Llegaba a un lugar en el que se abría un claro en el bosque, y veía una montaña que se alzaba ante él. Era como de vidrio oscuro, salpicada de irregularidades destellantes como espejos, y en la cálida luz dorada del sol tenía una extraordinaria brillantez. La montaña llenaba la mitad del cielo y sobre ella crecían árboles; parecían tan pequeños que se hubiera podido coger uno con la mano, pero él sabía que tenían esa apariencia sólo porque la montaña estaba muy lejos, que esos árboles eran al menos del mismo tamaño que los del bosque que acababa de dejar atrás, quizá incluso más grandes.
De alguna manera rodeaba el pie de la montaña. Al otro lado había un largo declive, un valle, y más allá del valle veía una cosa oscura y extensa que sabía que era una ciudad llena de gente, con más gente de la que él pudiera imaginar. Se dirigía hacia allá, pensando en reunirse con las gentes de la Tierra y explicarles quién era él y de dónde venía, preguntarles acerca del tipo de vida que llevaban y si conocían a su tatarabuelo Harry Lawler o quizá al padre o al abuelo de Harry Lawler. Pero, a pesar de que caminaba y caminaba, la ciudad nunca se veía más cerca. Permanecía siempre en el horizonte, allá abajo, en el extremo más lejano del valle. Caminaba durante horas, durante días y semanas, y la ciudad estaba siempre fuera de su alcance, incluso alejándose de él a medida que avanzaba.
Cuando al fin despertaba, se sentía siempre entumecido y cansado como si hubiera realizado un gran esfuerzo y no hubiera dormido en absoluto.
Por la mañana, José Yáñez, el joven aprendiz de Lawler, vino a la vaargh para recibir su clase habitual. La isla contaba con un estricto sistema de aprendices: no debía permitirse que se perdiera ningún oficio. Por primera vez desde el comienzo del asentamiento, el aprendiz de médico no llevaba el apellido Lawler, pero la línea de los Lawler acabaría con él; alguna otra familia debería cargar con la responsabilidad cuando él muriera.
—Cuando nos vayamos —preguntó José—, ¿podremos llevarnos todo el material médico?
—Llevaremos todo lo que quepa en el barco —le respondió Lawler—. Los aparatos, la mayoría de los medicamentos, el libro de recetas.
—¿Las historias clínicas de los pacientes?
—Si hay sitio, sí. No lo sé.
José era un muchacho de diecisiete años, alto y desgarbado. Tenía carácter dulce, sonrisa fácil, un rostro franco y facilidad para tratar con la gente. Parecía tener las aptitudes necesarias para el ejercicio de la medicina. Le encantaban las largas horas de estudio, contrariamente a lo que le había ocurrido al propio Lawler, nervioso y rebelde de joven. Aquél era el segundo año de instrucción de José, y Lawler sospechaba que el chico ya dominaba la mitad de los principios técnicos básicos; el resto, la habilidad y el diagnóstico, también serían suyos llegado el momento. Provenía de una familia de marineros; su hermano mayor, Martín, era capitán de uno de los barcos de Delagard. Era algo muy propio de José aquello de preocuparse por las historias clínicas de los pacientes. Tendrían que aprenderse de memoria las de todos antes de abandonar la isla, pero eso no sería ningún problema. Lawler ya guardaba en la cabeza la mayoría, y lo mismo ocurría, según sospechaba, con José.
—Espero que me destinen al mismo barco que a ti —Lawler, junto con su hermano Martin, era el mayor héroe de José.
—No —le contradijo Lawler—. Tenemos que viajar en barcos separados. Si la nave en la que yo viajo se pierde en el mar, quedarás tú para oficiar como médico.
José pareció estupefacto. ¿Por qué? ¿Por la idea de que el barco de Lawler pudiera perderse en el mar y su héroe pereciera? ¿O por la idea de que él sería un día el médico de la comunidad, y un día quizá no muy lejano? Probablemente se tratara de eso. Lawler recordó cómo se había sentido la primera vez que se le ocurrió que su aprendizaje —aquellas duras e interminables horas de estudio y disciplina— tenía realmente un propósito serio: que un día ocupase el lugar de su padre en aquel oficio e hiciera todo lo que su padre hacía. Por aquel entonces tenía alrededor de catorce años; para cuando alcanzó los veinte su padre estaba muerto… y el médico era él.
—Oye, no te preocupes por eso —dijo Lawler—. Nada va a ocurrirme, pero tenemos que pensar en todas las posibilidades. Tú y yo tenemos todos los conocimientos médicos que posee este asentamiento, y debemos protegerlos.
—Sí. Por supuesto.
—Muy bien. Eso significa que debemos viajar en barcos separados. ¿Ves lo que quiero decir?
—Sí —dijo el muchacho—. Sí, lo comprendo. Preferiría estar contigo, pero lo comprendo —sonrió—. Hoy íbamos a hablar de las inflamaciones de la pleura, ¿verdad?
—Las inflamaciones de la pleura, sí —respondió Lawler.
Desplegó su gastada y desteñida carta anatómica. José se inclinó hacia adelante en su asiento, alerta, atento, ansioso. Aquel muchacho era inspirador. Le recordaba algo que últimamente había comenzado a olvidar: que su profesión era algo más que un trabajo: era una vocación.
—Inflamaciones y secreciones pleurales, ambas. Sintomatología, causas y medidas terapéuticas —podía oír la voz de su propio padre, profunda, mesurada, inexorable, sonando en su mente como un gigantesco gongo—. Un repentino dolor agudo en el pecho, por ejemplo…
—Me temo que las noticias no son buenas —dijo Delagard.
—¿Eh?
Estaban en la oficina del astillero. Era mediodía, la hora habitual de descanso de Lawler; Delagard le había pedido que pasara por allí. Sobre la mesa de madera de fuco había una botella de brandy de algas abierta, pero Lawler había rechazado la copa. No bebo en horas de trabajo, había dicho. Siempre había intentado mantener la mente clara durante las horas de consultorio, salvo en lo que se refería al uso del alga insensibilizadora; y se decía a sí mismo que el alga no lo afectaba en ese sentido. Si algo hacía, era mantener su mente aún más clara.
—Ya tengo algunos resultados. Hasta ahora no son resultados buenos. Velmise no va a acogernos, doctor.
Aquello era como una patada en el estómago.
—¿Te han dicho eso?
Delagard empujó una hoja de pergamino de mensaje al otro lado de la mesa.
—Dag Tharp me trajo esto hace media hora. Es de mi hijo Kendy, el que vive en Velmise. Dice que anoche tuvieron una reunión del consejo, y votaron en contra. Su cuota de inmigración anual es de seis, y están dispuestos a aumentarla a diez considerando las insólitas circunstancias. Pero ése es el número máximo que aceptan.
—No setenta y ocho.
—Setenta y ocho, no. Es por ese viejo asunto de Shalikomo. Todas las islas temen tener demasiada gente y que eso moleste a los gillies. Por supuesto, puede decirse que diez es mejor que nada. Si enviamos diez a Velmise, y diez a Salimil, y diez a Grayvard…
—No —dijo Lawler—. Quiero que permanezcamos todos juntos.
—Eso ya lo sé. Está bien.
—Si no vamos a Velmise, ¿cuál es la siguiente posibilidad mejor?
—Dag está hablando con Salimil en este preciso momento; ya sabes que también tengo un hijo allí. Tal vez él sea un poco más persuasivo que Kendy. O quizá la gente de Salimil no esté tan acojonada. Cristo, uno pensaría que les estábamos pidiendo a los de Velmise que evacuaran toda su maldita ciudad para hacernos sitio.
»Podrían habernos acomodado a todos perfectamente. Puede que hubiera resultado duro durante algún tiempo, pero podían hacerlo. Los Shalikomo no se repiten —Delagard hojeó el fajo de hojas de pergamino que tenía delante y se las pasó a Lawler—. Bueno, a la mierda con Velmise; ya encontraremos algo. Lo que quiero es que le eches un vistazo a esto.
Lawler miró las hojas. Cada página tenía una lista de nombres garrapateados con la letra de Delagard, grande y vigorosa.