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—¿El absceso continúa drenando bien? —preguntó Lawler.

Thalheim tenía una infección en la axila izquierda. Probablemente lo había picado algo en las aguas de la bahía, pero Thalheim lo negaba. El absceso era problemático y destilaba pus constantemente. Lawler ya había abierto tres veces para limpiarlo, pero cada vez había vuelto a infectarse. La última vez le había pedido al tejedor Harry Travish que le hiciera un pequeño tubo colector y lo había cosido a la herida de Thalheim para que recogiera el pus y lo apartara de la zona afectada.

Lawler le levantó la ropa, cortó los puntos que sujetaban el tubo recolector y examinó la infección. La piel que la rodeaba estaba enrojecida y caliente al tacto.

—Duele como un hijo de puta —dijo Thalheim.

—También parece estar bastante mal. ¿Te estás poniendo el medicamento que te di?

—Por supuesto que sí —no sonaba muy convincente.

—Puedes hacerlo o no hacerlo, como te plazca, Nicko —dijo Lawler—. Pero si esa infección te baja por el brazo, podría tener que amputarlo. ¿Crees que podrás trabajar bien con un brazo solo?

—Es sólo el brazo izquierdo, Val.

—En realidad, no lo dices en serio.

—No. No. No lo digo en serio —Thalheim gruñó cuando Lawler volvió a tocar la herida—. Puede que haya olvidado la medicina una o dos veces. Lo siento, Val.

—Lo sentirás más dentro de poco.

Fría y despiadadamente, Lawler limpió la zona como si estuviera tallando un trozo de madera. Thalheim permaneció inmóvil y en silencio mientras Lawler trabajaba. En el momento en el que el médico estaba volviendo a colocar el tubo de drenaje, Thalheim dijo, repentinamente:

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, ¿verdad, Val?

—Desde hace cuarenta años.

—Y ninguno de nosotros sintió jamás el deseo de irse a otra isla.

—Nunca se me ocurrió hacerlo —dijo Lawler—, y en todo caso yo era el médico.

—Sí, y a mí simplemente me gusta este sitio.

—Sí —asintió Lawler. ¿Adonde iría a parar todo aquello?

—¿Sabes, Val? —continuó Thalheim—. He estado pensando en este asunto de tener que marcharnos. Lo odio. Me está enfermando por dentro.

—A mí tampoco me gusta mucho, Nicko.

—No, pero tú pareces resignado.

—¿Qué otra alternativa nos queda?

—Quizá exista una, Val.

Lawler lo miró, expectante.

—Oí lo que dijiste en la reunión del pueblo —comenzó Thalheim—.Dijiste que no resultaría nada bueno de luchar contra los gillies. Aquella noche no estuve de acuerdo contigo, pero cuando pensé en todo me di cuenta de que estabas en lo cierto. Sin embargo, he estado preguntándome si no habrá alguna forma de que unos cuantos de nosotros podamos quedarnos aquí.

—¿Qué?

—Me refiero a diez o doce de nosotros escondidos en el extremo de la isla en el que han estado viviendo las hermanas. Tú, yo, mi familia, los Katzin, los Hain… eso hace una docena. Es además un grupo bastante bien avenido, sin fricciones, todos amigos entre nosotros. Permanecemos escondidos, fuera de la vista de los gillies, pescamos en la parte de atrás de la isla e intentamos continuar viviendo como antes.

La idea era tan descabellada que cogió a Lawler con la guardia baja. Durante una loca fracción de segundo se sintió realmente tentado. ¿Quedarse allí, después de todo? ¿No tener que renunciar a los senderos familiares, a la bahía familiar? Los gillies no iban nunca hasta aquel extremo de la isla. Era posible que no se dieran cuenta de que unas pocas personas se quedaban atrás cuando…

No.

La naturaleza disparatada del plan se estrelló contra él como el puño de la Ola. Los gillies no necesitarían ir hasta aquel extremo de la isla para enterarse de lo que estaba ocurriendo. De alguna manera, siempre sabían todo lo que sucedía en cualquier parte de la isla. Los encontrarían en cinco minutos y los arrojarían al mar desde lo alto del baluarte posterior y eso sería todo. Por otra parte, incluso en el caso de que unas pocas personas consiguieran escapar a los gillies, ¿cómo podían pensar que conseguirían vivir como antes, con la mayor parte de la comunidad en otro lugar? No. No. Imposible, absurdo.

—¿Qué te parece? —preguntó Thalheim.

Lawler respondió después de una corta pausa.

—Perdóname, Nicko, pero creo que eso es tan tonto como la moción que presentó Nimber la otra noche, de robarles uno de sus ídolos y retenerlo como rescate.

—¿Es eso lo que crees?

—Sí.

Thalheim guardó silencio mientras se estudiaba la hinchazón que tenía debajo del brazo y Lawler lo vendaba.

—Tú siempre has tenido una forma práctica de enfrentarte con las cosas —dijo después—. Algo así como sangre fría, Val, pero práctica, siempre práctica. Creo que simplemente no te gusta correr riesgos.

—No cuando las probabilidades son de una entre un millón.

—¿Crees que es tan malo como eso?

—No puede resultar, Nicko. De ninguna manera. Vamos, admítelo. Nadie puede engañar a los gillies. Esa idea es un veneno. Es un suicidio.

—Tal vez sea así —aceptó Thalheim.

—Nada de tal vez.

—Pareció bastante buena durante un momento.

—No tendríamos ni la más mínima posibilidad —dijo Lawler.

—No. No la tendríamos, ¿verdad? —Thalheim meneó la cabeza—. Realmente quiero quedarme aquí, Val. No quiero irme. Daría cualquier cosa para no tener que marcharme.

—Yo también —confesó Lawler—. Pero nos marcharemos. Tenemos que hacerlo.

Sundria Thane vino a verlo cuando se le acabó completamente el tranquilizante de alga. Su presencia enérgica y vivaz llenó la sala de espera como un toque de trompeta, pero ella volvía a tener tos. Lawler sabía por qué, y no era debido a que algún hongo alienígena le hubiera invadido los pulmones. Estaba ojerosa y tensa. El brillo que les confería una vida tan intensa a sus ojos era ahora el brillo de la ansiedad, no solamente el de la potencia interna.

Lawler volvió a llenar de líquido rosáceo el recipiente que le había dado la primera vez; vertió la cantidad suficiente como para que le durara hasta el día de la partida. Después de eso, si la tos continuaba aquejándola cuando estuvieran en el mar abierto, podría compartir la reserva de él.

—Una de esas locas de la hermandad estaba ahora mismo en el poblado, ¿lo supo usted?, diciendo a todo el mundo que había trazado nuestra carta astral y que ninguno sobreviviría al viaje hasta una nueva isla. Ni uno solo de nosotros, dijo. Algunos vamos a perdernos en el mar y otros vamos a navegar hasta el borde del mundo para acabar cayendo al espacio.

—Supongo que debe de tratarse de la hermana Thecla. Afirma que es clarividente.

—¿Y lo es?

—Una vez me hizo a mí la carta astral. Fue en la época anterior a la hermandad, cuando todavía hablaba con los hombres. Me dijo que viviría hasta edad muy avanzada y tendría una vida feliz y plena. Ahora dice que todos nos vamos a morir en el mar. Una de las dos cartas astrales tiene que estar equivocada, ¿no lo cree así? Vamos, abra la boca; déjeme mirarle un poco la laringe.

—Quizá ella se refería a que usted es uno de los que van a navegar hasta caer al espacio.

—La hermana Thecla no es una fuente de información confiable —dijo Lawler—. De hecho, es una mujer seriamente perturbada. Abra la boca.

Se veía una pequeña y suave irritación en los tejidos, pero nada especial; más o menos lo que se espera que produzca una tos psicosomática.