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—Usted ha vivido aquí durante mucho tiempo, ¿verdad, Lawler?

—Toda mi vida.

—Oh, lo siento. Esto va a ser muy duro para usted.

—Lo superaré —respondió él—. Todas las islas necesitan médicos. Incluso uno mediocre como yo —se echó a reír—. Oiga, ¿cómo va esa tos?

—No he tosido ni una sola vez desde que usted me dio esa droga.

—Ya suponía yo que no volvería a toser.

De pronto, Delagard volvía a hallarse junto a Lawler. Habló sin disculparse por interrumpir la conversación entre él y Sundria:

—¿Vendrás conmigo a ver a los gillies, doctor?

—¿Para qué?

—Ellos te conocen, te respetan. Eres hijo de quien eres, y eso hace que merezcas un trato especial por parte de ellos. Si tengo que comprometerme a abandonar la isla, tú podrás avalarme; me refiero a cuando prometa que me marcharé y no volveré nunca más.

—Si les dices eso, te creerán sin mi ayuda. No esperan que ningún ser inteligente diga mentiras, ni siquiera tú. Pero, de todas formas, eso no cambiará nada.

—Ven conmigo de todas formas, Lawler.

—Es una pérdida de tiempo. Lo que necesitamos hacer es comenzar a planificar la evacuación.

—Intentémoslo, al menos. No podremos estar seguros si no lo intentamos.

Lawler reflexionó sobre la propuesta.

—¿Ahora mismo?

—Después de que oscurezca —dijo Delagard—. Ahora no quieren ver a ninguno de nosotros. Están demasiado ocupados celebrando la apertura de la nueva planta energética. La pusieron a funcionar hace un par de horas, ¿sabes? Tienen un cable que va desde la costa hasta su extremo de la isla, y lleva electricidad.

—Mejor para ellos.

—Te esperaré junto al dique marítimo al caer el sol, ¿de acuerdo? Iremos juntos a hablar con ellos. ¿Harás eso, Lawler?

Aquella tarde, Lawler permaneció sentado en silencio en el interior de su vaargh, mientras trataba de comprender qué significaría tener que abandonar la isla. Trabajaba en el concepto, le daba vueltas y más vueltas. No vino a verlo ningún paciente. Delagard, fiel a su promesa de la mañana, le había enviado algunas botellas de brandy de algas, y Lawler había bebido un poco y luego un poco más, sin que le causara ningún efecto especial. Lawler pensó en tomarse otra dosis de tranquilizante, pero por alguna razón no parecía ser una buena idea. Ya estaba lo suficientemente tranquilo en aquel momento; lo que sentía no era la inquietud habitual, sino una absoluta insensibilidad espiritual, la pesada carga de una depresión para la cual las gotas rosáceas probablemente no servirían de nada.

Voy a marcharme de Sorve, pensó. Voy a vivir en otro sitio, en una isla que no conozco, entre unas gentes cuyos nombres, ancestros y naturalezas íntimas son un absoluto misterio para mí.

Se dijo que no tenía mayor importancia; que al cabo de unos meses se sentiría tan en casa como en Sorve, fuera en Thibeire, Velmise, Kaggeram o cualquier otra isla en la que finalmente se asentara. Sabía que aquello no era cierto, pero eso es lo que se dijo de todas formas.

La resignación, la aceptación, incluso la indiferencia parecían útiles. El problema era que no podía permanecer de forma regular en aquel nivel. De vez en cuanto lo acometía una llamarada de pasmo y asombro, una sensación de pérdida intolerable, incluso de miedo absoluto; entonces tenía que comenzar el proceso nuevamente desde el principio.

Cuando comenzó a oscurecer, Lawler salió de su vaargh y se encaminó hacia el dique marítimo.

Habían salido dos lunas hoy; la esfera de plata pálida perteneciente a Alborada volvía a verse en el cielo. La bahía estaba encendida con colores crepusculares: largas listas de oro y púrpura reflejadas que se desvanecían rápidamente mientras él las observaba, en el gris de la noche. Las siluetas de misteriosas criaturas marinas se movían con determinación por las someras aguas. Era muy serena la bahía a la hora del crepúsculo; calma, hermosa. Pero los pensamientos del viaje que le aguardaba se infiltraron en su mente. Lawler dirigió la vista más allá del puerto, hacia la inmensidad del inconcebible mar hostil. ¿Cuánta distancia tendrían que navegar antes de encontrar una isla dispuesta a acogerlos? ¿Sería un viaje de una semana? ¿De dos semanas? ¿De un mes? Él no había estado en el mar ni siquiera durante un día. La ocasión en que había visitado Thibeire, fue un viaje en bote apenas más allá de las aguas de la bahía hasta la otra isla, que se había acercado mucho a Sorve.

Lawler se dio cuenta de que le tenía miedo al mar. El mar era una enorme boca del tamaño de un mundo. A veces imaginaba que se había tragado la totalidad del planeta de Hydros durante alguna antigua conmoción, y sólo habían quedado las pequeñas islas construidas por los gillies. Temía que lo tragara a él también, si se ponía en camino para cruzarlo.

Irritado, se dijo a sí mismo que aquello era una estupidez, que hombres como Gabe Kinverson salían al mar abierto todos los días y sobrevivían, que Nid Delagard había realizado un centenar de viajes entre las islas, que Sundria Thane había llegado a Sorve desde una isla que estaba en el mar de Azur, tan lejos de allí que él nunca había oído hablar de ella. Todo saldría bien. Subiría a bordo de uno de los barcos de Delagard y al cabo de una semana o dos llegaría hasta la isla que se convertiría en su nuevo hogar.

Y a pesar de todo… sentía la oscuridad, la inmensidad, el poder que se agitaba en el terrible mar del tamaño de un planeta.

—¿Lawler? —llamó una voz.

Miró a su alrededor. Por segunda vez aquel día, Nid Delagard salió de las sombras a sus espaldas.

—Vamos —dijo el dueño del astillero—. Se está haciendo tarde. Vayamos a hablar con los gillies.

5

En la planta energética de los gillies, apenas un poco más allá sobre la curva que describía la orilla, brillaban luces eléctricas. En las calles de la ciudad gillie —emplazada algo más lejos— podían verse más luces, docenas de ellas, quizá centenares. La inesperada catástrofe de la expulsión había ensombrecido completamente el otro gran acontecimiento del día: la inauguración de la generación eléctrica de turbina en la isla de Sorve.

La luz que venía de la planta energética era fría, verdosa, ligeramente burlona. Los gillies tenían una tecnología atrasada que había alcanzado un nivel equivalente al de los siglos dieciocho o diecinueve en la Tierra, y habían desarrollado bombillas eléctricas usando filamentos hechos a partir de las fibras del muy versátil bambú marino. Las bombillas eran costosas y difíciles de fabricar, y la gran pila voltaica que había sido la principal fuente de energía de la isla era chapucera y recalcitrante, y producía electricidad sólo de una forma perezosa e intermitente, además de romperse muy a menudo. Pero ahora —¿después de cuántos años de trabajo? ¿cinco? ¿diez?—, las bombillas de la isla eran encendidas por una fuente nueva e inagotable: la energía del mar. El agua tibia de la superficie era convertida en vapor, el vapor movía la turbina del generador, la corriente eléctrica manaba del generador y encendía las bombillas de la isla de Sorve.

Y los gillies habían convenido en permitir que los humanos del otro extremo de la isla aprovecharan una parte de la energía como pago de ciertos trabajos: Sweyner fabricaría bombillas eléctricas para ellos, Dann Henders los ayudaría con el cableado, y otros realizarían diversas tareas. Lawler había sido un mediador en las negociaciones de dichos acuerdos, junto con Delagard, Nicko Thalheim y uno o dos más. Aquél era el único pequeño triunfo de cooperación que los seres humanos habían podido conseguir en los últimos años. Había llevado seis meses de lentas y cuidadosas negociaciones.

Tan sólo esa mañana —recordó Lawler— había abrigado la esperanza de conseguir otra empresa en colaboración por su propia cuenta. Ahora aquello parecía estar a millones de años de distancia, y al anochecer estaban allí con la única intención de rogar que les permitieran permanecer en la isla.