Se movía a través de la oscuridad, muy por encima de aquel brillante mundo verdiazul, mientras observaba y observaba, sabiendo lo que ocurriría a continuación, y se preguntaba si quizá aquella vez no sucedería. Pero por supuesto que sucedía. Exactamente lo mismo que antes, aquello que él había vivido tantas veces, aquello que hacía manar el sudor por todos sus poros y le retorcía los músculos de pasmo y angustia.
No había nunca advertencia. Simplemente, comenzaba: el caliente sol amarillo se hinchaba de repente, se hacía más brillante, se convertía en algo deforme y monstruoso. Las dentadas lenguas de fuego atravesaban el espacio… Las llamas se elevaban de las colinas y valles, de los bosques, de los edificios. Los mares hervían. Las planicies se carbonizaban. Las nubes de ceniza negra oscurecían el aire. Los continentes ennegrecidos se partían. Las sombrías montañas desnudas se encumbraban sobre los campos arruinados. La muerte, la muerte, la muerte, la muerte.
Siempre deseaba despertar antes de que llegara ese momento, pero nunca lo conseguía. Nunca antes de haberlo visto todo, nunca antes de que los mares hubieran hervido, de que los verdes bosques se hubieran convertido en cenizas.
El primer paciente de la mañana fue Sidero Volkin, uno de los carpinteros de navío de Delagard. Había recibido un aguijonazo de gusano llama en la pantorrilla mientras se hallaba en las aguas someras, quitando el exceso de dedos marinos que crecían en la quilla de un barco. Un tercio del trabajo de Lawler implicaba la curación de heridas que la gente se hacía en la bahía. Aquellas aguas eran visitadas demasiado a menudo por criaturas a las que les gustaba picar, morder, cercenar, apuñalar, inyectar y atormentar de varias formas a los seres humanos.
—El hijo de puta nadó directamente hacia mí a lo largo del barco, se detuvo y me miró directamente a los ojos —contó Volkin—. Apunté con el hacha a su cabeza, pero su cola dio la vuelta por el otro lado y me clavó el aguijón. Hijo de puta. Lo corté por la mitad, pero una mierda me sirve eso ahora.
La herida era estrecha pero profunda, y ya estaba infectada. Los gusanos llama eran unas criaturas largas y escurridizas, malvados tubos flexibles con una horrible boquita en un extremo y un virulento aguijón en el otro. No importaba con cuál de las dos puntas lo atacaran a uno: estaban llenos de microorganismos que tenían una relación simbiótica con el huésped y eran hostiles para el ser humano; causaban problemas y complicaciones inmediatas al entrar en los tejidos. La pierna de Volkin estaba hinchada y enrojecida, y de la herida irradiaban, dibujadas sobre la piel como las cicatrices de algún culto siniestro, las pálidas líneas de aspecto feroz que denotaban inflamación.
—Esto va a dolerte —dijo Lawler, mientras sumergía una larga aguja de bambú en un cuenco de poderoso antiséptico.
—Como si no lo supiera, doctor.
Lawler sondeó la herida con la aguja, pinchándola aquí y allá, metiendo tanto antiséptico en la carne inflamada como creyó que Volkin podría soportar. El carpintero permaneció inmóvil, maldiciendo en voz baja de vez en cuando mientras Lawler hurgaba en el interior de la herida; sin duda sería una sensación agónica.
—Aquí tienes un calmante —dijo Lawler, mientras le ofrecía un paquete de polvos blancos—. Te sentirás fatal durante un par de días; luego la inflamación irá desapareciendo. Esta tarde tendrás fiebre. Tómate el día libre.
—No puedo; Delagard no me dejará. Tenemos que poner a punto esos barcos para la partida. Hay que hacerles una endemoniada cantidad de cosas.
—Tómate el día —repitió Lawler—. Si Delagard te echa la bronca, dile que es a mí a quien tiene que presentarle las protestas. De todas formas, dentro de media hora te sentirás demasiado aturdido como para hacer bien cualquier trabajo. Anda, vete a casa.
Volkin vaciló durante un momento en la puerta de la vaargh de Lawler.
—De verdad te lo agradezco mucho, doctor.
—Vete. Deja de apoyarte sobre esa pierna antes de que te caigas al suelo.
En el exterior había otro paciente que aguardaba, otro miembro del personal de Delagard: Neyana Golghoz. Era una mujer plácida y rechoncha de unos cuarenta años, con el cabello de un insólito color anaranjado y el rostro cubierto de pecas rojizas. Era originaria de la isla de Kaggeram, pero había llegado a Sorve hacía cinco o seis años. Neyana desempeñaba tareas de mantenimiento a bordo de los barcos de la flota de Delagard; iba y venía constantemente entre las islas vecinas. Seis meses antes le había aparecido un cáncer de piel entre los omóplatos y Lawler se lo había extirpado químicamente, por el procedimiento de deslizar agujas cargadas de disolvente por debajo del tumor, hasta que se disolvió y pudo ser retirado. El proceso no había sido divertido para ninguno de los dos. Tenía que volver cada mes para asegurarse de que no había recurrencia del tumor.
Neyana se quitó la camisa de trabajo y se puso de espaldas a él. Lawler palpó la cicatriz con los dedos. Probablemente estaba aún sensible, pero ella no reaccionó en lo más mínimo. Como la mayoría de los isleños, aquella mujer era estoica y paciente. La vida en Hydros era dura, y nunca divertida para la población humana. No había muchas opciones acerca de qué hacer, con quién casarse y dónde vivir. A menos que uno decidiera probar suerte en otra isla, la mayoría de los factores esenciales de la vida estaban ya definidos cuando se llegaba a la edad adulta. Si uno se marchaba a otra parte, era probable que se encontrara con que las opciones estaban limitadas por muchos de aquellos mismos factores. Todo esto tendía a crear un cierto estoicismo.
—Tiene buen aspecto —le dijo Lawler—. ¿Te proteges del sol, Neyana?
—Ya lo creo que sí.
—¿Te pones el ungüento?
—En efecto, diariamente.
—En ese caso, no volverás a tener más problemas con esto.
—Eres un médico condenadamente bueno —sentenció Neyana—. Una vez conocí a alguien en la otra isla que tenía un cáncer como éste, y le comió desde la piel hacia dentro y se murió. Pero tú nos cuidas muy bien, velas por nosotros.
—Sólo hago lo que puedo.
Lawler siempre se sentía incómodo cuando los pacientes le daban las gracias. Durante la mayor parte del tiempo se sentía como un carnicero, cortándolos y pinchándolos con aquellos métodos tan prehistóricos de los que disponía, cuando en otros planetas —así lo había oído de aquellos que habían llegado desde el cielo— los médicos disponían de toda clase de tratamientos milagrosos. Empleaban ondas sonoras, electricidad, radiaciones y todo tipo de cosas que él apenas comprendía, y tenían a su alcance drogas que podían curar lo que fuera en cinco minutos. Mientras tanto, él tenía que arreglárselas con medicamentos y pociones fabricados a partir de algas marinas, y herramientas improvisadas hechas de madera y algún raro trozo de hierro o níquel. Le había dicho la verdad: hacía lo que podía.
—Si alguna vez puedo hacer algo por ti, doctor, no tienes más que pedirlo.
—Eres muy amable —respondió Lawler.
Neyana se marchó y entró Nicko Thalheim. Era nacido en Sorve, como Lawler, y también descendiente de una Primera Familia cuyo linaje se remontaba a cinco generaciones, hasta los días de la colonia penal. Era uno de los líderes de la isla, un hombre brusco y de rostro rubicundo, cuello corto y grueso y hombros poderosos. Él y Lawler habían sido compañeros de juegos durante la infancia, y continuaban siendo buenos amigos. Otros seis miembros de la isla llevaban el apellido Thalheim: el padre de Nicko, su esposa, su hermana y sus tres hijos. Raramente las familias llegaban a tener tres hijos. La hermana de Thalheim se había unido al grupo de mujeres del extremo más alejado de la isla hacía unos pocos meses; ahora todos la conocían como la Hermana Boda. Thalheim no se sintió feliz cuando ella se marchó.