientados cuesta abajo estaba el pequeño café de Lis Niklaus, la compañera de Delagard. En el más lejano se hallaba el Centro Comunitario.
Fuera de la escuela había un pequeño grupo de niños que murmuraban, junto con sus dos profesoras. Ante el Centro, media docena de los hombres y mujeres de mayor edad daban vueltas bajo el sol, sin rumbo fijo, moviéndose en círculos irregulares. Lis Niklaus había salido de su café y estaba mirando, con la boca abierta, a nada en particular. En el lado más alejado se encontraban dos de los capitanes de Delagard: el bajo y rechoncho Gospo Struvin y el magro Bamber Cadrell, de piernas largas; estaban al principio de la rampa que llevaba desde la plaza a la costa, sujetos a la barandilla como hombres que esperan que una inmensa corriente de marea los acometa. Entre ellos estaba el corpulento mercader de pescado Brondo Katzin, que dividía la plaza en dos con su volumen, quieto como una enorme bestia estupefacta, mirándose fijamente la mano derecha desvendada como si a la misma acabara de salirle un ojo.
No se veía rastro de accidente alguno ni de ninguna víctima.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lawler al arribar.
Lis Niklaus se volvió hacia él de una forma curiosamente monolítica, girando la totalidad de su cuerpo como si fuera de una sola pieza. Era una mujer alta, entrada en carnes, robusta, con una gran melena de cabello rubio y una piel tan profundamente bronceada que parecía casi negra. Delagard había estado viviendo con ella durante cinco o seis años —desde la muerte de su esposa—, pero no se habían casado. La gente suponía que tal vez él estaba intentando proteger la herencia de sus hijos. Delagard tenía cuatro hijos mayores que vivían en otras islas, cada uno en una diferente.
Ella habló con una voz ronca que parecía nacer de una garganta estrangulada.
—Bamber y Gospo acaban de subir del astillero… dicen que los gillies estuvieron allí… que dijeron… nos dijeron… le dijeron a Nid…
La voz de la mujer se convirtió en un farfullar incoherente. La arrugada y pequeña Mendy Tanamind, la anciana madre de Nimber, intervino con voz aflautada:
—¡Tenemos que marcharnos! ¡Tenemos que marcharnos! —tras lo cual profirió una risa chillona.
—No tiene nada de divertido —dijo Sandor Thalheim. Era tan viejo como Mendy. Sacudió vehementemente la cabeza e hizo templar su papada y sus barbas.
—Y todo por unos cuantos animales —intervino Bamber Cadrell—. Por tres buzos muertos.
Así que la noticia ya se había difundido. Eso no era nada bueno, pensó Lawler. Los hombres de Delagard deberían haber mantenido la boca cerrada hasta que se encontrara una forma de manejar este asunto.
Alguien sollozó. Mendy Tanamind rió nuevamente. Brondo Katzin salió de su estatismo y comenzó a murmurar amargamente, una y otra vez:
—¡Esos jodidos y apestosos gillies! ¡Esos jodidos y apestosos gillies!
—¿Qué problema hay aquí? —preguntó Delagard, cuando finalmente llegó pisando fuerte por el camino que venía de la vaargh de Lawler.
—Tus muchachos Bamber y Gospo se encargaron de difundir la noticia —dijo Lawler—. Todo el mundo lo sabe ya.
—¿Qué? ¿Qué? ¡Bastardos! ¡Los mataré!
—Ya es demasiado tarde para eso.
En aquel momento estaban entrando otras personas en la plaza. Lawler vio a Gabe Kinverson, a Sundria Thane, al padre Quillan y a los Sweyner. Detrás de ellos venían más. Fueron agolpándose en la plaza cuarenta, cincuenta, sesenta personas, prácticamente toda la población. Incluso estaban allí seis de las hermanas, agrupadas todas, como una apretada y pequeña falange femenina.