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Lawler consideró la perspectiva de tener que pasar dos semanas y media a bordo de un barco en mar abierto. Bajo el ardiente ojo del sol, en el constante soplo cáustico de la brisa marina salada, comiendo pescado seco, caminando arriba y abajo por la pequeña cubierta sin nada más que océano y más océano a la vista. Cogió la botella de brandy y se llenó el vaso.

—Si Salimil no quiere acogernos —continuó Delagard—, tenemos Kaggeram aquí abajo, o Shaktan, o incluso Gray-vard. Tengo familia en Grayvard. Creo que podremos llegar a algún acuerdo. Eso sería unas ocho semanas de viaje.

¿Ocho semanas? Lawler trató de imaginar cómo sería eso.

—Nadie va a tener lugar para setenta y ocho personas con sólo un mes de aviso —dijo, pasado un rato—. Ni Velmise, ni Salimil, ni niguna de las otras.

—En ese caso tendremos que separarnos, unos cuantos por aquí y otros por allá.

—¡No! —exclamó Lawler con repentina vehemencia.

—¿Cómo?

—Yo no quiero eso. Quiero que la comunidad permanezca unida.

—Pero… ¿qué haremos si eso no puede conseguirse?

—Tendremos que hallar la forma. No podemos coger a un grupo de gente que ha estado junta toda su vida, y desparramarlos por todo el maldito océano. Somos una familia, Nid.

—¿Lo somos? Yo no lo veo de esa manera.

—Pues comienza ahora a verlo de esa manera.

—Bien, entonces —dijo Delagard. Se sentó en silencio, con el ceño fruncido—. Creo que como último recurso podríamos presentarnos en una de las islas que aún no está habitada por seres humanos, y pedirles refugio a los gillies que vivan en ella. Ya ha ocurrido antes.

—Los gillies de allí sabrán que fuimos expulsados de la isla. Y sabrán por qué.

—Quizá eso carezca de importancia. Tú conoces a los gillies tan bien como yo, doctor. Buena parte de ellos son muy tolerantes con nosotros. Para ellos no somos más que otro ejemplo de los inescrutables caminos del Universo, algo que sencillamente llegó por casualidad a sus orillas proveniente del gran mar del espacio. Comprenden que es un gasto inútil de aliento el cuestionarse los caminos del Universo. De hecho, creo que ésa es la razón por la que, cuando llegamos, se limitaron a encogerse de hombros y nos permitieron instalarnos en sus islas.

—Quizá los más inteligentes piensen así, pero el resto nos detesta y no quiere tener nada que ver con nosotros. ¿Por qué demonios iban a querer acogernos los gillies de alguna otra isla, cuando los de Sorve nos han expulsado por asesinos?

—Todo irá bien —dijo Delagard serenamente, sin reaccionar ante aquella fea palabra. Acarició el vaso de brandy con ambas manos mientras miraba a su interior—. Iremos a Velmise, o a Salimil, o a Grayvard si tenemos que hacerlo, o a algún lugar completamente diferente. Permaneceremos juntos y nos construiremos una nueva vida. Yo me encargaré de que así sea. Cuenta con ello, doctor.

—¿Tienes suficientes barcos como para llevarnos a todos?

—Tengo siete. A trece por barco, entraremos todos sin siquiera sentirnos apretados. Deja ya de preocuparte, doctor. Toma otra copa.

—Ya lo he hecho.

—¿Te importa si me tomo una yo?

—Por supuesto que no.

Delagard se echó a reír; estaba comenzando a emborracharse. Acarició la carta marítima como si se tratara de un pecho materno; luego la cogió delicadamente y volvió a guardarla en el armario. La botella de brandy estaba casi vacía. Delagard sacó otra de alguna parte y se sirvió una ración generosa. Se balanceó mientras lo hacía, se dio cuenta y rió entre dientes.

—Te aseguro una cosa, doctor —dijo, comiéndose las sílabas—, y es que voy a partirme el culo para encontrar una isla para nosotros, y hacer que lleguemos a ella sanos y salvos. ¿Me crees cuando te digo eso, doctor?

—Ya lo creo que sí.

—¿Y me perdonas de corazón por lo que les hice a esos buzos? —preguntó Delagard, con voz pastosa.

—Claro. Claro.

—Eres un mentiroso. Me odias hasta las entrañas.

—Venga ya, Nid. Lo que está hecho, hecho está. Ahora no tenemos más remedio que vivir con ello.

—Has hablado como un auténtico filósofo. Venga, bébete otra.

—De acuerdo.

—Y otra también para el bueno y viejo Nid Delagard, ¿por qué no? Otra para el bueno y viejo Delagard, sí. Aquí tienes, Nid. Pues gracias, Nid. Muchas gracias. Por todos los diablos, éste es un buen material. Buen… material… —Delagard bostezó. Se le cerraron los ojos y bajó la cabeza hacia la mesa—. Buen… material… —murmuró. Volvió a bostezar, eructó suavemente y se quedó dormido.

Lawler acabó su bebida y se marchó del edificio.

En el exterior estaba todo muy silencioso. Sólo se oía el chapoteo de las pequeñas olas contra la orilla, y Lawler estaba tan habituado a ese ruido que apenas lo oyó. El amanecer aun demoraría una o dos horas. La Cruz ardía encima de su cabeza con terrible ferocidad, hendiendo el cielo negro de horizonte a horizonte, como una estructura que estuviera allí para evitar que el mundo cayera libremente por el espacio.

Una especie de claridad cristalina se había apoderado de la mente de Lawler. Prácticamente podía oír como palpitaba su cerebro. Se dio cuenta de que no le importaba marcharse de Sorve.

El pensamiento lo asombró. Estás borracho, se dijo.

Quizá fuera así; pero de alguna forma, en algún momento de la noche, el trastorno provocado por la expulsión lo había abandonado. Si se había marchado del todo o se había extraviado temporalmente, no podía saberlo; pero, al menos por el momento, podía considerar la idea sin acobardarse. Abandonar aquel sitio era algo que podía soportar. De hecho, era algo más que eso. La perspectiva de marcharse de aquel lugar era… ¿vigorizante? ¿Era posible eso?

Vigorizante, sí. El modelo de su vida le había sido impuesto y congelado: el doctor Valben Lawler de Sorve, un hombre de Primera Familia, un Lawler de los Lawler que se hacía cada día más viejo, que llevaba a cabo el trabajo de la jornada, curaba a los enfermos lo mejor que podía, caminaba a lo largo del dique marítimo, nadaba un poco, pescaba otro poco, que dedicaba el tiempo necesario a enseñar a su aprendiz, comía y bebía, visitaba a viejos amigos —los mismos viejos amigos que tenía cuando era niño—, luego se iba a dormir, se despertaba y volvía a comenzar con lo mismo desde el principio; y llegaba el invierno, llegaba el verano, llegaba la lluvia, llegaba la sequía. Ahora ese modelo estaba a punto de cambiar. Iba a vivir en otro lugar; puede que llegara a ser otra persona. La idea lo fascinaba. Se sorprendió al descubrir que se sentía incluso un poco agradecido. Había pasado allí demasiado tiempo, después de todo. Había sido el mismo durante demasiado tiempo.

Estás muy, muy borracho, se dijo Lawler una vez más, y se echó a reír. Mucho, mucho, mucho, mucho.

Se le ocurrió la idea de pasearse por el poblado dormido, como un viaje sentimental de despedida. Mirarlo todo como si aquélla fuera a ser la última noche que pasaría en Hydros, revivir cada una de las cosas que le habían ocurrido aquí y allá, aquí y allá, cada episodio de su vida. Los lugares en los que había estado con su padre, mirando hacia el mar; los sitios en los que había escuchado los fantásticos relatos de Jolly, donde había pescado su primer pez, donde había abrazado a su primera novia. Los escenarios asociados con sus amistades y amores como habían sido entonces. El flanco de la bahía en el que había estado a punto de arponear a Nicko Thalheim; y el lugar del osario desde el que había espiado cómo Marius Cadrell, con sus barbas blancas, follaba a la hermana de Damis Sawtelle, Miriam, la que ahora era una de las monjas del convento. Aquello le recordó la vez en la que él mismo había follado a Miriam, unos cuantos años después, allá en el país de los gillies, ambos corriendo peligro y encantados de hacerlo.