También los miembros de la seguridad. Aparecieron Dag Tharp; Marya y Gren Hain; José Yáñez, el aprendiz de Lawler, de diecisiete años, que algún día llegaría a ser el nuevo médico de la isla; Onyos Felk, el cartógrafo. Natim Gharkid había subido desde los criaderos de algas, con los pantalones empapados hasta la cintura. La noticia debía de haber recorrido toda la comunidad, para entonces. La mayoría de los rostros mostraban pasmo, asombro, incredulidad. ¿Es verdad?, preguntaban. ¿Es posible?
Delagard habló en voz alta.
—¡Escuchadme, todos vosotros! ¡No hay nada de qué preocuparse! ¡Vamos a arreglar este asunto!
Gabe Kinverson se acercó a Delagard. Parecía el doble de alto que el dueño del astillero: un enorme ejemplar de hombre que era todo mandíbula, hombros gigantescos y feroces ojos verde marino de mirada fría. Siempre había un aura de peligro en torno a Kinverson, una violencia potencial.
—¿Nos han expulsado? —preguntó Kinverson—. ¿Dijeron realmente que teníamos que marcharnos?
Delagard asintió.
—Treinta días es todo el tiempo del que disponemos, y pasado éste tendremos que estar fuera de aquí. Dejaron eso muy claro. No les importa adonde vayamos, pero no podemos quedarnos aquí. Sin embargo, yo lo arreglaré todo. Podéis contar con ello.
—A mí me parece que ya lo has arreglado todo —sentenció Kinverson. Delagard retrocedió un paso y miró ferozmente a Kinverson como si se preparara para una pelea, pero el cazador marino parecía más perplejo que enfadado—. Dentro de treinta días tenemos que abandonar la isla —dijo, casi para sí mismo—. Si eso no lo supera todo… —le volvió la espalda a Delagard y se alejó, rascándose la cabeza.
Quizá a Kinverson no le importaba realmente, pensó Lawler. Pasaba la mayor parte del tiempo mar adentro, solo, apresando a las especies que no se decidían a entrar en la bahía. Kinverson nunca había desempeñado un papel activo en la vida de la comunidad de Sorve; él seguía un curso igual al de las islas de Hydros que vagaban por el océano: distante, independiente, bien defendido, mientras seguía una ruta privada.
Pero los demás estaban más afectados. Eliyana, la pequeña esposa de Brondo Katzin, una mujer de aspecto delicado y cabellos de oro, sollozaba de forma incontenible. El padre Quillan intentó consolarla, pero obviamente él mismo estaba turbado. Los curtidos ancianos Sweyner hablaban entre sí con tonos bajos e intensos. Unas cuantas mujeres de aspecto joven intentaban explicarles las cosas a sus niños, de aspecto preocupado. Lis Niklaus había sacado de su café una jarra de brandy de algas, la cual estaba pasando rápidamente de mano en mano; los hombres bebían de ella de una forma sombría y desesperada.
—¿Cómo piensas manejar todo este asunto? —le preguntó Lawler a Delagard, en voz baja—. ¿Tienes algún tipo de plan?
—Lo tengo —respondió Delagard. Repentinamente se llenó de frenética energía—. Te dije que cargaría con toda la responsabilidad, y lo decía en serio. Hablaré con los gillies de rodillas, y si tengo que lamerles las aletas inferiores, lo haré, e imploraré su perdón. Antes o después se retractarán; no nos obligarán a sujetarnos a este absurdo ultimátum.
—Admiro tu optimismo.
—Y si no quieren retractarse —continuó Delagard—, me ofreceré voluntario para exiliarme yo solo. No castiguéis a nadie más, les diré. Sólo a mí. Soy el único culpable. Me marcharé a Velmise o Salimil, o a cualquier lugar que vosotros queráis, y no volveréis a ver mi fea cara en Sorve nunca más, es una promesa. Dará resultado, Lawler; son seres racionales. Comprenderán que arrojar a una mujer anciana como Mendy de la isla que ha sido su hogar durante ochenta años no servirá a ningún propósito racional. Soy yo el bastardo, soy yo el villano asesino de buzos, y me marcharé si tengo que hacerlo, aunque pienso que ni siquiera tendremos que llegar a eso.
—Puede que tengas razón, y puede que no.
—Me arrastraré ante ellos si tengo que hacerlo.
—Y traerás a uno de tus hijos de Velmise para que dirija el astillero si tienes que marcharte, ¿verdad?
Delagard pareció sorprendido.
—Bueno, ¿qué tiene eso de malo?
—Ellos podrían pensar que no fuiste del todo sincero en eso de marcharte. Podrían pensar que un Delagard es igual a otro.
—¿Quieres decir que para ellos no podría ser suficiente con que me marchara?
—Es exactamente a eso a lo que me refiero. Puede que quieran de ti algo más que eso.
—¿Como qué?
—¿Qué pasaría si te dijeran que aceptan perdonarnos a todos los demás siempre y cuando tú te marches y prometas que ni tú ni tu familia volveréis jamás a poner el pie en Sorve, y que la totalidad del astillero Delagard fuera demolido?
Los ojos de Delagard se animaron.
—No —dijo—. ¡Ellos no me pedirían una cosa así!
—Pues ya lo han hecho; eso y más.
—Pero si me marcho, si de verdad me marcho… si mis hijos juran no volver a causarle daños a un buzo nunca más…
Lawler le volvió la espalda. La primera conmoción había pasado; la simple frase «Vamos a tener que marcharnos de Sorve» se había incorporado ya a su mente, su alma, sus huesos. Se lo estaba tomando con mucha calma, considerada la situación en su totalidad. Se preguntaba por qué. Entre un momento y otro le habían arrebatado la existencia en aquella isla, en la que había pasado toda su vida.
Recordó la ocasión en la que había ido a Thibeire, lo profundamente inquieto que se había sentido al ver todos aquellos rostros extraños, al no saber los nombres y las historias personales de cada uno. Tendría que vivir entre extraños; perdería toda la sensación de ser un Lawler de la isla de Sorve y se convertiría simplemente en alguien más, un recién llegado, un extranjero en la isla, alguien que se introducía en una nueva comunidad en la que no tenía un lugar ni un propósito.
Aquello debería de haber sido algo difícil de digerir; pero, después del primer momento de inestabilidad y desorientación, se había instalado en una especie de aceptación, como si él fuera tan insensible al desahucio como parecía serlo Gabe Kinverson, o Gharkid, aquel hombre que flotaba perversamente en libertad. Era extraño. Quizá lo que ocurría era que el terror aún no había penetrado en él, se dijo Lawler.
Sundria Thane se le acercó. Estaba roja y tenía la frente brillante de sudor. Todos sus gestos evidenciaban emoción y una especie de autosatisfacción feroz.
—Le dije que estaban enfadados con nosotros, ¿verdad? ¿Verdad? Parece que yo tenía razón.
—La tenía —respondió Lawler. Ella lo estudió durante un breve momento.
—Realmente vamos a tener que marcharnos; no tengo ni la más mínima duda al respecto.
Los ojos le destellaban, brillantes. Parecía vanagloriarse de aquella situación, estar casi drogada por ella. Lawler recordó que esta era la sexta isla en la que había vivido hasta entonces, a los treinta y un años de edad. No le importaba cambiar de lugar de residencia. Puede que incluso disfrutara con ello.
Él asintió lentamente.
—¿Por qué está tan segura de eso?
—Porque los Moradores no cambian nunca de opinión. Cuando dicen algo lo mantienen; y eso de matar buzos parece ser más serio que matar peces de carne o peces salchicha. A los moradores no les importa que entremos en la bahía a cazar para comer. Ellos mismos comen peces de carne; pero los buzos son… bueno, algo diferente. Los Moradores tienen una actitud muy protectora para con ellos.
—Sí —dijo Lawler—. Supongo que así es.
Ella lo miró fijamente a los ojos. Sus ojos quedaban casi al mismo nivel que los del hombre.