Выбрать главу

»Sorve es el hogar de mi comunidad, doctor. Sentía que al menos tenía que intentar reparar el daño que he hecho.

—De acuerdo. Ya lo has intentado, y no has llegado a ninguna parte, como ambos esperábamos desde el principio. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Qué quieres que haga?

—Ya te lo he dicho antes. Basta de palabrería acerca de besarles las aletas a los gillies e implorarles su perdón. Tenemos que pensar en cómo vamos a salir de aquí y adónde vamos a ir. Tenemos que empezar a planificar la evacuación, Delagard. Eso es asunto tuyo. Tú provocaste todo esto; ahora tú tienes que arreglarlo.

—De hecho —dijo lentamente Delagard—, ya he comenzado a trabajar en eso. Esta noche, mientras tú parlamentabas con los gillies, envié un mensaje a tres de mis barcos. Actualmente están haciendo viajes de pasaje entre las islas; les dije que den inmediatamente la vuelta y regresen aquí. Nos servirán como transporte.

—¿Para transportarnos adónde?

—Toma, bebe otra copa —volvió a llenar el vaso de Lawler sin esperar respuesta—. Déjame que te muestre algo.

Abrió un armario y cogió una carta marítima. Era un globo de plástico laminado de unos sesenta centímetros de diámetro, hecho con docenas de tiras de diversos colores y unidas por la mano maestra de algún artesano. Del interior provenía el ruido de un mecanismo de relojería. Lawler se inclinó hacia él. Las cartas eran objetos raros y preciosos; Lawler rara vez había tenido la posibilidad de mirar una tan de cerca.

—Dimas, el padre de Onyos Felk, la construyó hace cincuenta años —dijo Delagard—. Mi abuelo se la compró cuando el viejo Felk quería meterse en el negocio de la navegación y necesitó dinero para construir barcos. ¿Te acuerdas de la flota de Felk? Tres barcos. La Ola los hundió a todos. Es una cosa de locos esa de vender tu carta marítima para comprar barcos, y luego perder los barcos. Especialmente cuando se trata de la mejor carta jamás hecha. Onyos daría su testículo izquierdo por tenerla, pero ¿por qué iba a vendérsela? Le permito que la consulte de vez en cuando.

Por la carta se movían unos medallones circulares de color púrpura, tan grandes como la uña de un dedo pulgar; eran treinta o cuarenta, quizá más, movidos por el mecanismo interior. La mayoría se movían en línea recta desde un polo al otro, pero ocasionalmente uno de ellos se desplazaba en forma casi imperceptible a una de las bandas adyacentes longitudinales, de la misma forma que una isla solía desviarse ligeramente hacia el este o el oeste mientras viajaba en la corriente principal que la llevaba en dirección al polo. Lawler se maravilló de lo ingenioso del aparato.

—¿Sabes cómo leer esto? —preguntó Delagard—. Esto de aquí son las islas. Éste es el mar Natal. Esta isla de aquí es Sorve.

Era una pequeña protuberancia púrpura que se desplazaba lentamente hacia arriba en las proximidades del ecuador del globo, sobre el fondo verde de la franja por la que viajaba: una mota insignificante, una pizca de color en movimiento, nada más. Es demasiado pequeña para ser tan valiosa, pensó Lawler.

—Aquí está representada la totalidad del planeta, al menos como nosotros entendemos que es. Las islas de color púrpura son las que están habitadas por seres humanos. Este es el mar Negro, éste es el mar Rojo, y este de aquí arriba es el mar Amarillo.

—¿Dónde está el mar de Azur? —preguntó Lawler.

Delagard pareció un poco sorprendido.

—Pues aquí arriba, prácticamente en el otro hemisferio. ¿Qué sabes acerca del mar de Azur, doctor?

—No mucho. Alguien me lo mencionó hace poco, eso es todo.

—Está a una distancia endemoniadamente grande de aquí. Yo nunca he estado en él —Delagard hizo girar el globo para enseñarle a Lawler el otro lado—. Aquí está el mar Vacío. Esta cosa oscura que hay aquí es la Faz de las Aguas. ¿Te acuerdas de las maravillosas historias que solía contarnos el viejo Jolly acerca de la Faz?

—Ese canoso viejo embustero. No te habrás creido que llegó cerca de ese lugar, ¿verdad?

Delagard pestañeó.

—Era una historia fantástica, ¿no es cierto?

Lawler asintió, y dejó que su mente viajara a unos treinta y cinco años antes, mientras pensaba en la historia de aquel anciano curtido por la intemperie: repetía una y otra vez acerca de su solitario crucero por el mar Vacío, de su misterioso encuentro de ensueño con la Faz. Una isla tan grande que cabían en ella todas las otras islas del planeta, una enorme cosa amenazadora que llenaba el horizonte elevándose como una muralla negra desde el océano, en un rincón remoto y silencioso del mundo. En la carta marítima, la Faz era un parche oscuro e inmóvil del tamaño de la palma de una mano, una mancha informe sobre la extensión vacía del lejano hemisferio, emplazada casi en la región polar sur.

Volvió a girar el globo para mirar el propio hemisferio, y observó las islas que se desplazaban lentamente.

Lawler se preguntó cómo era posible que una carta hecha hacía tanto tiempo pudiera predecir la posición actual de las islas. Lógicamente, se habrían desviado de sus rutas primarias a causa de todo tipo de fenómenos atmosféricos de corta duración. ¿O era que el constructor de la carta lo había tomado todo en cuenta, valiéndose de alguna magia científica que provenía del gran cúmulo de ciencia que había en la galaxia?

Las cosas eran tan primitivas en Hydros, que Lawler se sorprendía siempre cuando funcionaba cualquier tipo de mecanismo; pero sabía que las cosas eran diferentes en los demás planetas habitados del espacio, en los que había tierra y un buen suministro de metales, y una manera de desplazarse de un planeta a otro. Las magias tecnológicas de la Tierra, del perdido planeta madre, habían llevado a la Humanidad a aquellos mundos. Pero allí en Hydros no había nada parecido.

—¿Cuan precisa piensas que es esta carta? —preguntó, pasado un momento—. Tomando en consideración que tiene cincuenta años de antigüedad, y todo eso.

—¿Es que hemos averiguado algo más acerca de Hydros en los últimos cincuenta años? Ésta es la mejor carta que tenemos. El viejo Felk era un maestro artesano, y hablaba con todos los que salían al mar, en todas partes. Luego comparó esa información con las observaciones hechas desde el espacio y desde Alborada. Es muy precisa. Condenadamente precisa.

Lawler siguió los movimientos de las islas, como hipnotizado por ellos. Quizá la carta proporcionara información fiable, y quizá no; él no estaba en una posición que le permitiera saberlo. Nunca había comprendido cómo alguien que estuviera en el mar era capaz de hallar el camino de vuelta a su propia isla, y mucho menos llegar hasta una isla lejana, si se tenía en cuenta que tanto el barco como la isla estaban constantemente en movimiento. Tendré que preguntarle eso a Gabe Kinverson alguna vez, pensó.

—Muy bien. ¿Cuál es tu plan?

Delagard señaló la isla de Sorve en la carta. Luego señaló a otra.

—¿Ves esta isla que está al suroeste respecto a nosotros y se está deslizando a la franja de al lado? Es Velmise. Se está desplazando hacia el noreste a una velocidad mayor que la que llevamos nosotros, y dentro de un mes pasará a una distancia relativamente fácil de cubrir. En ese momento estará a diez días de navegación, quizá menos. Voy a enviarle un mensaje a mi hijo, que vive allí, para preguntarle si estarían dispuestos a acogernos a todos, a los setenta y ocho.

—¿Y si no lo están? Velmise es bastante pequeña.

—Tenemos otras alternativas. Aquí tenemos a Salimil, que sube por el otro lado. Estará a unas dos semanas y media de nosotros en el momento en que tengamos que marcharnos.