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Lawler quería cambiar desesperadamente de tema. Aquello iba por un camino completamente errado: le estaba inspirando lástima a la mujer, ella estaba respondiendo a su autocompasión. La conversación había comenzado con mal pie y continuaba su marcha. En lugar de hablarle del exilio y de la patética situación de la pobre humanidad esparcida como granos de arena, tendría que haberle comentado lo maravillosa que le había parecido aquella zambullida —que le había hecho asomar el culo fuera del agua—, y preguntarle si le gustaría subir hasta su vaargh para pasar un rato de placentera lucha cuerpo a cuerpo antes de la cena. Pero ya era demasiado tarde como para emprender aquella senda. ¿O acaso no?

—¿Cómo va esa tos? —preguntó él, pasado un rato.

—Bien. Pero me vendría bien un poco más de esa medicina suya. Sólo me queda suficiente para un par de días.

—Venga a mi vaargh cuando se le termine y le daré un poco más.

—Así lo haré —aseguró ella—. Y también me gustaría mirar esas cosas de la Tierra que tiene.

—Claro. Si le interesan, le contaré lo que sé de ellas…, si bien la mayoría de la gente pierde rápidamente el interés cuando lo hago.

—No sabía que se sintiera usted tan fascinado por la Tierra. Nunca he conocido a nadie que le diera tanta importancia. Para la mayoría de nosotros, la Tierra no es más que el lugar en el que vivían nuestros ancestros hace mucho tiempo; pero realmente está más allá de nuestra comprensión, fuera de nuestro alcance. No pensamos en ella más de lo que pensamos en el aspecto que podrían tener los abuelos de nuestros abuelos.

—Yo sí pienso en ella —dijo Lawler—. No puedo decirle por qué. Pienso en toda clase de cosas que están fuera de mi alcance. Cómo será vivir en un mundo con tierra, por ejemplo. Un lugar en el que haya tierra negra bajo los pies de uno, y plantas que crezcan en ella directamente al aire, plantas veinte veces más altas que un hombre.

—¿Se refiere a los árboles?

—Sí, a los árboles.

—Yo sé algunas cosas de los árboles. Qué plantas tan fantásticas son. Tienen tallos tan grandes que uno no puede rodearlos con los brazos. Tienen una piel dura y marrón por toda su superficie. Es increíble.

—Habla usted como si hubiera visto alguno —dijo Lawler.

—¿Yo? Qué va, ¿cómo iba a ser eso posible? He nacido en Hydros, igual que usted. Sin embargo, he conocido gente que vivió en planetas con tierra. Cuando estuve en Simbalimak, pasé mucho tiempo con un hombre que procedía de Alborada; él me habló de bosques, pájaros, montañas y muchas otras cosas que no tenemos aquí. Árboles. Insectos. Desiertos. Todo eso resulta asombroso.

—Imagino que sí —dijo Lawler.

Aquella conversación no lo hizo sentir más cómodo que la anterior. No quería oír hablar de bosques ni pájaros ni montañas, ni del hombre de Alborada con el que ella había estado en Simbalimak.

Ella lo miraba de una forma extraña. Se hizo una pausa difícil, una pausa con mensaje implícito, aunque maldito si él sabía de qué se trataba.

—Usted nunca ha estado casado, ¿verdad, doctor? —preguntó ella después, con tono abrupto.

La pregunta era tan sorprendente como ver a un gillie dar una voltereta sobre las manos.

—Una vez. No demasiado tiempo. Eso fue hace mucho…, un craso error. ¿Y usted?

—Nunca. Supongo que no sé cómo hacerlo. Eso de atarse a una persona para siempre… me parece muy extraño.

—Dicen que es posible —observó Lawler—. Yo lo he visto ante mis propios ojos; pero he tenido muy poca experiencia al respecto, claro está.

Ella asintió vagamente. Parecía estar luchando con algo. Él también, y sabía de qué se trataba: de su reticencia a cruzar los límites con los que había rodeado su vida después que Mireyl lo dejó, su rechazo ante la posibilidad de quedar expuesto a nuevos sufrimientos. Se había acostumbrado a su vida monástica y disciplinada. Más que acostumbrado: parecía ser lo que buscaba, parecía colmar sus necesidades más profundas. Si nada se arriesgaba, nada se perdía.

¿Acaso ella estaba esperando a que él hiciera el primer movimiento? Así parecía ser, sí. Así parecía ser. Pero ¿lo haría él? Se había encerrado en una inflexible indiferencia, y parecía no existir forma alguna de salir de eso.

La brisa que llegaba desde el sur le acercó la fragancia del cabello mojado de la joven, e hizo ondear la tela que llevaba sobre el cuerpo; Lawler recordó que estaba desnuda. La luz del sol que se ponía brillaba en su piel, tiñendo de oro el tenue, finísimo vello de su escote y pechos, que destellaron en el sitio en el que asomaban por la abertura frontal. Los pequeños pezones estaban endurecidos por el suave aire fresco del anochecer. Tenía el cuerpo flexible, elegante, tentador, aún húmedo del baño.

La deseaba, de eso no cabía duda alguna.

Muy bien, entonces. Ya no tienes quince años; lo que debes hacer es decirle: «En lugar de esperar hasta la mañana, ven ahora mismo a mi vaargh y te daré la medicina; y luego cenemos juntos y bebamos unas copas. Ya sabes; me gustaría conocerte mejor». Y sigue a partir de allí.

Lawler podía oír las palabras flotando en el aire, casi como si ya las hubiera pronunciado. Pero, justo en aquel momento, Gabe Kinverson subió por el sendero; acababa de concluir su jornada de trabajo. Aún llevaba puesta su ropa de pescar, un atuendo grueso y suelto destinado a protegerlo de los golpes de tentáculo de los peces de carne. Debajo de un brazo llevaba una vela plegada.

Se detuvo y permaneció durante un momento, quieto y amenazante, a una docena de metros más o menos; era una presencia voluminosa, robusta como un arrecife. Emanaba de él aquella sensación siempre presente de enorme fuerza contenida con esfuerzo, de violencia escondida, de peligro.

—Así que estás aquí —le dijo a Sundria—. He estado buscándote. Buenas noches, doctor.

El tono de su voz era calmo, suave, enigmático. La voz de Kinverson nunca sonaba tan amenazadora como el aspecto de su dueño. Le hizo a la muchacha un gesto para que se acercara, y ella se le aproximó sin vacilación alguna.

—Ha sido muy agradable hablar con usted, doctor —dijo Sundria, mirando a Lawler por encima del hombro al alejarse.

—Bueno —dijo él.

Kinverson sólo quiere que le arregle esa vela, se dijo Lawler. Seguro. Seguro.

Uno de los sueños terrícolas volvió a visitarlo. Lo asaltaban dos distintos, uno muy doloroso y el otro no tan malo. Lawler tenía uno de ellos al menos una vez por mes; a veces ambos. En aquella ocasión se trataba del más benigno.

Se hallaba en la Tierra, caminando sobre suelo sólido. Estaba descalzo, y como había llovido apenas un rato antes, el suelo estaba blando y tibio. Cuando movía los dedos de los pies, veía brotar la tierra entre sus dedos de la misma forma en que lo hacía la arena, cuando él caminaba por las aguas someras de la bahía de Sorve; pero el material que constituía el suelo de la Tierra era más oscuro que la arena, y más pesado. Cedía ligeramente bajo los pies de un modo muy extraño.

Él caminaba a través de un bosque. Los árboles se erguían en torno a él por todas partes, cosas parecidas a las plantas de fuco leñoso con largos troncos y montones de hojas muy en lo alto, aunque eran mucho más grandes que los fucos leñosos y las hojas estaban tan altas que era incapaz de distinguir su forma. Los pájaros revoloteaban en las copas de los árboles. Proferían extraños sonidos melódicos, una música que no había oído nunca antes y que jamás podía recordar cuando despertaba. Por el bosque correteaban todo tipo de criaturas extrañas, algunas que caminaban sobre dos patas como los seres humanos, algunas que se arrastraban sobre el vientre y otras que caminaban sobre seis u ocho pequeños zancos. Saludaba con un movimiento de la cabeza a aquellas criaturas de la Tierra, y éstas le devolvían el saludo al pasar junto a él.