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—Leynila tiene razón. Si intentamos luchar acabaremos todos muertos. ¿Qué sentido tiene? Si hay una guerra y luchamos como héroes para al final acabar todos muertos, ¿cómo vamos a estar mejor que si nos limitamos a subir a un barco y marcharnos a otra parte?

Su esposo se volvió para encararse con ella.

—Cállate, Dana.

—¡Y una porra voy a hacerlo, Damis! ¡Y una porra voy a hacerlo! ¿Crees que voy a quedarme aquí sentada como una niña mientras los tuyos hablan de lanzar un ataque contra un grupo de seres alienígenas físicamente superiores a nosotros que nos superan en número de uno a diez? No podemos luchar contra ellos.

—Tenemos que hacerlo.

—No. ¡No!

—Es sólo una absoluta tontería toda esta charla de luchar. Los gillies están fanfarroneando —dijo Lis Niklaus—. No nos harán marchar realmente.

—Oh, sí que lo harán…

—No si Nid tiene algo que decir al respecto.

—¡Es tu precioso Nid quien nos ha metido en esto, en primer lugar! —chilló Marya Hain.

—Y él nos sacará de ello. Los gillies están enfadados ahora, pero no…

—¿Qué piensas tú, doctor?

Lawler había guardado silencio durante el debate, esperando que las emociones se manifestaran. Siempre era erróneo lanzarse a aquel tipo de cosas con demasiada prontitud. Ahora se puso de pie.

Repentinamente se había hecho un silencio absoluto en la sala. Todos los ojos estaban fijos en él. De él esperaban la Respuesta. Algún milagro, alguna esperanza de indulto; confiaban en que él les proporcionaría aquello. Era el pilar de la comunidad, descendiente de un famoso fundador; confiaban en el médico que conocía el cuerpo de todos mejor que ellos mismos; era una cabeza sabia y objetiva, el respetado dispensador de consejos agudos.

Los miró a todos antes de comenzar.

—Lo siento, Damis. Nicko. Nimber. Creo que toda esta conversación de resistencia no nos lleva a nada útil. Tenemos que admitir ante nosotros mismos que ésa no es una opción —se oyó un refunfuñar colectivo en la fracción guerrera—. Intentar luchar contra los gillies es como intentar beberse el mar hasta secarlo. No tenemos armas. Quizá tengamos, en el mejor de los casos, unas cuarenta personas físicamente capacitadas para la lucha, contra cientos de ellos. Ni siquiera vale la pena pensar en ello.

El silencio se hizo glacial, pero él podía ver que sus tranquilas palabras estaban penetrando; la gente intercambiaba miradas, asentía con la cabeza. Se volvió hacia Lis Niklaus:

—Lis, los gillies no están fanfarroneando, y Nid no dispone de presión alguna para hacer que se retracten. Él ya habló con ellos, y yo hice lo mismo. Tú lo sabes. Si continúas pensando que los gillies van a cambiar de opinión, no haces más que soñar.

¡Qué aspecto tan solemne y sombrío tenían ahora! Los Sweyner, Dag Tharp, un grupo de los Thalheim, los Sawtelle. Sidero Volkin y su esposa Elka, Dann Henders, Martín Yáñez, el joven José Yáñez, Lis, Leo Martello, Pilya Braun, Leynila Stayvol, Sundria Thane. Los conocía a todos muy bien, excepto a unos pocos. Eran su familia, como le había dicho a Delagard en aquella alcohólica noche. Sí. Sí, así era. Todos los de aquella isla.

—Amigos —continuó—, será mejor para todos que nos enfrentemos con la realidad. A mí esto no me gusta más que a vosotros, pero no tenemos alternativa. ¿Los gillies dicen que tenemos que marcharnos? De acuerdo. Es la isla de ellos. Ellos son numerosos y tienen músculos. Pronto vamos a vivir en otro lugar, y eso es todo lo que hay. Me gustaría poder deciros algo más alegre, pero no puedo. Nadie puede. Nadie.

Esperó alguna réplica enfurecida de Thalheim, o de Tanamind o Damis Sawtelle, pero no tenían nada que decir. No había nada que decir. Toda aquella charla acerca de resistencia armada no había sido más que silbidos en la oscuridad. La reunión, aunque con vacilaciones, se disolvió. No había más alternativa que someterse; todo el mundo lo veía claro ahora.

Una tarde de la segunda semana después del ultimátum, Lawler se hallaba de pie junto al dique marítimo, entre el astillero de Delagard y la planta energética de los gillies, mirando los cambiantes colores de la bahía, cuando Sundria Thane pasó nadando por las aguas que quedaban más abajo. En mitad de una brazada miró rápidamente hacia arriba y le hizo un gesto de saludo con la cabeza. Lawler imitó el asentimiento a modo de respuesta y la saludó con una mano. Las esbeltas piernas de la mujer se agitaron como tijeras y ella avanzó con el torso inclinado y se zambulló brusca y rápidamente.

Durante un momento, Lawler vio las pálidas nalgas adolescentes de Sundria que destellaban fuera del agua, para luego sumergirse cuando ella se puso a bucear velozmente justo por debajo de la superficie. Era como un delgado fantasma desnudo el que se alejaba de la orilla de forma constante, con poderosas brazadas. Lawler la siguió con los ojos hasta que la perdió de vista. Nada como un gillie, pensó él. No había subido a respirar en lo que a él le habían parecido tres o cuatro minutos. ¿Es que no necesitaba respirar?

Mireyl había sido una nadadora igualmente fuerte, pensó.

Lawler frunció el entrecejo. Lo sorprendió que su esposa, perdida hacía tanto tiempo, apareciera flotando desde el pasado sin que él la llamase. Hacía años que no pensaba en ella; pero luego se dio cuenta de que había pensado en ella también la noche anterior, durante su paseo alcohólico. Mireyl, sí. Era una antigua historia.

Parecía como si la tuviera ante los ojos. De pronto él volvía a tener veintitrés años, volvía a ser el joven y nuevo doctor, y allí estaba Mireyl con sus cabellos y su piel clara, su cuerpo compacto, ancha de hombros y de caderas; con un centro de gravedad bajo, era un poderoso proyectil pequeño de mujer, redondeada, musculosa y fuerte. Su rostro ya no estaba claro en su mente. Por alguna razón, no podía recordar su rostro.

Era una nadadora maravillosa. Se movía en el agua como una jabalina; no parecía cansarse nunca y podía permanecer sumergida eternamente. Por lo fuerte y activa que era, Lawler tenía que hacer siempre grandes esfuerzos para mantenerse a su altura cuando nadaban. Finalmente ella se volvía y se echaba a reír mientras lo esperaba, y él nadaba hasta ella, la abrazaba estrechamente y la apretaba contra sí.

En su recuerdo, ahora estaban nadando. Él se acercaba a ella y ella le abría los brazos. En el agua había cosas pequeñas y brillantes que nadaban, ágiles y cordiales.

—Deberíamos casarnos —dijo él.

—¿Ah, sí?

—Sí, deberíamos hacerlo.

—La esposa del doctor. Nunca pensé que sería la esposa del doctor —se echó a reír—. Pero alguien tiene que serlo.

—No, nadie tiene porqué serlo; pero yo quiero que lo seas tú.

Ella se zafó de entre sus brazos y comenzó a nadar.

—¡Cógeme y me casaré contigo!

—No es justo. Llevas una cabeza de ventaja.

—Las cosas nunca son justas —gritó ella.

Él sonrió y se puso a perseguirla, nadando con mayor esfuerzo del que jamás había empleado antes, y esa vez la alcanzó en medio de la bahía. No tenía forma de saber si había nadado por encima de su capacidad, o si ella le había permitido alcanzarla. Probablemente ambas cosas.

Entonces, el doctor tuvo una esposa.

—¿Eres feliz? —preguntó él.

—Oh, sí, sí.

—Yo también.

Un matrimonio sólido. Eso era lo que él había supuesto, pero ella estaba inquieta. Para empezar, Myreil había llegado a Sorve procedente de otra isla, y ahora quería continuar viajando, ver el mundo. Pero él estaba ligado a Sorve a causa de su profesión, por su temperamento formal y disciplinado, por millones de ataduras invisibles. No comprendió cuan viajero era en realidad el espíritu de ella; pensó que el anhelo que sentía por cambiar de isla no era más que una etapa y que lo dejaría atrás en cuanto se instalara en la vida de matrimonio.