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—¿No vais a decirnos cómo podemos hacer para que las cosas se arreglen? Lamentamos lo que ocurrió; lo lamentamos profundamente…

No hubo respuesta. Ojos amarillos y fríos, distantes. Esto es una idiotez, pensó Lawler. Es como discutir con el viento.

—¡Maldita sea, esta isla es nuestro hogar! —gritó, acompañando las palabras con gestos furiosos—. ¡Siempre lo ha sido!

Tres sonidos tronantes que descendieron un tercio cada uno.

—¿Encontrar otro hogar? —preguntó Lawler—. ¡Pero es que nosotros le tenemos cariño a este lugar! Yo nací aquí. Nunca antes os hemos hecho daño, ninguno de nosotros. Mi padre… Vosotros conocisteis a mi padre, os ayudó cuando…

Nuevamente se oyó el sonido de flatulencia. Significaba exactamente lo mismo a lo que sonaba, pensó Lawler.

No tenía sentido continuar. Comprendía plenamente lo infructuoso de aquello. Estaban perdiendo la paciencia; muy pronto comenzarían los sonidos tronantes, gruñentes, la ira; y entonces podría ocurrir cualquier cosa.

Con un gesto de una aleta, uno de los gillies indicó que la reunión había terminado. El rechazo era inequívoco.

Lawler hizo un gesto de decepción. Gesticuló para indicar tristeza, angustia, congoja. A lo que uno de los gillies respondió, sorprendentemente, con una frase pronunciada muy rápidamente que casi podría haber sido de compasión. ¿O se trataba sólo de su imaginación optimista?

Lawler no podía estar seguro; y entonces, para su asombro, la criatura salió de la hilera y se acercó a él arrastrando las aletas a una velocidad inesperada, con las aletas-brazo extendidas. Lawler estaba demasiado sorprendido como para moverse. Aquí llega la embestida, pensó, el descuidado estallido de irritación. Estaba allí como plantado. Algún frenético impulso de autoconservación profería alaridos dentro de él, pero Lawler no podía hallar la fuerza necesaria para intentar huir.

El gillie lo cogió por un brazo y lo acercó hacia sí, tras lo cual lo envolvió con sus aletas en un estrecho y sofocante abrazo. Lawler sintió las afiladas garras curvas que se apoyaban suavemente sobre su carne, que lo asían con una extraña y pasmosa delicadeza. Recordó las marcas rojas que le había enseñado Delagard.

«De acuerdo. Haz lo que te dé la gana. Me importa un bledo».

Lawler nunca había estado tan cerca de un gillie como en ese momento. Tenía la cabeza apretada contra el ancho pecho. Oía cómo le latía allí el corazón, no el familiar «dum-dum» humano, sino algo más parecido a «zuñí-zum-zum, zum-zum-zum». Tenía el desconcertante cerebro de un gillie a unos pocos centímetros de la mejilla; su aliento le llenaba los pulmones.

Se sentía mareado y con náuseas pero, extrañamente, no tenía miedo alguno. Había algo tan subyugador en el ser arrastrado al grotesco abrazo de aquel gillie, que en aquel preciso instante no quedaba sitio en él para el miedo. La proximidad del alienígena provocó una especie de remolino en su mente. Era una sensación tan poderosa como una tormenta de invierno, tan poderosa como la misma Ola, que subió bramando desde las raíces de su alma. Tenía el sabor de las algas marinas en la boca. La sal marina circulaba por sus venas.

El gillie lo retuvo durante bastante rato, como si le estuviera comunicando algo, algo que no podía expresarse con palabras. El abrazo no era ni cordial ni hosticlass="underline" estaba completamente fuera del entendimiento de Lawler. El apretón de los poderosos brazos era estrecho y rudo, pero aparentemente no conllevaba la intención de lastimarlo. Lawler se sintió como un niño que es abrazado por una madre adoptiva fea, extraña y carente de amor. O como una muñeca abrazada contra el enorme seno de la bestia.

Luego el gillie lo soltó y lo alejó de sí con un brusco empujón, tras lo cual regresó a reunirse con los demás. Lawler permaneció congelado, temblando. Observó cómo los gillies, sin hacerle más caso, se volvían pesadamente y se alejaban de regreso a su poblado. Se quedó un buen rato mirando en la dirección por la que se habían marchado, sin comprender absolutamente nada. Todavía tenía pegado el rancio olor a mar; en aquel momento le pareció que ese aroma se quedaría con él para siempre.

Debían de estar despidiéndose de él, decidió finalmente. Eso era, sí. Una despedida de gillie, un tierno abrazo de adiós. O quizá no tan tierno, pero igualmente un beso de adiós. ¿Tiene sentido eso? No, realmente, no. Pero tampoco lo tiene nada más. Llamémoslo un gesto de despedida, pensó Lawler, y dejémoslo así.

La noche ya estaba muy entrada. Lentamente regresó bordeando la orilla, dejó atrás la planta energética, bajó al astillero y se dirigió a la caseta en la que vivía Delagard. Delagard no quería vivir en vaarghs; decía que prefería estar siempre cerca del astillero.

Lawler lo encontró solo, despierto, bebiendo brandy de algas junto a la oscilante luz de un fuego que humeaba. La habitación era pequeña y desordenada, llena de utensilios para pescar: anzuelos, redes, remos, anclas, pieles amontonadas de peces-alfombra, cajas de brandy. Parecía un almacén, no una vivienda. Aquella era la casa del hombre más rico de la isla.

Delagard olió el aire.

—Hueles como un gillie. ¿Qué has estado haciendo, dejándolos que te follaran?

—Lo has adivinado. Deberías probarlo; puede que aprendieras una o dos cosas.

—Muy gracioso. Pero, de verdad, apestas como un gillie, ¿sabes? ¿Intentaron darte una paliza?

—Uno de ellos me topó cuando me marchaba —dijo Lawler—. Creo que fue por accidente.

Delagard se encogió de hombros.

—Muy bien. ¿Has sacado algo en claro?

—No. ¿Pensabas de verdad que lo conseguiría?

—Siempre hay esperanza. Un tipo sombrío como tú puede que no lo crea así, pero siempre la hay. Aun disponemos de un mes para convencerlos. ¿Quieres un trago, doctor?

Delagard ya lo estaba sirviendo. Lawler cogió el vaso y bebió rápidamente su contenido.

—Ya es hora de acabar con esa mentira, Nid, esa fantasía tuya de hacerlos cambiar de opinión.

Delagard levantó la mirada. En la pálida luz oscilante, su rostro parecía más voluminoso de lo que era en realidad, pues las sombras destacaban los rollos de carne que le rodeaban el cuello y convertían sus mejillas en papadas flojas. Sus ojos parecían pequeños, como dos gotas fatigadas.

—¿Tú crees?

—No cabe duda. Realmente quieren librarse de nosotros. Nada que podamos decir les hará cambiar.

—Te han dicho eso, ¿verdad?

—No necesitaron hacerlo. He estado en esta isla el tiempo suficiente como para entender qué quisieron decirme. Tú también.

—Sí—dijo Delagard, pensativo—. Yo también.

—Es hora de enfrentarse con la realidad. No existe la menor posibilidad de que se retracten de su decreto. ¿Tú qué crees, Delagard? ¿La hay? Por el amor de Dios, ¿la hay?

—No. Supongo que no.

—Entonces, ¿cuándo vamos a dejar de hacernos la ilusión de que sí la hay? ¿Tengo que recordarte lo que hicieron en Shalikomo cuando les dijeron a los humanos que se marcharan, y ellos no lo hicieron?

—Aquello fue en Shalikomo, y hace mucho tiempo. Esto es Sorve y ahora.

—Y los gillies son los gillies. ¿Quieres otro Shalikomo aquí?

—Ya conoces la respuesta a eso, doctor.

—De acuerdo, entonces. Tú sabías desde el principio que no había esperanza de hacerlos cambiar de opinión. Simplemente estabas recurriendo a todos los mecanismos, ¿verdad? Para demostrarle a todo el mundo cuan afectado estabas por el lío en que nos habías metido a todos.

—¿Crees que he estado engañándote?

—Sí, eso creo.

—Bueno, pues no es así. ¿Comprendes cómo me siento por haber hecho caer esta desgracia sobre todos nosotros? Me siento como una basura, Lawler. ¿Qué crees que soy, de todas formas? ¿Sólo un animal chupasangres sin corazón? ¿Crees que puedo simplemente encogerme de hombros y decirle a la gente del poblado: «Eh, muchachos, tenía un buen negocio funcionando ahí fuera con los buzos y todo fue bien durante un tiempo, pero las cosas salieron mal y por tanto tenemos que mudarnos; disculpad los inconvenientes, adiós, ya nos veremos»?