—¿Qué es todo esto?
—Hace un par de semanas te dije que tenía seis barcos, y eso nos divide en trece personas por nave. En realidad, según salen las cuentas, tendremos un barco con once, dos con catorce cada uno, y otros tres con trece personas a bordo. Dentro de un minuto comprenderás el por qué. Éstas son las listas de pasajeros que he confeccionado —Delagard dio unos golpecitos sobre una de ellas—. Aquí está; ésta es la que debería interesarte más.
Lawler la repasó rápidamente. Decía:
YO Y LIS — GOSPO STRUVIN — DOCTOR LAWLER — QUILLAN KLNVERSON — SSUNDRIA THANE — DAG THARP — ONYOS FELK — DANN HENDERS — NATIM GHARKID — PILYA BRAUN — LEO MARTELLO — NEYANA GOLGHOZ
—¿Te parece bien? —preguntó Delagard.
—¿Qué es esto?
—Ya te lo he dicho, la lista de pasajeros. Ésta pertenece a nuestro barco, el Reina de Hydros. Creo que es un grupo bastante bueno.
Lawler miró fijamente a Delagard, con asombro.
—Eres un bastardo, Nid. Sabes realmente cómo cuidar de ti mismo.
—¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando del magnífico trabajo que has hecho para asegurarte de que estarás cómodo y a salvo durante el viaje por mar. Ni siquiera te sientes incómodo al enseñarme esto, ¿verdad? No, apuesto a que te sientes orgulloso de ello.
»En tu barco llevas al único médico de la comunidad, al más diestro hombre en comunicaciones, a la persona más parecida a un ingeniero con que contamos, y al cartógrafo; y Gospo Struvin es el capitán número uno de tu flota. No es una mala tripulación para realizar un viaje de Dios sabe cuánto tiempo y que nos llevará a Dios sabe dónde. Además, Kinverson es el cazador marino, un tipo tan fuerte que ni siquiera parece humano y que además sabe cómo orientarse en el mar de la misma forma que tú te orientas en tu astillero. Es un equipo condenadamente bueno.
»Y nada de niños fastidiosos, ni ancianos, ni gente que tenga mala salud. No está mal, amigo mío.
El enojo asomó durante un momento, pero sólo durante un momento, a los destellantes ojillos de Delagard.
—Mira, doctor, es la nave capitana. Éste podría no ser un viaje muy fácil si acabamos teniendo que desplazarnos hasta Grayvard. Necesitamos sobrevivir.
—¿Más que los otros?
—Tú eres el único médico. ¿Es que quieres estar en todos los barcos a la vez? Inténtalo. Me imagino que tendrás que ir en uno u otro barco, y lo mismo da que viajes en el mío.
—Por supuesto —Lawler pasó los dedos por el borde de la hoja—. Pero, incluso aplicando la primera regla, no comprendo algunas de estas elecciones. ¿De qué te sirve a ti Gharkid? Es un completo cero a la izquierda.
—Conoce las algas. Eso es lo que conoce muy bien. Puede ayudarnos a encontrar comida.
—Parece razonable —Lawler le dirigió una mirada a la prominente barriga de Delagard—. No querríamos pasar hambre ahí fuera, ¿verdad? ¿Eh? ¿Eh? —volvió a mirar la lista y continuó—. ¿Y Braun? ¿Y Golghoz?
—Son buenas trabajadoras. Se ocupan sólo de sus asuntos.
—¿Y Martello, un poeta?
—No es sólo un poeta. Sabe qué hacer a bordo de un barco. Y de todas formas, ¿por qué no un poeta? Esto va a ser como una odisea, una jodida odisea. Emigra toda una isla. Haré que alguien escriba nuestra historia.
—Muy bonito —dijo Lawler—. Llevas a tu propio Homero para que toda la posteridad se entere del gran viaje. Me gusta eso —volvió a la lista—. Observo que sólo has anotado aquí cuatro mujeres contra diez hombres.
Delagard sonrió.
—La proporción entre hombres y mujeres no está del todo bajo mi control. En la isla tenemos treinta y seis mujeres y cuarenta y dos hombres; pero once de esas damas pertenecen a la jodida hermandad, no lo olvides. Voy a ponerlas en un barco para ellas solas. Dejemos que se las apañen para averiguar cómo gobernarlo, si lo consiguen. Así que tenemos sólo veinticinco mujeres y niñas en cinco barcos; las madres deben estar con sus hijos, etcétera, etcétera. He calculado que en nuestra nave tenemos sitio para cuatro.
—Entiendo que hayas escogido a Lis. ¿Cómo has escogido a las otras tres?
—Braun y Golghoz ya han trabajado en mis barcos, haciendo las rutas de Velmise y Salimil. Si vamos a llevar mujeres a bordo, es mejor que llevemos mujeres que sean capaces de hacer lo que hace falta.
—¿Y Sundria? Bueno, ella es una diestra reparadora de maquinaria. Tiene sentido.
—Eso es —dijo Delagard—. Por otra parte, es la compañera de Kinverson, ¿no? Si ella resulta útil y además son pareja, ¿por qué íbamos a separarlos?
—No son pareja, al menos que yo sepa.
—¿No lo son? A mí me lo parece —dijo Delagard—. Los he visto muy a menudo juntos. En fin, ésa es la tripulación, doctor. En caso de que la flota se separe en el mar, tenemos gente bastante buena a bordo como para salir adelante. Ahora bien, el barco número dos, el Diosa de Sorve, llevará a Brondo Katzin y su esposa, a todos los Thalheim, a los Tanamind…
—Espera un segundo —dijo Lawler—. Aún no he terminado con la primera. Todavía no hemos hablado del padre Quillan. Otra elección muy útil. Lo has escogido para estar a buenas con Dios, supongo.
Delagard era impermeable a aquella crítica. Soltó una tronante risotada.
—¡Hijo de puta! No, eso nunca me ha pasado por la cabeza. Ésa sería una buena idea, ya lo creo, llevar a un sacerdote a bordo. Si alguien tuviera influencias ahí arriba, sería él. Pero la razón por la que escogí al padre Quillan es porque disfruto mucho con su compañía. Lo encuentro un hombre tremendamente interesante.
Por supuesto, pensó Lawler. Siempre era un error esperar que Delagard fuera consecuente con respecto a algo.
Durante la noche llegó el otro sueño de la Tierra, el doloroso, aquel que siempre deseaba evitar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que había tenido ambos sueños en noches consecutivas, y lo cogió por sorpresa porque pensaba que el sueño de la noche anterior lo eximiría de tener el otro durante algún tiempo. Pero no; no había forma de escapar. La Tierra lo perseguiría siempre.
Allí estaba, en el cielo de Sorve, una maravillosa bola radiante verdiazul que giraba lentamente para mostrar sus brillantes mares, sus espléndidos continentes leonados. Era de una belleza que escapaba a toda medida, una enorme joya que destellaba allá arriba. Veía las montañas como dientes desiguales a lo largo de la columna vertebral de los continentes; sobre sus crestas había nieve blanca y pura. Él se encaramaba a la parte más alta del dique marítimo y subía flotando hasta el cielo, y continuaba flotando hasta que abandonaba Hydros y estaba muy adentro del espacio, suspendido sobre la bola verdiazul de la Tierra, mirándola desde lo alto como un dios.
Entonces podía ver las ciudades: un edificio tras otro, no acabados en punta como las vaarghs, sino anchos y planos, uno junto a otro y otro a lo largo de enormes distancias, con anchos senderos entre ellos. La gente caminaba por los senderos; había miles, muchos miles que se desplazaban rápidamente; algunos de ellos conducían vehículos pequeños que eran como botes que viajaban por tierra. Por encima de todo aquello estaban las criaturas con alas llamadas pájaros, parecidos a los jinetes aéreos y otros peces a los que sabía capaces de saltar fuera del agua para llevar a cabo vuelos cortos, con la diferencia de que los pájaros permanecían siempre en el aire, encumbrándose de forma espléndida, llevando a cabo recorridos enormemente largos al girar y girar incansablemente en torno al planeta.
Entre los pájaros también había máquinas que eran capaces de volar. Estaban hechas de metal, eran lisas y brillantes, y tenían alas pequeñas y largos cuerpos tubulares. Lawler las veía despegarse de la superficie de la Tierra y recorrer grandes distancias a velocidades impensables, para llevar a la gente de la Tierra de una a otra isla, de una a otra ciudad, de un continente a otro; era una red de comunicaciones tan vasta que el contemplarla le producía vértigo.