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Todo regresó a su mente. La figura fantasmal de su madre. Sus hermanos, el que había muerto demasiado joven y el que se había marchado mar adentro, flotando, y había desaparecido de sus vidas para siempre. Su padre, infatigable, formidable, remoto, reverenciado por todos, disciplinadamente dedicado a interminables asuntos médicos mientras él prefería estar chapaleando en la bahía: aquellos días de la infancia que no parecían en absoluto días de infancia, con tantas severas horas de esforzado estudio que lo apartaban de los juegos y la diversión. «Algún día serás el médico», decía su padre una y otra vez. «Tú serás el médico».

Su esposa Mireyl, que subía a bordo del barco de pasajeros con destino a Morvendir. El tiempo estaba retrocediendo. Un «tic», y Néstor Yáñez y él estaban huyendo —aturdidos por la risa y el miedo— de una hembra gillie furiosa porque le habían arrojado huevos de ginzo. Otro «tic», y allí estaba la acongojada delegación que venía a decirle que su padre había muerto y que él era el médico a partir de entonces. Otro «tic», y descubría cómo era eso de asistir al nacimiento de un bebé. Otro «tic», y estaba bailando, borracho, en el punto más alto del baluarte en medio de una noche de tres lunas con Nicko, Néstor Lyonides, Moira, Meela y Quigg.

Se vio como el joven y alegre Valben Lawler que fue, y que ahora le parecía alguien a quien había conocido hacía mucho, mucho tiempo. Era la totalidad de los cuarenta y pico de años que había pasado en Sorve, vistos marcha atrás. Tic. Tic. Tic. Sí, daré una larga y hermosa caminata por mi pasado antes de que salga el sol, pensó. De una punta a otra de la isla. Pero le pareció una buena idea la de regresar a su vaargh antes de ponerse en camino, aunque no estaba seguro de por qué.

Tropezó al pasar por la entrada y cayó cuan largo era.

Continuaba echado en el mismo lugar cuando la luz del sol de la mañana entró y lo despertó. Durante un momento, Lawler no pudo recordar qué había dicho o hecho la noche anterior. Luego lo evocó todo. El abrazo del gillie, cuyo aroma todavía permanecía en su cuerpo. Luego Delagard, brandy y más brandy, la perspectiva de un viaje hasta Velmise, Salimil, quizá Grayvard; y el momento extrañamente vigorizante cuando pensó en abandonar Sorve. ¿Había sido real? Sí. Sí. Ahora estaba sobrio y la sensación permanecía en él.

Pero… Dios santo… ¡su cabeza! ¿Cuánto brandy habría conseguido meterle dentro Delagard?

La voz fina de un niño se oyó en el exterior de la vaargh.

—¿Doctor? Me he lastimado un pie.

—Espera un segundo —dijo Lawler, con voz rasposa.

6

Aquella noche había una reunión en el centro comunitario, para discutir la situación. El aire del local era espeso y lleno de vapor, con un olor dulce y rancio. Los ánimos estaban exaltados. Lawler se sentó en el rincón más alejado, opuesto a la puerta, que era su sitio habitual; desde allí podía verlo todo. Delagard no había asistido. Había enviado un mensaje diciendo que tenía asuntos urgentes que atender en el astillero y esperaba mensajes procedentes de los barcos que tenía en el mar.

—No se trata más que de una maniobra sucia —dijo Dann Henders—. Los gillies están cansados de que estemos aquí, pero no quieren molestarse en matarnos con sus propias manos; así que nos obligan a salir a mar abierto para que nos maten los peces cuerno y los leopardos marinos.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Nicko Thalheim.

—No lo sé. Simplemente estoy haciendo conjeturas. Estoy tratando de adivinar por qué nos hacen abandonar la isla por algo tan trivial como la muerte de tres buzos.

—¡La muerte de tres buzos no es algo tan trivial! —exclamó Sundria—. ¡Estamos hablando de criaturas inteligentes!

—¿Inteligentes? —preguntó Dag Tharp, burlón.

—Puedes apostar a que lo son; y si yo fuera un gillie y me enterara de que los malditos humanos están matando a los buzos, también querría librarme de ellos.

—Bueno, lo que sea —dijo Dann Henders—. Lo que quiero decir es que, si los gillies tienen éxito en expulsarnos de aquí, vamos a encontrarnos con que todo el maldito océano se levantará contra nosotros en cuanto salgamos al mar, y eso no será por accidente. Los gillies controlan a los animales marinos, todo el mundo sabe eso; y los utilizarán contra nosotros para barrernos del planeta.

—¿Y qué pasaría si simplemente no nos dejamos expulsar? —preguntó Damis Sawtelle—. ¿Qué pasaría si lucháramos?

—¿Luchar? —dijo Bamber Cadrell—. ¿Luchar cómo, con qué? ¿Es que has perdido el juicio, Damis?

Ambos eran amigos desde la infancia y capitanes de barco, hombres sólidos y prácticos, pero en aquel preciso momento se estaban mirando con los rostros hoscos y fríos de los eternos enemigos.

—Resistencia —exclamó Sawtelle—. Guerra de guerrillas.

—Nos deslizamos hasta su zona de la isla y nos apoderamos de algo que parezca importante de ese edificio sagrado que tienen —sugirió Nimber Tanamind—; y nos negamos a devolvérselo a menos que convengan en que nos quedemos.

—A mí eso me suena a estupidez —dijo Cadrell.

—A mí también —agregó Nicko Thalheim—. Robarles sus fetiches no nos llevará a ninguna parte. La resistencia armada es lo correcto, como ha dicho Damis. Guerra de guerrillas, absolutamente. La sangre gillie corriendo por las calles hasta que retiren la orden de expulsión. En este planeta no tienen el concepto de guerra. Ni siquiera sabrán qué estamos haciendo si comenzamos una guerra.

—Shalikomo —dijo alguien desde el fondo—. Recordad lo que ocurrió allí.

—Shalikomo, sí —exclamó otra voz—. Harán con nosotros una carnicería como la que hicieron con ellos; y no habrá nada que podamos hacer para detenerlos.

—Correcto —dijo Marya Hain—. Somos nosotros los que no poseemos el concepto de guerra, no ellos. Ellos saben cómo matar cuando quieren hacerlo. ¿Con qué vamos a atacarlos, con cuchillos para descamar? ¿Con martillos y cinceles? No somos guerreros. Nuestros ancestros quizá lo fueron, pero nosotros no conocemos siquiera el significado de esa idea.

—Tenemos que aprender —dijo Thalheim—. No podemos permitir que nos echen de nuestros hogares.

—¿Que no podemos? —preguntó Marya Hain—. ¿Qué otra alternativa tenemos? Estamos aquí sólo gracias a su tolerancia, la cual ahora nos han retirado. Ésta es su isla. Si intentamos resistirnos, nos cogerán uno por uno y nos arrojarán al mar de la misma forma que hicieron en Shalikomo.

—Nos llevaremos a muchos por delante —dijo Damis Sawtelle, con ardor en la voz.

Dann Henders estalló en carcajadas.

—¿En el mar? Bueno, bueno. Supongo que les mantendremos la cabeza debajo del agua hasta que se ahoguen…

—Ya sabes a qué me refiero —refunfuñó Sawtelle—. Ellos matan a uno de nosotros, nosotros matamos a uno de ellos. En cuanto comiencen a morir, cambiarán de opinión rápidamente acerca de obligarnos a abandonar la isla.

—Ellos nos matarán más de prisa de lo que nosotros podemos matarlos a ellos —dijo Leynila, la esposa de Poilin Stayvol; éste era el segundo capitán más antiguo de Delagard, después de Gospo Struvin. En aquel preciso momento estaba ausente, al mando del barco de pasajeros que hacía la ruta de Kentrup. La vehemente Leynila, de estatura baja, hablaría siempre en contra de cualquier cosa que Damis Sawtelle defendiese. Eso había sido así desde que ambos eran niños—. Incluso en el caso de que fuera un asunto de uno a uno, ¿adonde nos llevaría eso? —preguntó Leynila.

Dana Sawtelle asintió. Atravesó la habitación y se detuvo junto a Marya y Leynila. La mayoría de las mujeres estaban a un lado de la habitación, y el puñado de hombres que formaba la fracción partidaria de la guerra se hallaba en el otro.