Ahora había cambiado la escena. Estaban en el puerto, once meses después de la boda. Mireyl subía a bordo del barco de pasajeros interinsular que pertenecía a Delagard, con destino a Morvendir; se detuvo para mirar hacia el muelle que tenía a la espalda, y lo saludó con una mano. Luego volvió la espalda y desapareció. Nunca más había vuelto a tener noticias de ella.
Había ocurrido veinte años antes. Esperaba que fuera feliz, estuviera donde estuviese.
A lo lejos, Lawler divisó cardúmenes de jinetes aéreos, que saltaban del agua y se lanzaban a un intenso batir de aletas. Sus escamas brillaban con diferentes tonalidades de rojo y oro, como las piedras preciosas de los cuentos de su infancia. Él nunca había visto gemas de verdad, pero era difícil imaginar cómo podían ser más hermosas que los jinetes aéreos en vuelo a la hora del ocaso. Tampoco podía imaginar un paisaje más hermoso que el que presentaba la bahía de Sorve cuando lucía sus colores crepusculares. ¡Qué glorioso anochecer veraniego!
Había otras épocas del año en que el aire no era tibio y suave. Estaciones durante las cuales la isla viajaba por las regiones polares, golpeada por duros vendavales, barrida por precipitaciones de aguanieve tan cortantes como un cuchillo. Había épocas en las que el viento era demasiado tormentoso como para permitir que alguien se aventurara siquiera hasta la orilla de la bahía en busca de pescado o algas, y entonces comían pescado de carne seco, comidas preparadas con algas en polvo y hojas de algas deshidratadas. Mientras, se acurrucaban miserablemente en el interior de sus vaarghs y esperaban que volviera el tiempo cálido.
¡Pero el verano! ¡Ah, el verano, cuando la isla viajaba por las aguas tropicales! No había nada mejor que esto. Que los arrojaran de la isla en medio de un verano como aquél, hacía que la expulsión fuese mucho más dolorosa; les robaban la mejor estación del año.
Pero ésa ha sido la historia de la Humanidad desde el principio, pensó. Una expulsión tras otra, comenzando desde el Edén. Exilio tras exilio.
Mientras contemplaba la bahía en toda su belleza, Lawler sintió otra dolorosa punzada de pérdida. Su vida en Sorve estaba huyendo inevitablemente de él momento tras momento. Aquella sensación vigorizante de la primera noche, comenzar una nueva vida, continuaba estando con él; pero no durante todo el tiempo.
Se interrogó respecto a Sundria. ¿Cómo sería dormir con ella? No podía negar que se sentía atraído por aquellas largas piernas brillantes, aquella estructura ágil, esbelta y atlética; su energía, sus frágiles y confiadas maneras… Se imaginó deslizando las manos por la piel fresca y muy suave del interior de sus muslos, con la cabeza apoyada en el hueco que se formaba entre el hombro y el cuello de la mujer. Aquellos pechos pequeños y duros en sus manos, los pequeños pezones erectos contra sus palmas. Si Sundria hacía el amor con la mitad del vigor que dedicaba a nadar, tenía que ser extraordinaria.
Resultaba extraño el volver a desear a una mujer. Lawler había sido autosuficiente durante demasiado tiempo. El ceder ante el deseo significaba que había perdido parte de su coraza, cuidadosamente construida; pero la perspectiva de abandonar la isla había agitado varias cosas que yacían quietas en su alma. Pasado un rato, Lawler se dio cuenta de que habían transcurrido al menos diez minutos, sin que viera a Sundria salir a respirar. Ni siquiera un excelente nadador podía conseguir eso; no si era humano. Repentinamente preocupado, Lawler recorrió las aguas con los ojos en busca de la mujer.
Entonces la vio caminando hacia él por el paseo que corría paralelo al dique marítimo, desde la izquierda. Llevaba el cabello húmedo atado tirante en la nuca, y se había puesto una tela de alga enredadera que caía descuidadamente, abierta por delante. Debía de haber rodeado la costa en dirección sur sin que él lo advirtiese, y salido a la orilla por la rampa marina que estaba junto al astillero.
—¿Le importa si le hago compañía? —preguntó.
Lawler hizo un gesto dadivoso.
—Aquí hay mucho espacio.
Ella se detuvo junto al médico y adoptó la misma postura que él, inclinada hacia adelante, mirando en dirección al agua con los codos apoyados en la barandilla.
—Parecía estar muy serio cuando pasé nadando por aquí hace un rato —dijo ella—. Muy absorto en sus pensamientos.
—¿Ah, sí?
—¿Lo estaba?
—Supongo que sí.
—¿Absorto en grandes reflexiones, doctor?
—No realmente; sólo pensando —no se sentía dispuesto a explicarle lo que le había pasado por la cabeza un momento antes. Improvisó rápidamente—. Estaba intentando hacerme a la idea de abandonar este sitio —dijo—. De marchar al exilio una vez más.
—¿Una vez más? —preguntó ella—. No lo comprendo. ¿Es que tuvo que abandonar otra isla antes de ahora? Yo pensaba que usted siempre había vivido en Sorve.
—Y así es; pero éste es el segundo exilio para todos nosotros, ¿no? Quiero decir que primero nuestros ancestros fueron exiliados de la Tierra; y ahora tenemos que exiliarnos de nuestra isla.
Ella se volvió para encararse con él, con expresión de perplejidad.
—Nosotros no somos exiliados de la Tierra. Ningún humano nacido en la Tierra se estableció jamás en Hydros. La Tierra ya estaba destruida cien años antes de que el primer ser humano llegara aquí.
—Eso carece de importancia; todos somos originarios de la Tierra, si vamos al punto inicial, y la perdimos. Ésa es una especie de exilio. Me refiero a todos los seres humanos que viven en los diferentes mundos del espacio —las palabras brotaron de su boca como un torrente—. Mire, una vez tuvimos un mundo madre, un solo planeta ancestral, y ahora ha desaparecido, está arruinado, destruido. Acabado. No queda de él más que un recuerdo, muy borroso, nada más que un puñado de diminutos fragmentos como los que vio usted en mi vaargh.
»Mi padre solía decirnos que la Tierra era un lugar de milagros, maravilloso, el planeta más hermoso que haya existido jamás. Un mundo jardín, nos decía. Un paraíso. Quizá lo fuese. Hay quienes dicen que no era nada de eso en absoluto, que era un lugar horrendo del que la gente se marchó porque no podía soportar vivir en él. No sé. Todo se ha convertido en mito a estas alturas; pero, fuera como fuese, era nuestro hogar. Nos marchamos de él y luego la puerta se cerró tras de nosotros para siempre.
—Ni siquiera pienso en la Tierra —dijo Sundria.
—Yo sí. Todas las otras especies galácticas que conocemos tienen un planeta madre, excepto nosotros. Nosotros tenemos que vivir dispersos por cientos de mundos, quinientos aquí y un millar allá, establecidos en planetas extraños. Vivimos más o menos tolerados por las criaturas de esos planetas en los que hemos conseguido encontrar un pequeño territorio para poner los pies. A eso me refiero cuando hablo de exilio.
—Pero aun en el caso de que la Tierra existiera, nosotros no podríamos regresar a ella. No desde Hydros. Éste es nuestro planeta madre, no la Tierra; y nadie nos ha expulsado de Hydros.
—Bueno, nos han expulsado de Sorve; al menos eso no puede discutírmelo.
La expresión de ella, que se había hecho un poco burlona e impaciente, se suavizó.
—A usted le parece un exilio porque nunca ha vivido en otra parte. Para mí, una isla no es más que una isla. En realidad, todas son más o menos iguales. Durante algún tiempo vivo en una de ellas, y luego siento la necesidad de continuar mi camino y me voy a otra parte —descansó su mano sobre la él durante un instante—. Sé que tiene que ser difícil para usted. Lo siento.