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—Iremos directamente a la cabaña del jefe, ¿de acuerdo? —dijo Delagard—. No tiene sentido otra cosa que las altas esferas en este caso.

Lawler se encogió de hombros.

—Lo que tú digas.

Rodearon la planta energética y entraron en territorio gillie, siguiendo la orilla. La isla se elevaba rápidamente en aquella zona, desde los niveles bajos de la orilla de la bahía, detrás del dique marítimo, hasta una amplia planicie circular donde se hallaban la mayoría de las viviendas gillies. En el lado más alejado de aquella planicie había una caída a pico, donde el espeso baluarte de madera de la isla descendía en línea recta hasta el oscuro océano.

La aldea de los gillies estaba dispuesta en forma de círculo irregular, con los edificios más importantes emplazados en el centro y todos los demás, precarios y alineados en hilera, en la periferia. La principal diferencia entre los edificios interiores y los exteriores parecía ser la durabilidad: los internos, que parecían estar destinados a actividades ceremoniales, estaban construidos con la misma madera de fuco que el resto de la isla; los exteriores, en los que vivían los gillies, eran construcciones descuidadas tipo tienda de campaña, hechas con hojas de alga húmedas atadas flojamente sobre cañas de bambú marino. Despedían un desagradable olor a podrido cuando el sol las calentaba, y cuando alcanzaba un cierto grado de sequedad, el revestimiento era reemplazado por otro más fresco. Unos gillies —que parecían pertenecer a una casta especial— se dedicaban a derrumbar constantemente las casuchas viejas y a construir otras nuevas.

Caminar hasta el otro extremo de la zona gillie de la isla, hubiera llevado medio día. En el momento en el que Lawler y Delagard entraron en el círculo interior del poblado, Alborada ya se había puesto y la Cruz de Hydros brillaba con toda su fuerza en el cielo.

—Aquí vienen —dijo Delagard—. Déjame hablar a mí primero. Si ves que comienzan a irritarse conmigo, toma tú la palabra. No me importa si les dices lo mierda que soy. Diles cualquier cosa que sirva.

—¿Crees realmente que hay algo que pueda servir?

—Sssh. No quiero oírte hablar así.

Media docena de gillies —machos, pensó Lawler— venían en dirección a ellos desde la parte más interna del poblado. Cuando se hallaban a unos diez o doce metros, se detuvieron y se dispusieron en hilera delante de los humanos.

Delagard levantó las manos en un gesto que significaba: «Venimos en son de paz». Era el saludo universal de los humanos a los gillies. Ninguna conversación comenzaba siquiera sin ese preludio. Se suponía que ahora los gillies tenían que responder con un sonido funeral y sibilante que significaba: «Os aceptamos como pacíficos y esperamos vuestras palabras». Pero no dijeron absolutamente nada. Simplemente permanecieron allí y los miraron fijamente.

—Esto no me produce buena impresión, ¿y a ti? —dijo rápidamente Lawler.

—Espera. Espera.

Delagard repitió el gesto de paz. Continuó con un gesto de las manos que significaba: «Somos vuestros amigos y os miramos con el más alto de los respetos».

Uno de los gillies emitió un sonido que pareció una flatulencia. Sus destellantes ojos de color amarillo, dispuestos muy juntos en la base de su diminuta cabeza, estudiaban a los humanos con lo que parecía frialdad e indiferencia.

—Déjame intentarlo —murmuró Lawler.

Dio un paso adelante. El viento soplaba desde detrás de los gillies y le trajo su pesado olor húmedo y musgoso, mezclado con el penetrante hedor de las hojas de alga a medio podrir de sus chozas.

Hizo de nuevo el gesto de «Venimos en son de paz». No obtuvo respuesta alguna, como tampoco la obtuvo la frase «Somos vuestros amigos». Después de una pausa apropiada, procedió a hacer el gesto que significaba: «Deseamos una audiencia con los poderes que reinan».

De uno de los gillies volvió a llegarle aquel sonido de flatulencia. Lawler se preguntó si se trataría del mismo gillie que le había gruñido y tronado de forma tan amenazadora en la madrugada, junto a la planta energética.

Delagard intervino con un «Pido perdón por mi transgresión inintencionada». Silencio; sólo unos fríos ojos que lo observaban con expresión remota. Lawler lo intentó con «¿Cómo podemos expiar nuestra condena sin marcharnos?». No obtuvo respuesta tampoco.

—Asquerosos hijos de puta —murmuró Delagard—. Me gustaría atravesar sus gordas barrigas con un arpón.

—Ellos lo saben —respondió Lawler—. Por eso no quieren negociar contigo.

—Yo me marcharé, entonces. Habla tú solo con ellos.

—Si crees que vale la pena intentarlo…

—Tú tienes el historial limpio. Recuérdales quién eres, quién fue tu padre y lo que hizo por ellos.

—¿Alguna otra sugerencia? —preguntó Lawler.

—Oye, sólo estoy tratando de ser de alguna utilidad…, pero adelante, hazlo como a ti te parezca. Yo estaré en el astillero. Pasa por allí cuando regreses y cuéntame cómo han ido las cosas.

Delagard se marchó, deslizándose entre las sombras.

Lawler dio algunos pasos en dirección a los gillies y volvió a comenzar desde el principio con el gesto inicial. Luego se identificó: Valben Lawler, médico, hijo de Bernat Lawler el médico. El gran curador que seguramente recordaban, el hombre que había librado a los jóvenes de la amenaza de la podredumbre de aletas.

Lawler percibió la ironía de aquella situación: ése mismo era el discurso que él había pasado media noche ensayando en su mente insomne. Ahora tenía la oportunidad de pronunciarlo, después de todo, aunque en un contexto muy diferente.

Ellos lo miraron sin responder. Al menos esta vez no profieren flatulencias, se dijo Lawler. Continuó con los gestos:

—Señores: nos ha ordenado que abandonemos la isla, ¿es eso cierto?

Del gillie de la izquierda le llegó un susurro profundo, que significaba una afirmación.

—Eso nos trae gran tristeza. ¿Hay alguna manera de que podamos cambiar esta pena de expulsión?

—No —tronó el gillie de la derecha.

Lawler los miró con desesperanza. El viento arreció, arrojándole a la cara el espeso olor en grandes cantidades, y él luchó con las náuseas. Los gillies nunca le habían parecido otra cosa que extraños y misteriosos, además de un poco repulsivos. Él sabía que debía aceptarlos como eran, un aspecto más del mundo en el que había vivido siempre, como el océano o el cielo; sin embargo, a pesar de lo familiares que resultasen, no dejaban de ser criaturas de otra creación. Cosas estelares. Alienígenas: nosotros y ellos, humanos y alienígenas, sin parentesco alguno. «¿Por qué me ocurre esto?», se preguntaba; «Yo soy tan nativo de este mundo como lo son ellos». Se mantuvo firme y les dijo:

—Fue sólo por un desgraciado accidente que murieron esos buzos. No hubo maldad alguna en ello.

Detonación. Silbido. Suspiro. Significaban:

—No estamos interesados en saber por qué ocurrió, sino sólo en el hecho de que ocurrió.

Detrás de los seis gillies se encendían y se apagaban unas luces de color verdoso desteñido; iluminaban curiosas estructuras —¿estatuas? ¿máquinas? ¿ídolos?— que ocupaban un espacio abierto en el centro de la población. Eran extrañas protuberancias y nudos, del metal pacientemente extraído de los tejidos de pequeñas criaturas marinas y unido en forma de masas de chatarra, de aspecto fortuito y cubiertas de óxido.

—Delagard promete no utilizar buzos nunca más —les dijo con voz zalamera, buscando esperanzadamente una salida.

Silbido. Detonación. Indiferencia.